miércoles, 29 de diciembre de 2010

CONFESIONES AMOROSAS


para el Milosaurio
Lo real existe. Y ello abre el espacio para distinguir falso y verdadero, verdad y mentira.
Sólo que lo real no es unívoco. Y aprender a navegar sus diversos niveles, así como a discernir en acto la medida de validez dentro de su amplia escala, exige el mayor de los rigores, el desarrollo de un espíritu respetuoso con plena intransigencia (por más contradictorio que suene), tanto de aquello que la luz nombra como de aquello que la sombra impide nombrar.
Y ese es apenas el principio, pues a poco camino que andemos, nos percataremos de que a menudo la sombra nombra, la luz impide nombrar, y una infinita serie de combinaciones que aunque den la impresión de llano trabalenguas van muchísimo más allá del juego de palabras.
Te tocó nacer en una época donde aprender a navegar ese turbulento mar del devenir, causa mucha flojera. Y a veces enmascarando el bostezo, a veces exhibiéndolo con petulancia pobre remedo de rugido, se proclama ese enredo como prueba de que ni lo real, ni lo verdadero, ni lo válido, ni lo justo existen.
Y para demostrarlo, pretenden los que así bostezan meter en el mismo saco a los santos y a los canallas. Porque sí, Emilio, amor de mi sangre abierta, los santos existen; y los canallas también. Pero te digo, cuando los canallas mandan se valen de toda suerte de triquiñuelas para conservar ese mando, al que procuran identifiquemos no con lo real, que ya ves para ellos no existe, sino como la menos impiadosa de las ficciones.
No hay que temerle a la contradicción. No hay que temerle al tropiezo que nos deja con un sabor a barro en la boca y a veces hasta un hilillo de sangre colgando de la comisura. No dejes de buscar y de inventar lo real posible por miedo del ridículo. Siempre el que se pronuncia corre el riesgo de errar, pero es sobre las huellas reales del yerro que la vida se hace mundo vivible.

martes, 21 de diciembre de 2010

VELAS EN LA IGLESIA


La filiación de las figuraciones poéticas no ha de establecerse nunca en función de su temática, sino de las sugerencias sensibles que son capaces de desatar en el lector. Si en términos científicos las propiedades secundarias de los objetos (tales como el color, el sabor, la textura) son contingencias empíricas que enmascaran más que insinúan la verdad necesaria y la ley general, para la expresión estética representan privilegiados parámetros de validez o, mejor dicho, insoslayables coordenadas de sentido.
A ojos de la biología, pongamos por ejemplo, carecería de interés acometer un ordenamiento de las especies animales a partir de su tonalidad o su tamaño, por lo que razonablemente acaba dirigiendo su atención a las configuraciones orgánicas, los modos de gestación, etc. Por el contrario, los dominios de la literatura no miran anormal o extravagante una clasificación como la citada por Jorge Luis Borges en su Emporio celestial de conocimientos benévolos, mismo que consiente incisos tales como “que se agitan como locos” o “que de lejos parecen moscas”. Por lo demás, no deberá extrañarnos si, llevadas a riguroso término en los particulares terrenos que a cada una corresponde, ambas clasificaciones acaban coincidiendo plenamente.
Ahora bien, para ver no basta con tener ojos. De ahí que distinguir linajes posibles en los territorios de la Alta Fantasía represente un ejercicio que puede confundir incluso a los más avezados. No son pocas las luminarias de nuestras letras nacionales que han manifestado públicamente su convencimiento de que La suave patria de Ramón López Velarde resultó al final una aurora sin descendencia, convertida en pretexto de parodia para toneladas de engendros líricos hoy justamente olvidados; y sin embargo, resulta más bien raro encontrar alguien capaz de notar la verdad evidente de que la patria prefigurada en ese poema por el jerezano, anduvo de aquí para allá durante varias décadas, presidiendo los mejores momentos de nuestra poesía, ahondando los paisajes de Pellicer, tiñéndose de rubor helado en los convites de Gorostiza, acompasando los versos blancos de Paz, mudando de sexo en los febriles lechos de Villaurrutia, inflamando los arrebatos rojos de Efraín, aguzándole el doble filo a la ironía de Rosario, dejándose querer en las arrulladoras sonoridades de Sabines. Que muchos de estos clásicos no comparten tema, importa poco, pues comparten lo único que en poesía vale: imágenes esenciales y figuras posibles.
Como prueba de que el tema en estos ámbitos es cosa secundaria, sobran los ejemplos. Versando ambos sobre un velorio, describiéndolo con minucia, infiriendo a partir de lo narrado meditaciones sobre los muertos y los vivos, perteneciendo a todas luces a la misma parentela, poco comparten de fondo “La noche que en el sur lo velaron” de Borges y “Qué solos se quedan los muertos” de Bécquer. En el extremo opuesto, qué cercanos y dialogantes se miran “Elogio a Fuensanta” de López Velarde y “Entre la dicha y la tiniebla” de Eliseo Diego, siendo el primero enésima confesión adolescente de un provinciano amor prohibido, y el segundo amarga disertación de metafísicos tintes, a propósito de la mínima estatura de lo humano de cara al infinito.
“...y abajo mi conciencia, como una vela en una iglesia abandonada” dice Eliseo. Para entonces, Ramón hacía ya más de medio siglo que había declarado: “Tus ojos tristes, de mirar incierto, / recuérdanme dos lámparas prendidas / en la penumbra de un altar desierto”.
Ambas figuras son parientes secretas. No sólo eso, parece incluso como si dialogaran e imprevisiblemente se respondieran por encima del espacio, del tiempo, las sensibilidades, los estilos. Eliseo le ofrece al adolescente martirizado por su inmóvil amada, el consuelo de la desmesura que acabará borrándolo todo. Ramón duplica la llama solitaria del amargo sabio, oponiéndole al silencio de Dios la indescifrable elocuencia de los ojos del amor.
Y todo esto con apenas dos luces en medio de una iglesia a oscuras.

jueves, 16 de diciembre de 2010

HORIZONTES DE EXTRAVÍO


Habría que meditar con mayor atención y detenimiento qué tan excepcionales son en verdad los grados de virulencia de la violencia actual. No para, con irresponsable ligereza, pretender disimularlos o atenuarlos (menos aún disculparlos); no para, con visceral histeria, exagerarlos o exaltarlos (menos aún ponderarlos). Antes bien para asumir de manera cabal, a partir del delineamiento objetivo de nuestros niveles de envilecimiento y de indefensión, los auténticos márgenes de maniobra dentro de los cuales ha de ejercerse la reivindicación de nuestras responsabilidades humanas más elementales (aquellas que refieren a la dignidad como sustento elemental para la vida de la especie).
A menudo me parece, como a buena parte de mis semejantes, estar viviendo una edad de inédita ignominia dentro de la historia de la humanidad. Procuro entonces, pese al brutal poder paralizador de las prendas anecdóticas que —para demostrar o justificar la impresión— uno puede reunir con sólo estirar la mano, penetrar en las descomposiciones de fondo que la apocalíptica superficie a la vez denuncia y enmascara. Y por lo regular, tras el balance, la impresión lejos de corregirse se refuerza, impeliéndome a aseverar, en obediencia a algo que a estas alturas ya no sé si es perspicacia crítica o más bien lo contrario (acto reflejo condicionado por una lógica lineal de causa-efecto), que jamás la especie humana había asistido a una instancia tan radical, tan extrema, de extravío y absoluta pérdida de sentido.
Pero de pronto me pregunto si no estaré incurriendo en una magnificación sentimental (quién sabe hasta qué punto manipulada por las mismas inercias de las que supongo que mi desencantado y quisquilloso temperamento crítico me pone a salvo), en una impresión de superficie. Si no será justamente la inédita posibilidad de acceso cuantitativo al catálogo de prendas de la ignominia, ofrecida por los medios de información masiva, lo que nos hace suponerla inédita.
¿De verdad los méritos del hombre actual lo colocan en un sitial privilegiado, peculiarmente retorcido dentro de la vasta y vetusta genealogía del oprobio? Más allá de la novedosa parafernalia técnica a su disposición, ¿de verdad habrían palidecido los saqueadores de los imperios esclavistas de la antigüedad, los torturadores medievales o los mercenarios colonialistas del siglo XIX ante los cortadores de cabezas de nuestros modernos grupos delictivos?
Por supuesto, incorporar las prendas y los motivos de la atrocidad contemporánea como una estancia más dentro del muestrario histórico de la humana rapiña, entraña un doble riesgo inmovilizador. De un lado, el prejuicio nihilista de atribuirle al hombre una maldad, un sinsentido y una irracionalidad esenciales, que serían en última instancia los que lo caracterizarían, volviendo estéril, utópica y hasta contra natura toda tentativa de redención, así sea parcial. De otro, el comodino solapamiento que, reduciendo lo real a una fórmula preconcebida e inmutable (siempre ha habido luces y sombras y, por tanto, ningún espesamiento de sombra representará jamás un riesgo de extravío definitivo), cuanto consigue es excusar, elevándola a norma, la incomprensión y la indefinición de actitud y de acción ante su propia circunstancia y devenir.
Sin embargo, no menos equívocos resultan los corolarios de la opción contraria cuando se le convierte en axioma incuestionable: caracterizar la historia humana como un continuado, inexorable e irreversible descenso en pos de las simas últimas de la abyección. El presente como prevista estancia de paso en el tránsito sin remedio de lo malo hacia lo peor, y donde las opciones extremas del cinismo cómplice y el pánico impotente —en nombre de la supervivencia y la autoestima—, elevan la ignorancia al rango de virtud.
La conciencia sigue siendo el único fundamento posible para una virtud humana digna de nombre semejante. Pero no olvidemos que, a su vez, sólo merece el nombre de conciencia aquella que el humano hacer madura obra.

sábado, 4 de diciembre de 2010

JOVEN QUE QUIERES SER POETA

Imagen: Cecilia León

Hemos banalizado hasta los más vulgares extremos nuestra manera de leer poesía, nuestra
manera de leernos a través de la poesía.
Y así lo escribo. En esa primera persona del plural tan útil para el disimulo y la coartada, tan propicia para lanzar la piedra y esconder la mano, tan socorrida para revolver el aire a aséptico resguardo de su transparencia o de su irrespirabilidad, tan conveniente para enmascarar radical osadía las más mezquinas cautelas. Sin embargo, no me mueve la intención de acusar en flamígero abstracto, a fin de garantizar y garantizarme una conveniente y cómoda absolución en lo concreto.
Al hablar de “nosotros”, lo hago por puntualidad descriptiva, y me refiero a las inercias a través de las cuales es normada la vida literaria. Inercias que cada partícipe y usufructuario alienta, cultiva y salvaguarda en mayor o menor medida.
Todo empieza tal vez cuando, involuntariamente en algunos casos, con ventaja y alevosía en otros, el margen de sentido de la obra literaria va quedando circunscrito a los horizontes que delimita la literatura. La manifiesta evidencia de que la mayor parte de las cosas que se escriben son sólo literatura, y de que la mayor parte de los que escriben son solamente escritores, hace olvidar que ciertas obras literarias, siendo sin lugar a dudas literatura, son también algo más que literatura; que ciertos autores, siendo sin lugar a dudas escritores, son también algo más que escritores. Y semejante amnesia inhabilita para siquiera preguntar, para alimentar cuando menos la duda, de si en tales obras y autores no será a fin de cuentas ese “algo más” lo de verdad importante.
Pero la auténtica gravedad del problema no radica ahí. Tampoco en el hecho de que seamos capaces de reconocer todavía, así, en primera persona del plural, a esos autores y obras que son algo más que literatura como los legítimos y efectivos delineadores de los rostros y alientos esenciales del decir poético. El oprobio consiste en reclamarlos patrimonio preferente, cuando no exclusivo, de la literatura. Ambiguo botín de poder material, ideológico o llanamente onírico para los escritores, los críticos, las instituciones culturales, las casas editoras, los talleres, los escalafones académicos, los sistemas de becas, las carreras de letras.
Aterra contemplar cómo los jóvenes novicios, cada vez más temprano y cada vez con menos excepciones, restringen su horizonte de intuición, así como su margen de acción, aprendizaje y escritura, al sueño baladí de convertirse en escritores. Escépticos precoces de cualquier “algo más”, felices ignorantes de todo más allá, encaminan sus trabajos y sus ensueños hacia el objetivo primordial de publicar, ganar certámenes, impartir seminarios, ejercer desde arriba las paternidades tiránicas o benevolentes que hasta ahora han recibido desde abajo. Ser famosos. Odiados o queridos, pero famosos. Y hasta ahí. Non plus ultra. No ver, sino ser vistos.
Por supuesto, cada cuál es responsable de sus pies. Cuesta arriba o cuesta abajo, de cara a la infinita llanura o parado en el borde del abismo. Pero considero que parte del trabajo de escritor ha sido siempre, sigue siendo hoy todavía, recordarle a los otros, en general, el más allá donde poesía y literatura se dimensionan, justifican y proyectan patrimonio humano.
Por mínimo sentido de dignidad gremial, por elemental respeto al oficio en que nos hemos elegido, por humana complicidad y solidario reconocimiento, habría que recordarles lo que están en condiciones todavía de recobrar. Sobre todo si, de cara a la literatura, nosotros lo hemos perdido sin remedio. Y compartirlo no como ese sabio al que nadie necesita, ni como ese maestro que no pidieron, ni como ese hermano mayor al que envidian y detestan. Compartirlo como el llano compañero de ruta y oficio que somos, apenas con un tramo un poco mayor de zozobra y sospecha recorrido.
Joven que quieres ser poeta, novelista, cuentista, ensayista, dramaturgo. Recuerda. No llegaste a la literatura de la mano de la literatura; llegaste a la literatura de la mano de la vida. Gozar los privilegios de unos ojos, exige asumir las demandas de la travesía que los labró mirada.

lunes, 29 de noviembre de 2010

EL PUENTE


Camino de mi casa están alzando un puente. Un enorme puente, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
Dicen que lo entregarán al finalizar el año. Yo no lo creo. Ningún perito soy en ingeniería ni en infraestructura urbana, pero muchas semanas llevo de cotidiano y atento testigo de la obra. Y contrastando el ritmo de avance sostenido hasta ahora con la amplitud del plazo comprometido, las cuentas, cuando menos a mí, no me cuadran.
Presiento que lo mismo les sucede a los centenares de transeúntes que, como yo, están obligados a pasar todos los días por la zona de combate. La mayor parte de ellos, como yo, tampoco serán peritos en confección de puentes ni en administración de recursos humanos. Pero de seguro, como yo, también opinarán que, en materia de aplicación y de prodigio, a ojo de buen cubero poco hay que reprocharle a las cuadrillas de hombres y de máquinas responsables de la obra.
Me ha tocado, sí, escuchar tres o cuatro comentarios críticos y desfavorables hacia el trabajo en curso, que en mi calidad de absoluto neófito me declaro incapaz de calibrar en su justa dimensión. Que si es mejor alternativa aquel otro sistema, que si las construcciones previas elaboradas en base a este modelo o a este equipo y elenco dejan mucho que desear. Será el sereno. Tales comentarios han salido de boca de algún casual compañero del transporte público, de algún escéptico taxista, de algún aislado amigo. La mayor parte de los seres humanos que desfilan día tras día ante la evolución del puente, dejada de lado la irritación logística de primer plano, componen, como yo, la misma cara de asombro.
Sin embargo, son como siempre los niños quienes atinan a enunciar lo que todos miramos, sospechamos y esperamos, elevándolo así hasta la estatura y la dignidad de lo real. Son ellos quienes elogian en voz alta la belleza y el misterio de la maquinaria que corta, perfora, escarbar, recoge, aplana, levanta. Son ellos quienes enlistan en voz alta novedades y avances. Son ellos quienes en voz alta profieren intriga y maravilla ante los diestros albañiles que pululan por intrincadas telarañas de andamios, o ante el vuelo imposible del alado concreto que se espesa parvada sobre nuestras cabezas. A resguardo de los mezquinos pudores adultos, el niño no disimula cuán vigente, sin importar hasta qué punto amenazada, conservamos en nosotros la opción del entusiasmo.
Es hermosa la obra. Hermosa la consistencia material que adquieren los proyectos, los humanos ensueños, al alzarse de hierro y hormigón, al enturbiar de polvo alborotado el aire. La llamé zona de combate unas líneas arriba. Y eso es. Un abrir de zanjas que parecen trincheras, un delinear de empalizadas imbatibles, una implacable acometida de estruendos. Un avance y repliegue de motores que a feroces mordiscos seducen y transforman el paisaje. Los efectivos de infantería, montando guardia o yendo y viniendo de aquí para allá; empuñando pergaminos, marros, banderas, escobillones y flexómetros. Los efectivos de caballería, subidos a horcajadas sobre vigas, con un pie en el abismo mientras rematan el borde de los tramos ya concluidos, marchándose o llegando en bicicleta. Los efectivos de artillería al volante de sus bestias a diesel.
Miro delante mío el apurado paso de las gentes que caminan en pos del crucero próximo. Más rápido a pie que a vuelta de rueda, dadas las circunstancias. Puede ser el principio de la noche o el término da la madrugada; tanto da, la oscuridad es la misma. Hombres mochila al hombro, mujeres con niños, viejos de bufanda, adolescentes conectados al audífono. Una muchacha avanza en equilibrio por el borde de un zanjón; dos perros la contemplan sin ladrar a través de la alambrada de un lote baldío. No es hermosa. No como las paradisiacas playas de los cromos ni como las perfumadas pieles del celuloide virtual. Es fea. Como las yerbas marchitadas por la seca borrasca del asfalto; como los troncos de los árboles cortados para ampliar la avenida; como la grasa que lubrifica el acero, como el tableteo de los engranes.
Como luz de amanecer o atardecer sobre los muros; muros que en esta ciudad, lo mismo que en las otras, en su enorme mayoría no son de cantera. Como el eco de pasos y de voces en las banquetas cercanas cuando, aún inconcluso, vela solitario desde aquí el puente que están alzando camino de mi casa. Ese puente enorme, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
La muchacha prosigue su camino hasta donde no puedo verla. Entre la zanjas, junto a las empalizadas, a través de las trincheras. Osada, anónima desafiante y frágil. Es hermosa.

martes, 23 de noviembre de 2010

HOY LA VI



Hace algunos días, buscando música en la red, me reencontré con una versión en vivo de la canción “Hoy la vi” de Pablo Milanés. Tema interpretado desde siempre y para siempre a dúo con Silvio Rodríguez. Toda la vida (escuché aquel disco por vez primera hacia mis ocho años) me ha parecido que el tema original de estudio carece de la dosis de potencia medio cínica y de confidencia agridulce que música y letra sugieren. Demasiadas trompetas y demasiada postproducción, para mi gusto.
Hoy la vi, y tenía un rostro ajeno al que yo amaba.
A guitarra sola, la versión en vivo está cargada por el contrario de una fuerza y un júbilo peculiares. Mérito pienso no sólo de la canción en sí, sino también de los contextos inmediato e histórico dentro los cuales era interpretada. El concierto tuvo lugar en México durante los años de efervescencia por la revolución sandinista. Y para quienes la coreaban (a pesar de las inevitables connotaciones extralíricas que hasta la menos politizada pieza del canto nuevo latinoamericano en automático cobraba) esa canción en específico parecía sólo una canción de amor. Relato de cosas que pasaban únicamente entre los individuales protagonistas de pasiones sentimentales íntimas, pero no entre los hombres y la historia, no entre los afanes colectivos y sus efectivas obras.
El que dan unos años de no ser feliz.
Cada tanto, algún amigo, familiar o casual conocido mío viaja a Cuba. Llevo algo así como dos décadas agrupando las respectivas impresiones de cada uno en el mismo desván. Ciertos días me da por volcarlas y examinarlas sobre la mesa de soledad, sobre la conversación de café o sobre la página. Por cuanto a mí respecta, hasta ahora el azar, perversa o piadosamente, me ha dispensado acometer de cuerpo presente el iniciático viaje. Pienso la revolución cubana y su devenir desde mi cotidiano espacio, tratando de proyectar su radiografía espiritual y crítica en una perspectiva más amplia que las de la llana obcecación y el llano desencanto, aunque sabiéndome habitante de un espacio y un tiempo precipitados de manera radical hacia éste último.
Hoy la vi; y recordé la historia de un pedazo de mi vida, en que abrí la primavera bruta de mis años al amor.
Diversas gentes y medios anduvieron comentando hace unos meses la gira de Silvio Rodríguez por Estados Unidos, para promocionar “Segunda cita”, su más reciente producción discográfica. La tentación de editorializar el dato fue irresistible. Menudearon sobre todo los talantes de novia ultrajada (¿cómo puede hacernos esto?) y de furibundo inquisidor (¿ya ven, ya ven?). Entre los que sentían mancilladas sus ilusiones de juventud y los que sentían confirmados sus nihilismos de decrepitud, pocos parecieron interesados en escuchar música y letras para a partir de ellas dimensionar cabalmente la actitud que alimentan y resguardan.
Junto a ti, mi futuro de sueños llené. Pude identificar tu belleza y el mundo al revés. Nos miraban de muy buena fe. Nada cruel existía; si yo te veía, reía después.
No me interesa debatir qué tan buen poeta, qué tan mal compositor o que tan mediano guitarrista podrá ser Silvio. Gustos estéticos aparte, creo que lo que me lo ha perdurado como interlocutor entrañable es su perenne capacidad para estar siempre en el lugar equivocado. No por el lugar equivocado en sí, sino más bien por la honestidad, la coherencia y la vitalidad que semejante descolocación revela. Sospechoso de veleidades líricas individualistas y pequeñoburguesas en los días en que hasta para enloquecer constituía una obligación ser materialista dialéctico; reivindicador intransigente de su herencia revolucionaria cuando lo obligatorio era abjurar; pero, sobre todo, artífice de una obra negada a la comodidad de vivir de sus rentas, de repetir la fórmula exitosa; orfebre de una obra que después de cuatro décadas se mantiene viva, independientemente de lo afortunado o desafortunado que pueda resultar en específico cada uno de sus frutos.
Desperté la mañana que no pudo ser. No sin antes jurar que, si no era contigo, jamás. Que esa herida me habría de matar. Y heme aquí, qué destino, que ni el nombre tuyo pude recordar.
“Cada segundo es como el cobro por lo que resultamos ser” sentencia cierta letra de Silvio, en forma lapidaria. Cada vez que escucho esa canción, me da por sentir que quien está hablando es la mujer aquella, protagonista de “Hoy la vi”. Y que bien valdría pergeñar en versos un epílogo recordatorio de que semejante tipo de cobros nadie tiene la obligación de pagarlos. Entonces caigo en cuenta de que acometer tal recordatorio ha sido la lúcida, necesaria e incómoda tarea que Silvio viene cumpliendo durante los últimos años. Desde que los ángeles caídos fueron obligados a recordar y a recordarnos que son de carne y hueso.
Hoy la vi, y tenía un rostro ajeno al que yo amaba. El que dan unos años de no ser feliz.

sábado, 20 de noviembre de 2010

NARRATIVAS DE LA REVOLUCIÓN




El año 2010, que debería estar sirviendo como coyuntura para un balance autocrítico de la historia nacional, se ha convertido en un grotesco festín publicitario. Administraciones que, hasta churriguerescos extremos, adornan con membretes alusivos las prendas de su habitual incompetencia; una tecnocracia intelectual, académica y cultural que, sin ningún género de disimulos, manipula ideológicamente el pasado en servil legitimación de las inercias públicas que le dan de comer; las élites de un país camino del escombro, reduciendo la memoria a recurso mediático (espejito, espejito, ¿verdad que somos lo mejor que te ha pasado?).
Se ha puesto de moda escribir novela histórica. En buena medida, alentada por la misma vorágine. Habrá que esperar algunos años para que el tiempo salve las honrosas excepciones y devore con justiciero olvido todo lo demás. Esos kilos de novelas sin alma (y por tanto sin ningún alcance crítico, a despecho de sus promocionales aspavientos de superficie), escritos por encargo. Desconfía, querido lector. Desconfía de tanta narrativa de ocasión prometiéndote el desvelamiento de tu propio rostro. Te ofrezco diez propuestas a contracorriente sobre la Revolución. Sí, de verdad: a contracorriente. Pese a su previsibilidad casi escolar. Acaso de ahí provenga la intacta potencia que poseen. Llevan tanto tiempo diciéndonos con transparencia cosas importantes, que se nos han vuelto habituales y parecen inofensivas. Pero su mirada es tan elocuente y tan perturbadora como si acabaran de ser escritas; porque acaban de ser escritas, porque son permanentemente reescritas. Porque tienen mirada. Y la mirada no transa en pro de la novedad de enfoque; la mirada es el punto de partida del enfoque. Malhaya los novelistas que pretenden enfocar (y escandalizar con el enfoque) sin comprometer mirada. No puede enfocar quien no tiene ojos.
1. “Los de abajo” de Mariano Azuela. Demetrio Macías, interpelado por su mujer respecto a los motivos que lo hacen mantenerse en la lucha, arroja una piedra al barranco y dice “mira esa piedra cómo ya no se para”. A veces me pregunto si este episodio, por su brevedad, su sencillez y su alcance, no será a la literatura mexicana lo que el episodio de Don Quijote y los molinos de viento a la literatura universal.
2. “Cartucho” de Nellie Campobello. Ya puestos a las inútiles pero inevitables comparaciones, habrá que decir que este magistral contrapunto entre voz narrativa infantil y materia narrativa atroz, no le pide nada al poder, la entrañabilidad y la hondura de los relatos bélicos de un Ambrose Bierce o un Isaac Bábel.
3. “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. El lúcido y siempre oportuno recordatorio de que la ruina presente no es obra de políticos a secas, sino de políticos al servicio de una clase que le debe todo a la revolución, aun cuando despotricar contra la revolución siga siendo su deporte predilecto.
4. “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro. Causa escalofríos el alcance del puro título de esta novela de pretexto cristero, colocado en perspectiva nacional. Qué no será cuando juegas a probar profecía cumplida su conjunto. Nadie es inocente; nadie nunca lo fue jamás.
5. “Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia. Gracias a novelas como esta, podemos inferir lo que Aristóteles postulaba en la perdida segunda parte de su Poética: que a la hora de relatar, explorar y glosar la realidad, la comedia posee una estatura idéntica a la de la tragedia. Entiendo porque me río.
6. “El águila y la serpiente” de Martín Luis Guzmán. Nuestra narrativa haciéndose adulta. ¿Crónica, historiografía, biografía, ensayo, proclama, poetización, confidencia? Todo eso. Novela, con mayúsculas. El fresco más completo de las horas culminantes de la insurgencia popular. El muralismo de Orozco traducido en términos literarios.
7. “Pedro Páramo” de Juan Rulfo. No la divinices. Prueba leerla como pura novela de fantasmas (Juan Preciado y su rosario de aparecidos). Prueba leerla como pura novela amorosa (las pasiones de Pedro por Susana). Seguirá siendo el mejor y más sutil relato de la muerte de un país y el nacimiento de otro. Pero lo será a tu modo.
8. “La noche de Ángeles” de Ignacio Solares. Su autor lo expresará mucho mejor que yo: “esta novela surgió más de lo simbólicamente verdadero que de lo históricamente exacto”. Sólo añadiré que, a mi juicio, lo históricamente exacto no es más que el resultado de lo simbólicamente verdadero.
9. “Sombra de la sombra” de Paco Ignacio Taibo II. Si Dashiell Hammett, John Reed, Alejandro Dumas y Luis Villoro se hubieran puesto a trabajar a ocho manos, difícilmente habrían logrado algo equiparable. La mejor novela policiaca que se ha escrito en este país.
10. “Las tierras flacas” de Agustín Yáñez. La voz de la bruja ciega que, al final de la novela, interpela a los modernizadores que acaban de “salvar” al pueblo del cacique rural que los sojuzgaba, sigue retumbando debajo de nuestros pies. Probablemente sea su eco el que está haciendo estremecer y cuartear últimamente esta tierra. La flaca tierra que nos han dado.

martes, 16 de noviembre de 2010

HISTORIA Y RELATO


En “Fin ineluctable de Venustiano Carranza”, Martín Luis Guzmán alcanza uno de los momentos más brillantes y depurados no sólo de su vasto, fecundo legado narrativo, sino de la crónica mexicana del siglo XX.
El texto narra el amargo y lastimoso peregrinar final del jefe del constitucionalismo, cercado por los barones de Sonora (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Pablo Gómez), desde su salida de la Ciudad de México hasta su asesinato en el mísero caserío de Tlaxcalantongo. Y resulta notable por razones diversas.
Basta una superficial ojeada a “El águila y la serpiente”, su obra emblemática, para advertir la nula simpatía que Carranza le inspiraba a Luis Guzmán. Su vertical autoritarismo, la subordinación de la causa revolucionaria a la presunta infalibilidad de su propia figura, su debilidad por los aduladores y su ferocidad contra la discrepancia (no se diga ya contra la oposición) serían razones decisivas para el alineamiento del escritor e intelectual con el villismo primero y con los convencionistas después.
“Fin ineluctable de Venustiano Carranza” no oculta jamás hasta qué punto se habían mantenido intactas tales impresiones con el paso de las décadas. Mediado el siglo XX, Luis Guzmán seguía alimentando un profundo y sincero anticarrancismo, en todo caso depurado e incrementado por el desenlace de una revolución para entonces ya contemplable en perspectiva panorámica.
No obstante, sin ocultar en ningún momento su partidismo, sino antes bien convirtiéndolo en otra eficaz herramienta testimonial y crítica, lo que Luis Guzmán termina por consumar a través de su implacable crónica es más que un cuadro humana y lúcidamente condolido; acaba por resultar un recuento francamente compasivo, secretamente solidario. Pintados fuera de contexto, reducidos a prenda anecdótica, ciertos rasgos del primer jefe del constitucionalismo, como su obcecada convicción de que todo estaba bajo control, su imperturbable actitud hasta en los momentos más urgentes y comprometidos, o su escrupuloso cumplimiento de las formas desde el vórtice mismo de la catástrofe, servirían acaso como superficial y despiadada sátira para engordamiento y aderezo de mil lugares comunes. Recuperados sin énfasis ni disimulo sobre el fondo de interesadas esperanzas, desesperadas lealtades, inquebrantables fidelidades y desbandadas traiciones que enmarcó su marcha hacia la muerte, se embebe de transparencia trágica.
Nada de lo cual tendría en sí mismo relevancia, como no fuera para especialistas, biógrafos y curiosos, de no ser por el aleccionador alcance de semejantes virtudes cuando se dimensionan en toda su amplitud nacional, histórica y literaria. El poder y la vigencia de la novela de la revolución son explicables, íntegros, a partir de la lectura de esta breve obra maestra. La contradictoria complejidad de la gesta revolucionaria transversalmente diseccionada a partir del relato de un personaje, un episodio, una travesía, un momento culminante; el impiadoso deslinde de la virtud y la ignominia como prendas imprevisibles e intercambiables en la configuración del destino patrio.
Relatar no suple ciertamente las tareas de deslinde y esclarecimiento reflexivo que sólo método y sistema validan. No tiene por qué hacerlo. Pero existe también el peculiar e incisivo rigor del relato puro, que cuando se ejerce con el talento y el oficio necesarios consigue un alcance proporcional al de la más lúcida y sustentada de las meditaciones analíticas. Iluminando sin simplificar la historia en los más íntimos e intrincados nudos de su contradicción. Articulando memoria compartible la compleja urdimbre de nuestro propio devenir.
Sepamos o no estar a la altura que su ejercicio demanda, narrar sigue atesorando, intactos, le pertinencia y el poder que hace casi tres mil años supo Homero trasvasar del canto al cuento, nunca tan sinónimos como ahí.
Sigue cantando, oh diosa.

sábado, 6 de noviembre de 2010

UN FUEGO HELADO


Ayer viernes fue en Morelia un día muy frío. El día más frío de lo que va de esta mitad del año, hasta donde consigo recordar.
Había ya oscurecido, y estaba yo explicando a mis alumnos las funciones del diálogo teatral, cuando llegaron al teléfono celular las primeras noticias de la ciudad en llamas. ¿Un auto, una casa, una calle, una colonia? ¿La ciudad entera? Traía en la cabeza las endecasílabas ascuas del amor constante de Quevedo, entreveradas con el fuego octosílabo de la Inés de Zorrilla; así que no hice mucho caso.
Cuando salí de mi clase nocturna no advertí nada raro. Para afrontar el gélido camino de regreso me subí el cuello de la chamarra y leyendo me extravié en las cálidas selvas de Borneo. Abordó el camión una muchacha de minifalda a cuadros, tableteada, y calcetas negras hasta la rodilla; su novio le cargaba la mochila y se fueron besando largo rato, con vocación caníbal, en el asiento de junto. Crepitaba la osada piel de los muslos desnudos, crepitaban las manos impacientes, crepitaban buscándose los labios; como las mejores fogatas, como los mejores sueños. Al mirarlos bajar les presentí vocación de motel y les deseé en silencio el más febril de los insomnios, el más abrasador de los naufragios.
Hasta mi celular seguían llegando intermitentes atisbos de la ciudad en llamas. ¿Una balacera, un bombazo, una persecución? El temprano punto de la salida a Quiroga que tuerce hacia mi hogar no ofrecía espectaculares novedades. Una concentración algo más nutrida de lo habitual en la parada del crucero, tránsito vehicular algo menos congestionado de lo habitual para una noche de viernes.
Ya en casa pude reunir con más coherencia los primeros fragmentos de rumor. No daban para mucho todavía. Esperé las noticias. Mientras tanto, llamadas y mensajes precautorios para informar y saber que en el más inmediato radio de calor que el corazón abarca estaban todos bien.
Ninguno de los dos noticieros nacionales mencionó el suceso durante su resumen inicial. Y hubo que recetarse el panegírico presidencial disfrazado de informativo sobre otra balacera en Matamoros, así como los promocionales del grotesco reality show llamado “Iniciativa México”, antes de conocer la reconstrucción preliminar de los hechos completos
Ahora, mientras escribo, no todos los detalles están claros todavía. Y seguro que tampoco ahora, mientras lees. Ni lo estarán mañana. Por falta de datos o por sobra de intereses, por énfasis o por disimulo, por rumor o por silencio, por incredulidad o por fantasía. Pero los detalles no siempre resultan imprescindibles cuando de conocer la verdad se trata.
Mirando esas heladas llamas en la pantalla de la televisión, en el blanco y negro de las páginas del periódico, en los claustrofóbicos debates de internet, me decía, me digo, me diré, que no revelan nada que no supiéramos de antemano. Habitamos una ciudad sitiada, un estado sitiado, un país sitiado.
El viernes por la noche, durante varias horas, nadie podía entrar o salir de Morelia. ¿Estado de excepción? No me parece. Más bien el énfasis dramático de una norma atroz. La capacidad demostrada se limita a evidenciar que el resto del tiempo podemos pasar porque nos dejan pasar. Lo mismo que en Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey o Apatzingán.
No quiero multiplicar páginas amarillas. No quiero sumarme al cómodo, estúpido e insustancial coro de los ciegos corderos que se preguntan por qué a ellos, tan buenos y pacíficos, el azar les depara cosas tan malas y violentas. Aristóteles y Eurípides me enseñaron hace mucho tiempo que sólo estamos realmente perdidos cuando nos abandonamos en manos del terror y de la compasión.
No siento lástima por Morelia. No le temo a Morelia Pero me duele hasta los huesos esta noche de puertas sin salida, esta asfixia meticulosa y delirante, la brújula perversa de esta guerra sin aparente brújula, este fuego que quema y que devora sin sombra de calor. Y me indigna hasta la rabia el modo con que tantos pretenden llamarse a histérica y pública extrañeza, cada vez que una espectacular anomalía viene y desnuda la regla cotidiana de que comen y lucran.

jueves, 4 de noviembre de 2010

VACÍO

Aprendemos en silencio el valor del vacío. Y es encima de él que construimos los muros de la casa, nacidos así salvos de hundirse por su peso. Con el vacío llenamos el hueco de las puertas, y le abrimos su marco a las ventanas, y ganan los pasillos la extensión de su trance y su tránsito.
Está hecho de vacío ese corte angular que llaman escalón. Con vacío se traza la amplitud de los quicios. De vacío se llenan las estancias para que sea posible soñarlas ocupadas.

martes, 26 de octubre de 2010

EL IMPERIO DE LA LEY


La ley es orden, pero un orden que debe circunscribirse a la justicia. De otro modo pierde toda legitimidad y se vuelve mera simulación, mera mascarada. La ley que ha dejado de ser expresión racional de la justicia no ordena la anarquía: la erige norma, y —cuando los recursos no le alcanzan para disimularla— se limita a justificarla y a reservarse discrecionalmente dentro de ella el ejercicio de la fuerza.
La ley es razón, pero razón que debe circunscribirse a la justicia. De otro modo renuncia a la validez para volverse mero cálculo, ardid, estratagema. Cuando la razón deja de ser medida justa de la ley, se limita a impostar coherencias legales y mediáticas para el ejercimiento institucional de la infamia.
Lo que lleva al poder existente a colocar fuera de la ley todo aquello que dé visos de atentar contra él, esto es, de arrebatarle sus prebendas, no es una mera desavenencia teórica, sino que remite a intereses concretos, que es preciso identificar en toda la amplitud de su urdimbre. El imperio de la ley como sinónimo de orden represivo contra el derecho elemental del ciudadano a plantearse una forma distinta de gobierno, no debe ser atribuido en exclusiva a los políticos, sino sobre todo a aquellos verdaderos depositarios del poder; aquellos para los que la ley como imperio reserva sus verdaderos beneficios.
La ley no es obra divina, inmaculada e infalible. La ley es obra de fuerzas históricas reales, que al configurarla dieron expresión a intereses reales, muchas veces condicionados por una situación concreta. Tal es el caso de la Constitución de 1917. Más allá de la hueca retórica propagandística que la enarbola como insuperable modelo, y sin menoscabo de su importancia y de sus méritos, ya en su momento conciliaba o intentaba conciliar un contradictorio haz de posiciones ante el país, obligadas a pactar. Suponer que las enmiendas y reformas efectuadas en ella a lo largo de ya casi un siglo no han seguido otro cauce que el de una improbable Luz del Derecho, puesta por encima del devenir real de los conflictos de la nación (no hubo setenta años de paz social, hubo setenta años de disidencias aplastadas), representaría menos un síntoma de candidez que de irresponsabilidad histórica.
Cuando la ley puede romper o condicionar a capricho sus vínculos con la razón y la justicia históricas, es menester renovarla.
Para quienes hoy con ciega virulencia exigen orden por encima de todo, la ley constituye apenas una coartada. Apego enceguecido al código existente y al interés privado que en los hechos se encarga de salvaguardar. No a la ley como expresión racional de la justicia. No al Derecho como garante de legitimidad universal.
Más allá, contra lo que la circunstancialidad nacional pueda mostrar de facto, el espació de acción para aquellos que en apego a la justicia quedan fuera de la ley, no queda restringido a la violencia, ni pasa en primer término por ella, sino que demanda un redimensionamiento del hacer político, capaz de plantear no sólo alternativas bienintencionadas a la realidad existente, sino de articular las fuerzas reales capaces de llevarlas a efecto.
Hay modos diversos de estar fuera de la ley. Dando cauce a una tendencia histórica legítima, capaz de reconstituirla (y de otorgar nuevos fundamentos para el orden público). Quebrándola sin brújula, por mera tensión acumulada.
Dar visceral salida al hartazgo, por legítimo que este pueda ser, no coloca encima de la ley, sino debajo de ella, inerme. Convertir dicho hartazgo en botín propagandístico, sin viso alguno de solución para la demandas particulares que lo hacen detonar, no digamos ya para redimensionarlas con una perspectiva y un alcance más amplios, entra íntegramente dentro de la envilecida norma de la legalidad existente.

martes, 19 de octubre de 2010

PÁGINA BLANCA


El mítico mal de la página en blanco (el escritor parcial, transitoria o definitivamente derrotado por la sequía creadora), pareciera corresponder sobre todo a la esfera narrativa, y de modo específico a la novela. No porque poetas, cuentistas, ensayistas y dramaturgos sean impermeables a él, sino quizá porque es en el novelista donde sus prendas se decantan de modo más literario hacia el melodrama y la tragedia. Hasta cierto punto, puede decirse que las diversas formas en que los novelistas se vuelven de pronto incapaces de escribir han terminado por configurar su propio género autónomo.
En el horizonte del quehacer novelístico, quedarse sin novelas para escribir es una aterradora posibilidad siempre latente, una condición irrecusable para ejercer, un sello de identidad consustancial al oficio. Acaso tenga que ver con las específicas magnitudes de la disciplina, o con los sobreentendidos culturales a través de los cuales la edad moderna pasó a convertirla en estanco estelar del decir literario; lo cierto es que el miedo a que la obra recién terminada pueda ser la última, jamás acechará en los terrenos de la poesía con la aterradora sugerencia de norma potencial que adquiere en la novela.
El silencio del poeta o del cuentista siempre tiene algo de íntimamente virtuoso. Lúcida aceptación y valeroso acatamiento de la supremacía de lo indecible; esmerado y paciente destilar de recursos expresivos en pos de frutos estilísticamente inapelables (la perfección formal como sinónimo o al menos privilegiada vía de acceso a la plenitud espiritual); contención intencionada, ruta de trabajo, conquista totalizadora del decir a través de los alcances del callar.
Sin embargo, lo que en Torri o Gorostiza constituye una ganancia inapelable, en Rulfo sabe a premio de consolación. Cuando elogiamos el magro cuentagotas expresivo del cuentista o del poeta, lo hacemos contrastando hipótesis y conjeturas sobre la desventajosa evidencia de lo que escribieron. Cuando hacemos lo propio con el novelista, no logramos quitarnos de la cabeza las novelas que hubiera podido llegar a escribir.
Y daría la impresión de que semejante estado de cosas no se limita a mera ilusión óptica por parte del lector. Las meditaciones de Julio Torri en torno a los motivos, los sentidos y los efectos que alientan la parquedad de su obra, jamás lindan con la preocupación —no digamos ya con el lamento— sino antes bien con la jactancia. Las explicaciones de José Gorostiza o Alí Chumacero respecto a los amplios espacios de silencio que enmarcan su poesía, están dictadas por el llano sentido común de quien conoce a fondo las peculiares exigencias materiales y temporales de su oficio. Por el contrario, así sea de manera susurrada y marginal, hay algo de inocultable amargura en los escasos apuntes personales que Juan Rulfo consagró al tema de su sequía creadora tras la aparición de Pedro Páramo; nada que ver con la controlada ecuanimidad de su mutismo ante la prensa y los colegas.
El novelista que no continúa escribiendo adquiere toda la traza de un infractor, y vive como en falta, como incumpliendo una responsabilidad. Poco importa que esgrima o le esgriman a modo de argumentación precautoria el catálogo bastante más nutrido de aquellos escritores que después de la novela maestra (o las novelas maestras) hubiera sido tal vez deseable que no volvieran a escribir nada más. Comulguemos o no con la especial perspectiva de sus travesías mayores, nos sentimos más tentados a la indulgencia con las penosas adendas de un Carlos Fuentes o un Fernando del Paso, que con el inmanejable silencio del autor de El Llano en Llamas.
Una excepción mayor (las menores abundan) a la implacable norma pareció sostenerla durante décadas Josefina Vicens con “El Libro Vacío”, de 1959. Más de dos décadas de inmaculado silencio novelístico tras una obra perfecta, hasta que en 1984 la publicación de “Los años falsos” vino a replantear, para los interesados en el tema, la incómoda realidad creadora del paréntesis. El contrastante tema de ambas obras viene a ser en este caso lo de menos; la estatura de clásico de la primera y el tono de obra menor de la segunda también. Leyendo “Los años falsos”, cualquiera que haya transitado con voluntad de hacedor las estancias del género novela, descubre entrelíneas el febril empeño de una hermana de sangre por sustraerse a la monstruosa estirpe de los que no pudieron escribir nada más.
Tal vez ahí esté el término clave. Pueden haber poetas y cuentistas que no quisieron escribir nada más. Para el novelista, no escribir más significa no haber sabido escribir nada más.
No niego que sea posible agrupar ejemplos en sentido inverso. Novelistas copiosos hasta el despilfarro o conformes con su escasez, poetas atormentados por haber enmudecido o perseguidos por el fantasma de la obra cumbre que nunca volverán a ser capaces de escribir. Pero presiento que no anda demasiado desencaminada del silencio por un lado como valor poético y cuentístico, y por otro como desvalor novelístico.
A nadie que haya escrito una novela lo deja dormir el fantasma de la novela que no ha escrito todavía.

sábado, 9 de octubre de 2010

LA RAZA Y SU DÍA

Siendo octubre, aproximándonos ya al cierre de este año de meditación y de exhibición de credenciales a propósito de los modos y significaciones de encarar y acometer las efemérides, no estará de más consagrarle algunos apuntes al llamado Día de la Raza.
Entiendo y censuro, como cualquier latinoamericano pensante, que la fecha se asimilara durante largo tiempo, y se siga asimilando todavía en algunos ámbitos, a una hueca inercia festiva por obra de la cual, durante veinticuatro horas, volvíamos a asumirnos súbditos jubilosos o al menos conformes de la corona española. Como si lo que estuviera celebrándose fueran las hazañas navales, militares, políticas, religiosas y carniceras de Colón, Cortés, Quiroga o Pizarro.
Entiendo y comparto la irritada vehemencia con que muchos latinoamericanos, encabezados por los pueblos indígenas en tanto depositarios directos de la herencia social, política y cultural precolombina, vienen obligándonos a cuestionar desde hace décadas la perspectiva, el sentido y la legitimidad de tal celebración.
Pero disiento radicalmente de cuantos pretenden caracterizar al Día de la Raza como una efeméride deleznable, cuyos contenidos quedan circunscritos al oprobio. Como en todos los vértices culminantes del devenir histórico a partir de los cuales se ha redefinido nuestra opción de ser, el 12 de octubre exige ser discernido del modo más puntual, alejándonos lo mismo de la banalidad conciliatoria que de la impostación rencorosa.
Este continente no terminará de ajustar las cuentas con su pasado mientras no deslinde con absoluta e implacable transparencia las responsabilidades del genocidio y del despojo sobre el que fue erigido. Pero tampoco ganará derecho pleno sobre su presente mientras pretenda circunscribir el reflejo del rostro que es a la medida del espejo de lo que fue.
El Día de la Raza no es el día ni de aquellos vencedores ni de aquellos vencidos, sino el día de esta desgarrada, multiforme, contradictoria y prodigiosa resultante. La infinita gama del mestizaje que se extiende desde la Patagonia hasta saltar la línea del Río Bravo. ¿Mucho de por medio para lamentar, para maldecir, para condenar, para llorar? Sin duda. ¿Mucho para cuestionar, reflexionar, conmemorar, analizar, discernir? Por supuesto.
Pero también, según mi juicio, mucho para celebrar, festejar, cantar, zapatear, corear. No con el tono descafeinado y políticamente correcto de los herederos de nuestras oligarquías criollas, para quienes el alcance de la sangrienta mixtura americana se reduce al chocolate con churros o a los chiles en nogada durante las tertulias de postín, o al huipil de marca a lomos de jaguar high-definition como una estrella más del canal de la familia mexicana; no con la piedad del amo blanco que se jacta de darle a su chacha morena el mismo trato que a sus mejores y más finos perros.
Con el tono de derecho conquistado del comunero de Santa Fe de la Laguna que funde vihuela de por medio armonías andaluces, salmodias purembes y reivindicaciones zapatistas. Con el tono de futuro posible de la mulata ecuatoriana que sopla jugueteando una zampoña mientras la televisión reseña el intento golpista en Guayaquil. Con el tono de esperanza proscrita del negro que en Puerto Príncipe se asoma a la ventana para sentir la brisa y contemplar el cielo sin estrellas. Con el tono de azoro desafiante del rubio adolescente porteño, que cerca de Belgrano le rescata a un bajo eléctrico los acentos de candombe de los mejores tangos. Con el tono de intimidad abierta, de generosa lucidez y de abrazo fraternal con que las páginas de José Martí le hablan sin distingos al mestizo con predominio indígena, al mestizo con predominio africano, al mestizo con predominio ibérico, y al mestizo sin predominio identificable.
Basta ya, carajo. Basta ya de mirar la hora de nacer como la hora de empezar a arrepentirnos por haber nacido.
Viva la raza.

miércoles, 6 de octubre de 2010

HIDALGO DEMIÁN




Cuando anduvo rodándose por Morelia, el título manejado para la película no era el que finalmente ostenta en cartelera, sino uno menos rimbombante y pretencioso: “Hidalgo Moliere”. Hasta marzo del año en curso, todas las notas periodísticas consagradas a ella continuaban llamándola por el mismo nombre. Así que fue de cara a sus últimos seis meses de promoción preestreno, cuando los responsables de publicitarla decidieron jugárselo a todo y nada por los terrenos menos imaginativos de la convención mediática.
Tengo la impresión de que este detalle, en apariencia tal vez irrelevante, bien puede servir de eje a la hora de procurar discernir con mínimo tiento los tinos y desatinos de “Hidalgo, la historia jamás contada”. Si, desde la concepción misma del proyecto y la escritura del guión, el equipo de trabajo se hubiera centrado en los horizontes que el título “Hidalgo Moliere” propone, hubieran evitado la mayor parte de las desmedidas promesas que “la historia jamás contada” acaba por incumplir.
La cinta se centra en el período que Miguel Hidalgo pasa en San Felipe Torresmochas, Guanajuato. Y emplea de leitmotiv central una puesta en escena del Tartufo de Moliere, que el párroco habría llevado a cabo con moradores del lugar.
No cabe duda de que semejante núcleo narrativo ofrecía por sí mismo un material más que fecundo para aludir con amplitud al pasado y al futuro del Padre de la Patria: refiriendo desde el presente, sin la menor necesidad de ilustrarlos, sus años formativos y sus años de insurgencia. Pero el peso de los monolitos es grande. Sobre todo cuando, sin importar cuánto empeño ponga tu discurso en denostarlos, acaban colándose por la puerta trasera.
De acuerdo con todos los participantes del proyecto, desde los productores hasta los miembros del elenco, pasando por el director Antonio Serrano y el guionista Leo Mendoza, “…la historia jamás contada” pretende apartarse de los lugares comunes con que acostumbramos ver rodeado y construido al héroe, para mostrarnos su lado humano. Pero en vez de asumir dentro de sus quizá modestos y poco escolarizables términos la anécdota base planteada, ceden desde el primer momento a la previsible tentación de convertirla en glosa directa de los momentos institucionalmente definidos como culminantes. Como si a final de cuentas no confiaran en que la historia del hombre común, por quien en teoría han optado, fuera a bastarse por sí misma.
El problema no radica en que alternen ciertos antecedentes formativos y ciertos ruinosos consecuentes del personaje histórico elegido, con el desarrollo de una línea argumental bien específica, sino que los diversos elementos jamás terminan de justificarse entre sí. No de cara a la historiografía, ni de cara al gusto de la crítica, ni de cara a la particular idea que cada cual pueda tener respecto a los motivos y las obras del futuro párroco de Dolores; de cara a la coherencia de la propia historia que están tratando de contar.
Según mi parecer, la aventura referida es la de un eclesiástico criollo algo maltrecho, debido a la dinámica social de su tiempo y a las concretas enemistades que por carácter y obras se ha granjeado; un hombre que, lejos del centro de ilustración urbana que le era propio, se empecina en defender su gusto y su derecho por todo aquello que el orden dominante en torno suyo juzga políticamente incorrecto: lecturas, amistades, placeres, hábitos. Según mi parecer, el hecho de que el espectador sepa de antemano a qué figura del santoral nacional aluden dichas peripecias, bastaba por sí mismo para generar todas las sugestivas alusiones que la propuesta pretendiera colocar sobre el tapete.
Acaso les haya parecido un planteamiento en exceso marginal. Acaso a fin de cuentas la tentación del bronce (poco importa que se trate de mostrarlo oxidado), resulte irresistible cuando se pisan este tipo de terrenos. Acaso, puestos a conseguir el premio que en última instancia posibilitó el rodaje de la cinta, fuera indispensable asumir un compromiso de ilustración didáctica más ambicioso (“ofrecer una amplia y necesaria panorámica de la vida del héroe” o algo así; esa jerga que todos los aspirantes a beca hemos contribuido a depurar desde el salinismo hasta la fecha).
Contra lo que pueda parecer a simple vista, contra lo que genuinamente puedan suponer los artífices al respecto de su obra, contra lo que estén condicionados a impostar por razones publicitarias, exhibir devastada y confusa a una figura habitualmente infalible y victoriosa no entraña ninguna innovación de fondo, sino apenas un cómodo, convencional y efectista matiz de grado.
El protagonista de Hidalgo Moliere oscila, sin casi consentir ninguna tonalidad intermedia, entre el arrebato impulsivo y el llanto impotente. Lo cual basta y se justifica de sobra como eje y motor para la historia central que está narrándose; esto es, de cara a las vicisitudes de un clérigo caído en desgracia, que desde su peculiar exilio se aplica a reivindicar con intransigencia sus más mundanas convicciones. Sin embargo, de cara al bosquejo biográfico e histórico general que la película aventura con pasajes ajenos a ese núcleo anecdótico (los años de formación de Hidalgo, así como sus últimos días de enjuiciado, reo y fusilado) resulta precario a todas luces. Ni el más acérrimo anti-hidalguista del mundo se atrevería a omitir, como rasgo definitorio del héroe, la lucidez, pero el personaje configurado por Antonio Serrano y Leo Mendoza no da visos de semejante virtud por ningún lado, en ningún momento. Nadie podría creerlo perito en escolástica ni estratega político.
Si la intención era presentar la obra histórica del padre de la patria como fruto de la pura obcecación y la pura amargura, alineándose con los oficiosos redactores de la historiografía neoliberal, la cinta tendría que haberse preguntado cómo iba a reelaborar, asimilar o disimular todas aquellas zonas de la vida y la personalidad de Hidalgo imposibles de explicar a partir de la calentura o el berrinche.
Si, como quiero más bien creer, de lo que se trataba era de mirar al héroe dentro de una perspectiva específica bien delimitada, para en todo caso provocar en el espectador, a partir suyo, inferencias de más amplio alcance, debió renunciarse no sólo a la grandilocuencia épica sino también a la grandilocuencia patética.
Ni abrazo de despedida con Morelos, ni sangriento pinchazo de inquisidor en la calva. Solamente Miguel, que llega a caballo a su destino, que se arropa en toda suerte de intrigas provincianas (eco distorsionado de la política de las grandes capitales), que se rodea de una pintoresca galería de personajes secundarios (varios de ellos memorables), que se aplica a traducir y representar el Tartufo como un acto de revancha; y que baila, y que mira, y se opone, y se indigna, y bebe, y desea, y fornica, y ama. Una historia de amor con final feliz, que le dejara a la audiencia el azoro y la duda de un Padre de la Patria desligado de su ministerio religioso y viviendo con mujer (“¿y después?, ¿qué pasó después?, déjenme con las ganas de conocer pasada la película mi historia que no me sé”). Acaso únicamente, como guiño final para todos los más allá de la Historia con mayúscula, la pregunta a Ignacio Allende camino de Dolores (“¿le gusta a usted el teatro?”).
Conste que no estoy inventando nada. Todo lo enumerado está en Hidalgo Moliere. Todo lo enumerado —me atrevo a aventurar— era Hidalgo Moliere. Antes que una relectura provocativa de Hidalgo so pretexto del bicentenario, más bien un homenaje al oficio teatral so pretexto de mirar a Hidalgo de cuerpo entero. Pero cuesta trabajo cumplir con “una” historia jamás contada cuando se calculan los réditos de prometer “La” historia jamás contada. Los resultados están a la vista.
Y es una pena. Por todo lo ya dicho, pero sobre todo por la magnifica interpretación de Demián Bichir. Acaso exagere, en función de la incondicional simpatía que el actor me ha causado siempre, pero creo que al margen del naufragio argumental en que se entrampa la cinta, y de la limitada y contradictoria gama de registros planteados a partir de ahí desde la dirección y el guión, nunca la pantalla ni grande ni chica había conseguido presentar un Miguel Hidalgo semejante. Y los ejemplos contemporáneos para contrastar abundan. La distancia entre el Hidalgo de “Gritos de muerte y libertad” y el de Bichir, es más o menos la que separa al Hidalgo mural de Orozco de las estampitas de papelería.
Por lo demás, la tentación de disculpar la película en función de su actor, me la refrena el personaje. Junto con los méritos que son del dominio público, acaso el legado más importante que Miguel Hidalgo y Costilla dejó para nosotros, haya sido esa incómoda manera suya de responsabilizarse de sus hechos, y no sólo de sus buenas intenciones.

viernes, 17 de septiembre de 2010

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA


La escuela donde cursé la primaria se llamaba “Libertadores de América”. Tenía un himno propio, cuyas estrofas y tonada repetían punto por punto cuantos lugares comunes uno espera de las obras de su género. Niños como abejas en el panal del Saber, héroes como antorchas en el templo de la Historia. Cosas así. Al cantarlo, todos los alumnos, sin movernos de nuestro sitio, debíamos simular que marchábamos.
En primer año me enamoré de una niña llamada Sol. En segundo año, mezclado con la facción masculina de las últimas filas durante los actos cívicos, me acostumbré a corear “sepuestro” en lugar de “sepulcro”, y a sustituir a voz en cuello lo de “ciña, oh Patria, tus sienes de oliva, de la paz el arcángel divino” por un no menos incomprensible “si ya Patria tu sien es de oliva, de la paz, de la paz, del divino”; como todos los demás, trataba de imaginar la cara de Masiosare, y remataba el juramento a la bandera diciendo “resistencia” en vez de “nuestra existencia”. En tercer año me obligaron a casarme en una kermesse. En cuarto año fui Vicente Guerrero durante los festejos de septiembre; mis patillas y mis entonces suficientes rizos entusiasmaron a la maestra, mi madre le disimuló los rótulos de US NAVY a mi chamarra azul celeste con borrega, y yo anduve todo el rato lidiando por mantener pechera de papel terciopelo rojo y charreteras doradas en su sitio. En quinto año me mudé de la Independencia a la Narvarte.
En sexto de primaria, fui sargento de la escolta por una breve temporada. Episodio en el que quiero demorarme con mayor pausa que en los otros.
Lo habitual durante la ceremonia de honores a la bandera, era que habiendo recibido de manos de la directora nuestro lábaro patrio, este cuerpo honorífico permaneciera en el centro del patio, presidiendo desde ahí los diversos números programados para el día. Pero sucedió que, con motivo de la visita de un inspector de la SEP, se había preparado una coreografía especial cuya realización contemplaba desplazamientos por el patio entero. Así que a mitad del evento, una atribulada profesora corrió a informarme que había que mover la escolta con todo y bandera, porque estorbaba.
Empotrarnos en nuestro puesto de partida era una maniobra contemplada para el final de las ceremonias, cuando devuelto el lienzo tricolor a su vitrina podíamos transitar en fila india a las espaldas de la banda de guerra. Hacerlo sin romper formación exigía improvisar. Improvisar ante los ojos apremiantes no sólo del estudiantado, de la planta docente y de la autoridad administrativa en pleno, sino también de la suprema encarnación de terror institucional conocida por todos los presentes (“va a venir el inspector, va a venir el inspector”) suponía un reto capaz de hacer temblar, estoy seguro, el pulso del más imperturbable general insurgente.
No pasó por mi cabeza ordenar media vuelta. No me atreví a aventurar una larga serie de conversiones que hubieran prolongado para todos el impás y la tortura. Cuanto se me ocurrió fue ordenar marcha atrás. Y marcha atrás volvimos a nuestro sitio, despejando el patio.
Al final del evento, algo descompuesta y poco menos que trémula, la subdirectora de la escuela vino a explicarme con acentos flamígeros que nunca, bajo ninguna circunstancia, la bandera nacional da marcha atrás. Como no había galones que arrancarle de la manga a mi suéter azul rey, perdí el cargo de sargento sin ceremonias y sin derecho a apelaciones. A las pocas semanas, mi hermana la segunda recibiría una severa reprimenda por romper un tambor, debido según el profesor responsable a su desordenado e impetuoso entusiasmo.
Si es verdad que México tiene y tendrá ya para siempre por patria al melodrama, confío en que estos sencillos datos, estampas y apuntes basten para resumir la específica propensión de mis azares y mis elecciones a la hora de habitarlo. Va mi espada en prenda.

sábado, 4 de septiembre de 2010

MORELIA Y FANTASMAS PATRIOS



I
Hace algunos meses, tanteando en internet la primera oleada monográfica que los festejos del bicentenario de la independencia han venido desde entonces espesando (con más prisa que sentido y más atingencia burocrática que conocimiento de causa) desde páginas institucionales, dominios comerciales y blogs independientes, llamó mi atención que una biografía de Josefa Ortiz de Domínguez mencionara a Valladolid como su ciudad natal. Y llamó mi atención no porque fuera yo un experto conocedor del tema, sino justamente por lo contrario. Llevo dos tercios de mi vida viviendo en Morelia, y jamás me había tocado escuchar comentario alguno a ese respecto.
Gozar del privilegio de ser cuna de la madre de la Patria constituiría, según mi juicio, un motivo de orgullo no demasiado distante del que entraña haber visto nacer bajo estos aires a Morelos. ¿Era posible que un dato así se hubiera relegado a terrenos tan discretos que lindaban con el anonimato? Por supuesto que no, me dije. Si Doña Josefa hubiera nacido en Valladolid, por descontado que los morelianos tendríamos programada otra suspensión laboral y docente, y tal vez hasta un cuarto desfile que vendría a sumarse a los del 16 y 30 de septiembre, y al del 20 de noviembre.
Lo curioso es que, puesto a darle seguimiento al asunto, no fueron pocas las referencias virtuales, los libros y hasta la estampita de papelería donde encontré que el dato era repetido. Pruebe cada quien por cuenta propia y verá. La enorme mayoría de las fuentes consigna que la Corregidora nació en la Ciudad de México; pero una línea aquí, otra por allá, vuelve cada tanto a mencionar Valladolid.
Un artículo en la página del INEHRM aclara por completo el panorama, dándole razón y sustento a lo predecible: La Corregidora no nació en Valladolid. Carmen Saucedo Franco explica que doña Josefa Ortiz de Domínguez, o mejor dicho, María Josefa Cresencia Ortiz Girón, nació en la ciudad de México, y que allí mismo fue bautizada el 23 de abril de 1773. Diversos datos, documentos e informes, avalan de modo incontrovertible y sin espacio para la menor polémica, el hecho de que es ella quien años más tarde conspiró al lado de Hidalgo y compañía, y quien a punta de taconazos sobre la duela puso sobre aviso a los insurgentes para dar inicio a la revolución de independencia. Cinco años antes de su nacimiento, en el sagrario de Valladolid, había sido bautizada una tal María Natividad Josepha Ortiz Ordoñez. En su libro de 1910, “Biografías de héroes y caudillos de la independencia”, Alejandro Villaseñor y Villaseñor tomó el acta de bautismo de esta última como prueba de que la mujer grabada luego en las monedas de cinco centavos (unas moneditas de cobre que algunos de nosotros todavía alcanzamos a conocer), era vallisoletana. Y cuantos despistados en adelante se han apoyado en su material, repitieron y siguen repitiendo el invento.
En materia historiográfica, Michoacán tiene una rancia reputación ganada a pulso, sobre todo tratándose del tema de la independencia. Resulta comprensible que los michoacanos, por lo menos hasta donde tengo noticia, nos mantengamos al margen de este curioso dislate. Aunque quién sabe. No faltará por ahí algún chauvinista profesor empecinado en convencer a su clase de que hay un envidioso complot nacional para ocultar que también doña Josefa era de Morelia.
Varios de los sitios virtuales que repiten la espuria información de una Josefa Ortiz de Domínguez nativa de Valladolid, son páginas institucionales armadas ex profeso para la efeméride del año. ¿Descuido? ¿Incapacidad? ¿Guiño zalamero para circunscribir una esquinita de la historia a la medida del titular de ejecutivo (“usted, Morelos y la Corregidora, señor presidente”)? Yo invitaría a mantener la debida reserva ante la confiabilidad documental de tales páginas.
De la otra confiabilidad ni qué decir. Ahí tenemos el “Viaje por la historia de México”, con su tiraje de más de treinta millones de ejemplares y su distribución gratuita casa por casa. Material que, por mucho que se ampare en la autoridad del imprescindible Luis González y González, constituye apenas una penosa tentativa por refuncionalizar el devenir y la idea misma de nación, según el interés de los principales responsables de su ruina.

II
Fray Vicente Santamaría bien valdría una novela.
Habrá que esperar para escribirla. Tal vez más adelante. Tal vez ni siquiera nosotros. Tal vez otra generación. Cuando el congestionamiento editorial auspiciado por los festejos del bicentenario haya diluido por completo su banal y oportunista estridencia. Cuando, lejos de reflectores coyunturales, las historias que son la Historia vuelvan a narrarse por pasión y convicción, antes que por expectativa de rédito.
Y siempre procurando guardar distancias con la comodidad patriotera y la servidumbre institucional. Nada de novelas consagradas a perorar con ánimo turístico que como Morelia no hay dos, ni de engordar los archivos de esa peculiar rama del nicolaicismo olorosa a naftalina.
Una manera de empezar a contar semejante novela sería acaso por la vía de los espectros que la vida y la obra del entrañable fraile franciscano convocan. Los equívocos a que ha dado lugar la persecución de su rastro, los espejismos que el fragmentario testimonial de su aventura ha dibujado en las páginas de los historiadores, las conjeturas y las ensoñaciones atesoradas por sus hechos de cara a lo que no fue, la desmemoria enturbiando la intuición de sus facciones, el olvido difuminando los contornos de su silueta.
En los círculos especializados, un par de casos de homonimia ampliaron durante años la extensión de sus andanzas hasta amplitudes fabulosas, legendarias, imposibles. Y es que la estatura del fantasma admitía las dimensiones del invento. A su probado peregrinar de cronista y cartógrafo por el Nuevo Santander (hoy Tamaulipas), la Huasteca, Guanajuato y Chapala, y a su insurgente ruta de conspirador, fugitivo, mediador y pre-legislador entre Valladolid, la Ciudad de México, Tlalpujahua, Ario de Rosales y Acapulco, se le añadieron labores misioneras en Nayarit y Baja California, así como travesías marítimas que habrían ido a parar hasta el Perú.
Tras su fallecimiento, el 22 de agosto de 1813, circuló el no por marginal menos fascinante rumor de que en realidad no había muerto, de que había hecho sepultar a otro con sus hábitos.
Él, que había ido a morir como quien dice en brazos de su paisano Morelos, y que durante la larga caminata trajo en las alforjas un proyecto de Constitución hoy extraviado (resulta imposible saber cuánto de él tiene o le hubiera hecho falta tener al texto al cabo promulgado en Apatzingán), no estaría a su lado cuando, seis meses más tarde, el generalísmo volviera a Valladolid.
Mala fecha las vísperas de fiesta navideña para las decisivas tentativas patriotas en el Valle de Guayangareo. El 21 de diciembre de 1809, tras pronunciar sermón en la iglesia del Carmen, Fray Vicente Santamaría se había convertido en el primer participante de la conspiración de Valladolid aprehendido por los realistas. El 23 de diciembre de 1813, una emboscada urdida y encabezada por el también vallisoletano Agustín de Iturbide en la Loma de Santa María (tan actual dos siglos más tarde) abortaría la última campaña ofensiva capaz de inclinar en favor de la insurgencia el curso general de la guerra.
Me gusta bajar caminando por Vicente Santa María. De norte a sur. Como de norte a sur viajó Fray Vicente caminando, en busca de Morelos y la muerte. Desde las espaldas del templo de San Francisco hasta el Mercado Independencia, o hasta el río, o hasta la panadería de los Ortiz. Pensar la secreta elocuencia de que esa calle sea paralela a Vasco de Quiroga. Recordar a Fray Vicente como destacado heredero de la tradición erudita del siglo XVIII novohispano, y como militante del ala radical y liberal dentro del variopinto partido criollo; sonreír la evocación de sus amoríos, su fama de cascos ligeros, los rumores sobre la identidad de su hija, su carta de adiós para una misteriosa dama en los días previos al fallido levantamiento de Valladolid. Su lengua larga, su inteligencia algo más que punzante, su rijosidad, ese talante bufonesco que acaba por hermanarlo tan cercanamente con la figura de Fray Servando Teresa de Mier.
Y hacer todo eso mientras el mediodía se cumplimenta aroma y promesa a través de las puertas de los negocios de comida para llevar, mientras se despereza de silencios el interior de la cantina del Artista, mientras se pausa y equilibra el día en el orden de los frascos de la farmacia homeopática o en la canasta a rebosar de bolillos de horno de leña. Mientras el acomodo en las zapaterías del mercado sugiere la “enfrentitud del presente” (para decirlo en palabras de Ricardo Castillo) como un enjambre de pasos que se dieron o que están esperando el momento de darse.
La novela de Fray Vicente Santamaría, como la novela de la patria toda, sólo tiene sentido arrullada por tales barullos, tales perfumes, tales colores, tales ecos.

martes, 31 de agosto de 2010

(IN) DISCIPLINAS LITERARIAS

Imponerte la mínima, elemental disciplina cotidiana de un par de hojas garabateadas a vuelapluma en una libreta. Y dejar que línea a línea el pensamiento vaya decantándose sin restricción alguna por los rumbos que el capricho le mande. Que aparezcan lo mismo meditaciones existenciales de esas que se empecinan en merodear la médula sin llegar nunca a realmente rozarla; o algún desliz narrativo insinuándose a traición y sin futuro; o incluso comentarios de actualidad, susceptibles acaso de salir a la luz pública pero escritos como apunte íntimo, personal, sin otro apremio que el de combatir con meticuloso escrúpulo el silencio.
Obligarte a escribir con una disposición semejante a la de esos interminables castigos escolares propios de la educación básica. Imponerte la rígida obligación de escribir planas y planas en abierto combate a la aridez que el pensamiento —súbito consonante del espacio y el tiempo cuyo horizonte habita— pareciera insinuar a cada paso. Asumir a manera de mortales enemigos los párrafos que se entrecortan a mitad de la página, la extraviada frase que se descoyunta y culmina en tristísimo deshilamiento de tinta frente a la imbatible inmensidad del papel casi en blanco.
Porque quizá esa sea la derrota mayor. Cuando queda por completo inmaculada, la página en cierto sentido juega a mentirnos que la palabra no existe, que no existió nunca, disimulando hasta qué punto hemos sido vencidos. Muy diverso es en cambio el rastro mínimo, insuficiente, apenas balbuceado, que afronta desmesura cuanto no pudo llenar, cuanto no supo llenar.
Yo nunca me he quedado sin nada que decir. Cuando el silencio vence, en mi caso es sólo por desidia. Sé que va a sonar a fanfarronería, pero no me he topado jamás en el camino ninguna incapacidad creativa que el trabajo por sí mismo no supere, subsane, resuelva. Apropiarme la extrema desconfianza reinante hacia la palabra, poner en cuestión hasta su certidumbre más elemental, de cara a mi particular proceso y perspectiva sería, al menos hasta ahora, al menos de momento, al menos hasta aquí, impostación, fingir, amanerar. Pretexto apenas para justificar la desidia.
Tengo cosas que decir. O, para expresarlo con mayor propiedad: hay cosas que me han elegido para ser dichas por mí. Y quedarme en silencio, dejar una retacería de frases inconclusas página tras página en la libreta, documento tras documento en la pantalla de la computadora, no se me presenta como la victoria de alguna omnipotente otredad, ante la cual las potencias de la palabra terminarían resultando inútiles, absurdas, insuficientes y sin sentido; se me presenta más bien como cierta específica incapacidad mía para convertirme en canal de lo que espera ser dicho por mí, desatenciones para atinarle a mi voz su tesitura verdadera, descuidos para modelar mi rostro a la medida justa de sus infinitas máscaras. Incapacidades, desatenciones y descuidos enmendables todos; al alcance de la mano siempre que la mano no pierda de vista que la distancia por recorrer no es otra que el trecho que la separa de sí misma.
¿Demasiada confianza? ¿Demasiada candidez? ¿Demasiada fe en las palabras? Probablemente. No creo en dios, ni en la verdad, ni en el sentido, pero creo en su posibilidad; a ella nace consagrado cuanto hallazgo sean capaces de atesorar los afanes de mi oficio. Por el contrario, la posibilidad del sinsentido no me ha seducido jamás. Tengo la impresión de que se trata de una posibilidad capaz de consumarse por sí sola, y que no requiere de mí.
Desconfío de la jubilosa desilusión de quienes nunca han corrido el riesgo de ilusionarse. Mejor que ser brillante, ser real.

martes, 3 de agosto de 2010

AMAR DE A PIE



Cada quien confecciona las ciudades a su propia medida, conforme las transita, contempla, habita. He descubierto que ciertos entrañables rincones de Morelia me gustan no exactamente por sí mismos, sino porque me recuerdan entrañables sensaciones provocadas durante mi temprana infancia por análogos rincones en el centro histórico de la Ciudad de México.
¿He descubierto? Mentira. Lo he sabido siempre. Pero cierta extraña clase de pudor fue disimulando con el paso de los años la insolente honestidad con que en la adolescencia era capaz de decirlo, de decírmelo. Aprendí a amar muy pronto a esta ciudad. Y amar, amar de veras, es siempre amar a los objetos y a las gentes por lo que son, por su sustancia real e intransferible, por las zonas de luz que sus sombras perfilan. Yo aprendí a amar esta ciudad por sí misma, sin cotejos, permisos ni salvoconductos; de a pie. Así que aquellos motivos heredados de mis años de secundaria, aquel mohíno patrimonio de una época donde me afanaba por imponerme la estatura de coyuntural y efímero visitante en tierras morelianas, acabó por volvérseme un fardo medio aborrecible, medio vergonzoso. Como haber formulado a modo de criminal cumplido una frase del tipo te quiero porque me recuerdas a una mujer maravillosa; y tener que subsistir lamentando el papelón.
La incomodidad se hacía mayor por cuanto, tan injusto y precipitado como se quisiera, mi comentario adolescente parecía atesorar sin embargo la realidad de una vivencia incontestable. En efecto, yo amaba a Morelia por sí misma, fuera de todo parámetro de comparación posible; y no obstante había prendas suyas que me hacían mirarla más allá de ella, transmutada por obra y gracia de una memoria semejante al deseo.
Pasó mucho, muchísimo tiempo, antes de que consiguiera articular discurso explicativo lo evidente. Primero, que la memoria es siempre una forma del deseo; y viceversa. Segundo, que nuestra mirada sólo puede envilecer al objeto amado por la vía del disimulo; sea que elija disimular aquello que el ojo mira, sea que elija disimular al ojo mismo.
Un día pude asomarme a esos rincones entrañables, respetando con idéntico derecho toda su singularidad y todas sus reminiscentes sugerencias. Uno aprende a no avergonzarse de sus deseos cuando deja de tomárselos a la tremenda. A salvo de toda imposición arbitraria, encaro prodigio la posibilidad de recobrar materias y sustancias de mi pasado más esencial a través de una ciudad que no es ni podría confundirse con la que en su momento los posibilitó puesta en escena e indeleble huella. A salvo de todo disimulo culpable, recobro transitar la ciudad donde me elegí destino, sabiendo que habitarla es en buena medida correr el generoso riesgo de inventarla, borrarla y hasta deformarla, pero también asumir con humildad el estupor de no entenderla.
Aquel esmirriado estudiante de secundaria, no bien llegado al bachillerato había canjeado su socarrona certidumbre de extranjería (los que eligieron venirse a vivir acá fueron mis padres, yo en cuanto pueda me regreso) por otra certidumbre acaso igual de socarrona, pero infinitamente más honda y perdurable: la de ser habitante. Durante quince años caminé Morelia con la convicción plena de que nos pertenecíamos, sin servidumbre ni exclusividad alguna. Yo la contaba y la cantaba con la devota confianza del amante frente a la piel que se anhela por conocida; a menudo solamente para mí. Ella me otorgaba sus infinitas intemperies para arroparme, sonriendo cómplice cada vez que quienes se creen propietarios del aire que respiran aparecían con sus histéricos anatemas y sus ridículas demandas de pedigrí (no eres de aquí, no eres de aquí).
Hace cosa de un lustro la perdí. Supongo que eso terminó de otorgarme en definitiva la cartilla de moreliano oficial. Yo, igual que tantos otros, comencé a alimentar melancolías por lo que mis ojos habían visto y ya no estaba ahí, por lo que mis ojos veían y no alcanzaba a comprender, por lo que mis ojos temían y no se atrevían a ver.
Hoy estoy aprendiendo una vez más lo que esta ciudad me enseñó desde el principio. Mis ojos celebran la permanencia de lo que vieron y todavía sigue ahí, pero también la huella, la ruina o el franco vacío de lo que vieron y ya no está ahí. Mis ojos se afanan por respetar mirando, equidistantes de la justificación y la condena, lo que ven y no comprenden… Y mis ojos se mantienen abiertos de frente a cuento temen.
Vuelvo a tener por casa a la intemperie.

miércoles, 28 de julio de 2010

TROPIEZOS Y ENTRELÍNEAS



Pareciera que sucede cada vez menos, pero no es así. En el fondo, Morelia sigue siendo un lugar donde uno se la pasa encontrándose todo el tiempo con todo el mundo.
Cierto que la explosión demográfica ha contribuido a tender encima de la evidencia velos de disimulo hace algunos años impensables. Cierto que los márgenes potenciales para el anonimato, la clandestinidad o el desencuentro se han ampliado. Sin embargo, basta que uno apele al más somero muestreo empírico para advertir que el tropiezo recurrente conserva su potestad sobre esta mini-megalópolis, si se me permite el término. Uno sigue topándose con todo mundo. No solamente gente conocida; asombra repasar la cantidad de personas con las cuáles no has cruzado ni acaso cruzarás jamás media palabra, y sin embargo aparecen como constante siquiera escenográfica de tu diario transcurrir, forzando a veces la coincidencia hasta lo inverosímil.
Según mi juicio, la azarosa balanza de las probabilidades entre confluencia y divergencia transeúnte se mantiene, como mínimo, equilibrada.
No tengo intención de demorarme en las bonanzas o maldiciones que semejante estado de cosas puede aparejar. Antes bien he andado tratando de imaginarme últimamente cuánto más radical y diáfana debió resultar la situación en épocas pretéritas, cuando la población era mucho menos numerosa y la amplitud del espacio mucho más reducida.
De acuerdo con Ernesto Lemoine en su imprescindible estudio histórico-biográfico sobre Morelos y la revolución de Independencia, Miguel Hidalgo llegó a Valladolid en vísperas de cumplir doce años, hacia la primavera de 1765. Es decir, pocos meses antes de que el futuro Siervo de la Nación viera la primera luz.
Supongo quedará fuera de toda discusión el hecho de que, durante sus primeros paseos, transitares y correrías, el púber Miguel tuvo por fuerza que toparse a la joven Juana María Pérez Pavón, primero encinta y luego con su bebé en brazos. Doblando esta esquina, cruzando aquella plaza, refrescándose en esa fuente. A partir de ahí, ¿cuántas veces le habrá tocado coincidir con Morelos niño, antes de que a este, en plena adolescencia ya, le llegara la hora de partir rumbo a Tierra Caliente?
De ninguna manera pretendería yo insinuar aquí tempranas, secretas y no documentadas afinidades entre ambos. Mucho menos proponer fáciles geometrías metafísicas anunciando lo imposible de anunciar. Sin prueba alguna de lo contrario, asumo, como cualquiera asistido de mínimo sentido común, que aquellos encuentros más o menos cotidianos, propios de gentes que habitan el mismo espacio y tiempo pero no tienen apenas nada que ver entre sí, carecieron de cualquier relieve significativo verificable.
Pero, hasta donde alcanzo a deducir, Hidalgo era un hombre observador y vivaz, que debió consagrar muchas horas de su temprana juventud al estudio no sólo de las personalidades, escenarios y hechos más sobresalientes de su entorno, sino también al de esas sutiles prendas que los confeccionadores de catálogos para la posteridad consideran secundarias. Seguro estoy de que cuando, siendo rector del Colegio de San Nicolás, le presentaron a aquel estudiante que iba a iniciar cursos con diez años más de edad que el resto de sus compañeros de clase, el padre Miguel lo ubicó con prontitud. Hombre, de modo que este es el chamaco aquel del rumbo de San Agustín, cuya madre se encontraba (quizás, quizás, quizás) al servicio de los Iturbide.
Seguro estoy también de que la admiración de Morelos por el futuro Padre de la Patria, comenzó desde que le tocó mirarlo desde lejos, como privilegiado y natural protagonista de un destino de instrucción y posicionamiento social que a él le implicaría un largo rodeo de trabajo, privaciones y sacrificios.
Nada de ello modifica ni los datos fríos ni las hipótesis ponderadas. Entre Morelos e Hidalgo no hubo ninguna relación de relevancia historiográfica antes de su única y crucial reunión en el pueblo de Charo. El período de coincidencia en las aulas y pasillos nicolaitas estuvo restringido a distantes términos académicos y administrativos.
Vale, de acuerdo.
Pero hay zonas necesarias de la verdad, de la historia y del sentido, que escapan a la competencia de la ciencia histórica. Que tal vez sólo la literatura se halla capacitada para reconstruir, consignar, elucubrar, imaginar.
Una compartida multitud de impresiones visuales, táctiles, óseas, musculares, nerviosas; una retacería de meditaciones vagas, inconexas y triviales en relación al otro; un puñado de recuerdos sin relevancia cuantificable, pero sin duda nítidos, como los que nos asaltan al descubrir en una esquina improbable la silueta de un desconocido sin embargo recurrente, sin embargo habitual. Eso, que no es poco. Eso, que teje las historias de amor y la urdimbre invisible de los más perdurables sueños. Eso traían como patrimonio común encima de los hombros los dos padres venerables, el día aquel que comieron en Charo.
Y mientras hablaban de milicia, de política, de idearios y proclamas, ignorantes de que jamás iban a volver a verse, semejante repertorio —no cabe duda— tuvo que haberles hecho mencionarse, a cada uno en silencio, como entrelíneas, será posible, quién iba a decírmelo, qué vueltas da la noria, de haber sabido, de veras es aquél.
Con esas entrelíneas se fabrica lo que hace valer la vida.

lunes, 12 de julio de 2010

PARTE METEOROLÓGICO

Es noche, llovizna apenas. Allá al fondo, el reflejo de las sombras y los árboles en el agua que estos días de tortuoso diluvio han acumulado, miente paisajes improbables valiéndose de territorios conocidos. Aunque quién sabe. A lo mejor lo que hace la lluvia es deslavarnos los ojos de costumbre para ver si somos capaces de mirar lo habitual en toda su perenne, inagotable novedad. Incluso aunque se trate de lluvias como estas, desacompasadas, agitadas, parecidas a un insomnio febril y solitario, de sábanas revueltas y almohadas en el suelo.
Sincopados, impredecibles y con cierta soterrada dosis de violencia sensual. Como solo de sax de Charlie Parker. Así han sido estos días de tormentas despeinadas en Morelia. Nada que ver con la añeja norma —quien sabe si real o si inventada por la piadosa desmemoria del deseo—, según la cual acá antes siempre llovía fuerte y cerrado al inicio de la tarde, para luego colmar de frescuras y amplitudes algodonosas el ocaso.
Cuánto lugar común. Dos párrafos de lluvia caprichosa más una evocación de Charlie Parker, y ya estamos de plano en el rol de perseguidores del perseguidor, jugando a hacer posar literatura la vida. Llamando con los nudillos a la puerta de Julio en pleno mes de Julio. Pretendiendo dibujar en la banqueta una rayuela que de todos modos no iba a verse (porque es de noche y la luz de las farolas todo lo asimila al contraste entre fragmentado fulgor y espesada penumbra; porque el suelo está encharcado; porque la llovizna deslavaría de inmediato la menor insinuación de tiza sobre el adoquín o el pavimento; porque apenas fuera del bolsillo, la humedad reblandecería hasta desmoronar el pedazo de gis entre tus dedos).
La ciudad como un inmenso pizarrón. La lluvia como implacable borrador, desvaneciendo el trazo, hasta hace un solo instante intrincadísimo, sólido, inexpugnable, de los íntimos afanes. La vida como una partitura mojada, que alguien comenzó a escribir y luego acabó lanzando arrugada a un rincón, porque el jazz no se escribe: se improvisa.
Habría tal vez que ir a recuperarla. La partitura, digo. Recogerla de su esquina bajo la ventana abierta, extenderla sobre la mesa, sobre el atril o sobre las rodillas, y mirar el modo en que el agua de lluvia le deformó a las notas su trazo original. Igual a pata de insecto. Igual al frío sudor de la tinta cuando el texto o el amor no salen. Igual al lápiz de sombra bajo los ojos de las muchachas, cuando las muchachas han llorado. Y entonces sí, tocarla. La partitura, digo. La tormenta que no ha llegado realmente a ser tormenta. La síncopa del cielo arrojándonos caprichosa su malévolo júbilo a jicarazos, a salpicares, a cubetadas.
He mirado poco las noticias en los últimos días. Casi no he abierto los periódicos. Demasiado trabajo, que por ventura en este caso no viene a ser sino lo mismo que decir demasiada vida por vivir. Pero aun así me he enterado. De nuevos episodios de la guerra que no vamos ganando. Del eterno retorno en el ritual electoral donde no estamos jugando. De las bombas en Bagdad. De la melancolía de los días sin futbol en Sudáfrica y más allá de Sudáfrica. Del tono apocalíptico que va adquiriendo la lluvia en latitudes cada vez más próximas.
Y siento acaso un poco de pudor por estar aquí, escribiendo estas cosas, mientras los corresponsales hacen su morboso agosto a costa de personas que lo han perdido todo dos segundos antes de lo previsto, dos segundos antes que el resto de nosotros.
Mas luego me pregunto si son de verdad más reales la lluvia nota roja y la lluvia profeta bíblico, que esta lluvia sin moraleja y sin efectos especiales. ¿Más importante el material patrimonio perdido y la monumental catástrofe ganada, que el disco que no sabes si debes oír, la caminata nocturna que no sabes si deberás acometer, el beso que no sabes si debiste dar? Ni melón ni sandía, pienso tal vez. Ni venalmente cínicos ante la desvergüenza. Ni comodinamente líricos frente a la urgencia. Pero saber salvaguardar el derecho a la mirada en el ojo del huracán. Brincar de memoria tu rayuela sobre los charcos del adoquín en sombras.