lunes, 29 de noviembre de 2010

EL PUENTE


Camino de mi casa están alzando un puente. Un enorme puente, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
Dicen que lo entregarán al finalizar el año. Yo no lo creo. Ningún perito soy en ingeniería ni en infraestructura urbana, pero muchas semanas llevo de cotidiano y atento testigo de la obra. Y contrastando el ritmo de avance sostenido hasta ahora con la amplitud del plazo comprometido, las cuentas, cuando menos a mí, no me cuadran.
Presiento que lo mismo les sucede a los centenares de transeúntes que, como yo, están obligados a pasar todos los días por la zona de combate. La mayor parte de ellos, como yo, tampoco serán peritos en confección de puentes ni en administración de recursos humanos. Pero de seguro, como yo, también opinarán que, en materia de aplicación y de prodigio, a ojo de buen cubero poco hay que reprocharle a las cuadrillas de hombres y de máquinas responsables de la obra.
Me ha tocado, sí, escuchar tres o cuatro comentarios críticos y desfavorables hacia el trabajo en curso, que en mi calidad de absoluto neófito me declaro incapaz de calibrar en su justa dimensión. Que si es mejor alternativa aquel otro sistema, que si las construcciones previas elaboradas en base a este modelo o a este equipo y elenco dejan mucho que desear. Será el sereno. Tales comentarios han salido de boca de algún casual compañero del transporte público, de algún escéptico taxista, de algún aislado amigo. La mayor parte de los seres humanos que desfilan día tras día ante la evolución del puente, dejada de lado la irritación logística de primer plano, componen, como yo, la misma cara de asombro.
Sin embargo, son como siempre los niños quienes atinan a enunciar lo que todos miramos, sospechamos y esperamos, elevándolo así hasta la estatura y la dignidad de lo real. Son ellos quienes elogian en voz alta la belleza y el misterio de la maquinaria que corta, perfora, escarbar, recoge, aplana, levanta. Son ellos quienes enlistan en voz alta novedades y avances. Son ellos quienes en voz alta profieren intriga y maravilla ante los diestros albañiles que pululan por intrincadas telarañas de andamios, o ante el vuelo imposible del alado concreto que se espesa parvada sobre nuestras cabezas. A resguardo de los mezquinos pudores adultos, el niño no disimula cuán vigente, sin importar hasta qué punto amenazada, conservamos en nosotros la opción del entusiasmo.
Es hermosa la obra. Hermosa la consistencia material que adquieren los proyectos, los humanos ensueños, al alzarse de hierro y hormigón, al enturbiar de polvo alborotado el aire. La llamé zona de combate unas líneas arriba. Y eso es. Un abrir de zanjas que parecen trincheras, un delinear de empalizadas imbatibles, una implacable acometida de estruendos. Un avance y repliegue de motores que a feroces mordiscos seducen y transforman el paisaje. Los efectivos de infantería, montando guardia o yendo y viniendo de aquí para allá; empuñando pergaminos, marros, banderas, escobillones y flexómetros. Los efectivos de caballería, subidos a horcajadas sobre vigas, con un pie en el abismo mientras rematan el borde de los tramos ya concluidos, marchándose o llegando en bicicleta. Los efectivos de artillería al volante de sus bestias a diesel.
Miro delante mío el apurado paso de las gentes que caminan en pos del crucero próximo. Más rápido a pie que a vuelta de rueda, dadas las circunstancias. Puede ser el principio de la noche o el término da la madrugada; tanto da, la oscuridad es la misma. Hombres mochila al hombro, mujeres con niños, viejos de bufanda, adolescentes conectados al audífono. Una muchacha avanza en equilibrio por el borde de un zanjón; dos perros la contemplan sin ladrar a través de la alambrada de un lote baldío. No es hermosa. No como las paradisiacas playas de los cromos ni como las perfumadas pieles del celuloide virtual. Es fea. Como las yerbas marchitadas por la seca borrasca del asfalto; como los troncos de los árboles cortados para ampliar la avenida; como la grasa que lubrifica el acero, como el tableteo de los engranes.
Como luz de amanecer o atardecer sobre los muros; muros que en esta ciudad, lo mismo que en las otras, en su enorme mayoría no son de cantera. Como el eco de pasos y de voces en las banquetas cercanas cuando, aún inconcluso, vela solitario desde aquí el puente que están alzando camino de mi casa. Ese puente enorme, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
La muchacha prosigue su camino hasta donde no puedo verla. Entre la zanjas, junto a las empalizadas, a través de las trincheras. Osada, anónima desafiante y frágil. Es hermosa.

martes, 23 de noviembre de 2010

HOY LA VI



Hace algunos días, buscando música en la red, me reencontré con una versión en vivo de la canción “Hoy la vi” de Pablo Milanés. Tema interpretado desde siempre y para siempre a dúo con Silvio Rodríguez. Toda la vida (escuché aquel disco por vez primera hacia mis ocho años) me ha parecido que el tema original de estudio carece de la dosis de potencia medio cínica y de confidencia agridulce que música y letra sugieren. Demasiadas trompetas y demasiada postproducción, para mi gusto.
Hoy la vi, y tenía un rostro ajeno al que yo amaba.
A guitarra sola, la versión en vivo está cargada por el contrario de una fuerza y un júbilo peculiares. Mérito pienso no sólo de la canción en sí, sino también de los contextos inmediato e histórico dentro los cuales era interpretada. El concierto tuvo lugar en México durante los años de efervescencia por la revolución sandinista. Y para quienes la coreaban (a pesar de las inevitables connotaciones extralíricas que hasta la menos politizada pieza del canto nuevo latinoamericano en automático cobraba) esa canción en específico parecía sólo una canción de amor. Relato de cosas que pasaban únicamente entre los individuales protagonistas de pasiones sentimentales íntimas, pero no entre los hombres y la historia, no entre los afanes colectivos y sus efectivas obras.
El que dan unos años de no ser feliz.
Cada tanto, algún amigo, familiar o casual conocido mío viaja a Cuba. Llevo algo así como dos décadas agrupando las respectivas impresiones de cada uno en el mismo desván. Ciertos días me da por volcarlas y examinarlas sobre la mesa de soledad, sobre la conversación de café o sobre la página. Por cuanto a mí respecta, hasta ahora el azar, perversa o piadosamente, me ha dispensado acometer de cuerpo presente el iniciático viaje. Pienso la revolución cubana y su devenir desde mi cotidiano espacio, tratando de proyectar su radiografía espiritual y crítica en una perspectiva más amplia que las de la llana obcecación y el llano desencanto, aunque sabiéndome habitante de un espacio y un tiempo precipitados de manera radical hacia éste último.
Hoy la vi; y recordé la historia de un pedazo de mi vida, en que abrí la primavera bruta de mis años al amor.
Diversas gentes y medios anduvieron comentando hace unos meses la gira de Silvio Rodríguez por Estados Unidos, para promocionar “Segunda cita”, su más reciente producción discográfica. La tentación de editorializar el dato fue irresistible. Menudearon sobre todo los talantes de novia ultrajada (¿cómo puede hacernos esto?) y de furibundo inquisidor (¿ya ven, ya ven?). Entre los que sentían mancilladas sus ilusiones de juventud y los que sentían confirmados sus nihilismos de decrepitud, pocos parecieron interesados en escuchar música y letras para a partir de ellas dimensionar cabalmente la actitud que alimentan y resguardan.
Junto a ti, mi futuro de sueños llené. Pude identificar tu belleza y el mundo al revés. Nos miraban de muy buena fe. Nada cruel existía; si yo te veía, reía después.
No me interesa debatir qué tan buen poeta, qué tan mal compositor o que tan mediano guitarrista podrá ser Silvio. Gustos estéticos aparte, creo que lo que me lo ha perdurado como interlocutor entrañable es su perenne capacidad para estar siempre en el lugar equivocado. No por el lugar equivocado en sí, sino más bien por la honestidad, la coherencia y la vitalidad que semejante descolocación revela. Sospechoso de veleidades líricas individualistas y pequeñoburguesas en los días en que hasta para enloquecer constituía una obligación ser materialista dialéctico; reivindicador intransigente de su herencia revolucionaria cuando lo obligatorio era abjurar; pero, sobre todo, artífice de una obra negada a la comodidad de vivir de sus rentas, de repetir la fórmula exitosa; orfebre de una obra que después de cuatro décadas se mantiene viva, independientemente de lo afortunado o desafortunado que pueda resultar en específico cada uno de sus frutos.
Desperté la mañana que no pudo ser. No sin antes jurar que, si no era contigo, jamás. Que esa herida me habría de matar. Y heme aquí, qué destino, que ni el nombre tuyo pude recordar.
“Cada segundo es como el cobro por lo que resultamos ser” sentencia cierta letra de Silvio, en forma lapidaria. Cada vez que escucho esa canción, me da por sentir que quien está hablando es la mujer aquella, protagonista de “Hoy la vi”. Y que bien valdría pergeñar en versos un epílogo recordatorio de que semejante tipo de cobros nadie tiene la obligación de pagarlos. Entonces caigo en cuenta de que acometer tal recordatorio ha sido la lúcida, necesaria e incómoda tarea que Silvio viene cumpliendo durante los últimos años. Desde que los ángeles caídos fueron obligados a recordar y a recordarnos que son de carne y hueso.
Hoy la vi, y tenía un rostro ajeno al que yo amaba. El que dan unos años de no ser feliz.

sábado, 20 de noviembre de 2010

NARRATIVAS DE LA REVOLUCIÓN




El año 2010, que debería estar sirviendo como coyuntura para un balance autocrítico de la historia nacional, se ha convertido en un grotesco festín publicitario. Administraciones que, hasta churriguerescos extremos, adornan con membretes alusivos las prendas de su habitual incompetencia; una tecnocracia intelectual, académica y cultural que, sin ningún género de disimulos, manipula ideológicamente el pasado en servil legitimación de las inercias públicas que le dan de comer; las élites de un país camino del escombro, reduciendo la memoria a recurso mediático (espejito, espejito, ¿verdad que somos lo mejor que te ha pasado?).
Se ha puesto de moda escribir novela histórica. En buena medida, alentada por la misma vorágine. Habrá que esperar algunos años para que el tiempo salve las honrosas excepciones y devore con justiciero olvido todo lo demás. Esos kilos de novelas sin alma (y por tanto sin ningún alcance crítico, a despecho de sus promocionales aspavientos de superficie), escritos por encargo. Desconfía, querido lector. Desconfía de tanta narrativa de ocasión prometiéndote el desvelamiento de tu propio rostro. Te ofrezco diez propuestas a contracorriente sobre la Revolución. Sí, de verdad: a contracorriente. Pese a su previsibilidad casi escolar. Acaso de ahí provenga la intacta potencia que poseen. Llevan tanto tiempo diciéndonos con transparencia cosas importantes, que se nos han vuelto habituales y parecen inofensivas. Pero su mirada es tan elocuente y tan perturbadora como si acabaran de ser escritas; porque acaban de ser escritas, porque son permanentemente reescritas. Porque tienen mirada. Y la mirada no transa en pro de la novedad de enfoque; la mirada es el punto de partida del enfoque. Malhaya los novelistas que pretenden enfocar (y escandalizar con el enfoque) sin comprometer mirada. No puede enfocar quien no tiene ojos.
1. “Los de abajo” de Mariano Azuela. Demetrio Macías, interpelado por su mujer respecto a los motivos que lo hacen mantenerse en la lucha, arroja una piedra al barranco y dice “mira esa piedra cómo ya no se para”. A veces me pregunto si este episodio, por su brevedad, su sencillez y su alcance, no será a la literatura mexicana lo que el episodio de Don Quijote y los molinos de viento a la literatura universal.
2. “Cartucho” de Nellie Campobello. Ya puestos a las inútiles pero inevitables comparaciones, habrá que decir que este magistral contrapunto entre voz narrativa infantil y materia narrativa atroz, no le pide nada al poder, la entrañabilidad y la hondura de los relatos bélicos de un Ambrose Bierce o un Isaac Bábel.
3. “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. El lúcido y siempre oportuno recordatorio de que la ruina presente no es obra de políticos a secas, sino de políticos al servicio de una clase que le debe todo a la revolución, aun cuando despotricar contra la revolución siga siendo su deporte predilecto.
4. “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro. Causa escalofríos el alcance del puro título de esta novela de pretexto cristero, colocado en perspectiva nacional. Qué no será cuando juegas a probar profecía cumplida su conjunto. Nadie es inocente; nadie nunca lo fue jamás.
5. “Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia. Gracias a novelas como esta, podemos inferir lo que Aristóteles postulaba en la perdida segunda parte de su Poética: que a la hora de relatar, explorar y glosar la realidad, la comedia posee una estatura idéntica a la de la tragedia. Entiendo porque me río.
6. “El águila y la serpiente” de Martín Luis Guzmán. Nuestra narrativa haciéndose adulta. ¿Crónica, historiografía, biografía, ensayo, proclama, poetización, confidencia? Todo eso. Novela, con mayúsculas. El fresco más completo de las horas culminantes de la insurgencia popular. El muralismo de Orozco traducido en términos literarios.
7. “Pedro Páramo” de Juan Rulfo. No la divinices. Prueba leerla como pura novela de fantasmas (Juan Preciado y su rosario de aparecidos). Prueba leerla como pura novela amorosa (las pasiones de Pedro por Susana). Seguirá siendo el mejor y más sutil relato de la muerte de un país y el nacimiento de otro. Pero lo será a tu modo.
8. “La noche de Ángeles” de Ignacio Solares. Su autor lo expresará mucho mejor que yo: “esta novela surgió más de lo simbólicamente verdadero que de lo históricamente exacto”. Sólo añadiré que, a mi juicio, lo históricamente exacto no es más que el resultado de lo simbólicamente verdadero.
9. “Sombra de la sombra” de Paco Ignacio Taibo II. Si Dashiell Hammett, John Reed, Alejandro Dumas y Luis Villoro se hubieran puesto a trabajar a ocho manos, difícilmente habrían logrado algo equiparable. La mejor novela policiaca que se ha escrito en este país.
10. “Las tierras flacas” de Agustín Yáñez. La voz de la bruja ciega que, al final de la novela, interpela a los modernizadores que acaban de “salvar” al pueblo del cacique rural que los sojuzgaba, sigue retumbando debajo de nuestros pies. Probablemente sea su eco el que está haciendo estremecer y cuartear últimamente esta tierra. La flaca tierra que nos han dado.

martes, 16 de noviembre de 2010

HISTORIA Y RELATO


En “Fin ineluctable de Venustiano Carranza”, Martín Luis Guzmán alcanza uno de los momentos más brillantes y depurados no sólo de su vasto, fecundo legado narrativo, sino de la crónica mexicana del siglo XX.
El texto narra el amargo y lastimoso peregrinar final del jefe del constitucionalismo, cercado por los barones de Sonora (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Pablo Gómez), desde su salida de la Ciudad de México hasta su asesinato en el mísero caserío de Tlaxcalantongo. Y resulta notable por razones diversas.
Basta una superficial ojeada a “El águila y la serpiente”, su obra emblemática, para advertir la nula simpatía que Carranza le inspiraba a Luis Guzmán. Su vertical autoritarismo, la subordinación de la causa revolucionaria a la presunta infalibilidad de su propia figura, su debilidad por los aduladores y su ferocidad contra la discrepancia (no se diga ya contra la oposición) serían razones decisivas para el alineamiento del escritor e intelectual con el villismo primero y con los convencionistas después.
“Fin ineluctable de Venustiano Carranza” no oculta jamás hasta qué punto se habían mantenido intactas tales impresiones con el paso de las décadas. Mediado el siglo XX, Luis Guzmán seguía alimentando un profundo y sincero anticarrancismo, en todo caso depurado e incrementado por el desenlace de una revolución para entonces ya contemplable en perspectiva panorámica.
No obstante, sin ocultar en ningún momento su partidismo, sino antes bien convirtiéndolo en otra eficaz herramienta testimonial y crítica, lo que Luis Guzmán termina por consumar a través de su implacable crónica es más que un cuadro humana y lúcidamente condolido; acaba por resultar un recuento francamente compasivo, secretamente solidario. Pintados fuera de contexto, reducidos a prenda anecdótica, ciertos rasgos del primer jefe del constitucionalismo, como su obcecada convicción de que todo estaba bajo control, su imperturbable actitud hasta en los momentos más urgentes y comprometidos, o su escrupuloso cumplimiento de las formas desde el vórtice mismo de la catástrofe, servirían acaso como superficial y despiadada sátira para engordamiento y aderezo de mil lugares comunes. Recuperados sin énfasis ni disimulo sobre el fondo de interesadas esperanzas, desesperadas lealtades, inquebrantables fidelidades y desbandadas traiciones que enmarcó su marcha hacia la muerte, se embebe de transparencia trágica.
Nada de lo cual tendría en sí mismo relevancia, como no fuera para especialistas, biógrafos y curiosos, de no ser por el aleccionador alcance de semejantes virtudes cuando se dimensionan en toda su amplitud nacional, histórica y literaria. El poder y la vigencia de la novela de la revolución son explicables, íntegros, a partir de la lectura de esta breve obra maestra. La contradictoria complejidad de la gesta revolucionaria transversalmente diseccionada a partir del relato de un personaje, un episodio, una travesía, un momento culminante; el impiadoso deslinde de la virtud y la ignominia como prendas imprevisibles e intercambiables en la configuración del destino patrio.
Relatar no suple ciertamente las tareas de deslinde y esclarecimiento reflexivo que sólo método y sistema validan. No tiene por qué hacerlo. Pero existe también el peculiar e incisivo rigor del relato puro, que cuando se ejerce con el talento y el oficio necesarios consigue un alcance proporcional al de la más lúcida y sustentada de las meditaciones analíticas. Iluminando sin simplificar la historia en los más íntimos e intrincados nudos de su contradicción. Articulando memoria compartible la compleja urdimbre de nuestro propio devenir.
Sepamos o no estar a la altura que su ejercicio demanda, narrar sigue atesorando, intactos, le pertinencia y el poder que hace casi tres mil años supo Homero trasvasar del canto al cuento, nunca tan sinónimos como ahí.
Sigue cantando, oh diosa.

sábado, 6 de noviembre de 2010

UN FUEGO HELADO


Ayer viernes fue en Morelia un día muy frío. El día más frío de lo que va de esta mitad del año, hasta donde consigo recordar.
Había ya oscurecido, y estaba yo explicando a mis alumnos las funciones del diálogo teatral, cuando llegaron al teléfono celular las primeras noticias de la ciudad en llamas. ¿Un auto, una casa, una calle, una colonia? ¿La ciudad entera? Traía en la cabeza las endecasílabas ascuas del amor constante de Quevedo, entreveradas con el fuego octosílabo de la Inés de Zorrilla; así que no hice mucho caso.
Cuando salí de mi clase nocturna no advertí nada raro. Para afrontar el gélido camino de regreso me subí el cuello de la chamarra y leyendo me extravié en las cálidas selvas de Borneo. Abordó el camión una muchacha de minifalda a cuadros, tableteada, y calcetas negras hasta la rodilla; su novio le cargaba la mochila y se fueron besando largo rato, con vocación caníbal, en el asiento de junto. Crepitaba la osada piel de los muslos desnudos, crepitaban las manos impacientes, crepitaban buscándose los labios; como las mejores fogatas, como los mejores sueños. Al mirarlos bajar les presentí vocación de motel y les deseé en silencio el más febril de los insomnios, el más abrasador de los naufragios.
Hasta mi celular seguían llegando intermitentes atisbos de la ciudad en llamas. ¿Una balacera, un bombazo, una persecución? El temprano punto de la salida a Quiroga que tuerce hacia mi hogar no ofrecía espectaculares novedades. Una concentración algo más nutrida de lo habitual en la parada del crucero, tránsito vehicular algo menos congestionado de lo habitual para una noche de viernes.
Ya en casa pude reunir con más coherencia los primeros fragmentos de rumor. No daban para mucho todavía. Esperé las noticias. Mientras tanto, llamadas y mensajes precautorios para informar y saber que en el más inmediato radio de calor que el corazón abarca estaban todos bien.
Ninguno de los dos noticieros nacionales mencionó el suceso durante su resumen inicial. Y hubo que recetarse el panegírico presidencial disfrazado de informativo sobre otra balacera en Matamoros, así como los promocionales del grotesco reality show llamado “Iniciativa México”, antes de conocer la reconstrucción preliminar de los hechos completos
Ahora, mientras escribo, no todos los detalles están claros todavía. Y seguro que tampoco ahora, mientras lees. Ni lo estarán mañana. Por falta de datos o por sobra de intereses, por énfasis o por disimulo, por rumor o por silencio, por incredulidad o por fantasía. Pero los detalles no siempre resultan imprescindibles cuando de conocer la verdad se trata.
Mirando esas heladas llamas en la pantalla de la televisión, en el blanco y negro de las páginas del periódico, en los claustrofóbicos debates de internet, me decía, me digo, me diré, que no revelan nada que no supiéramos de antemano. Habitamos una ciudad sitiada, un estado sitiado, un país sitiado.
El viernes por la noche, durante varias horas, nadie podía entrar o salir de Morelia. ¿Estado de excepción? No me parece. Más bien el énfasis dramático de una norma atroz. La capacidad demostrada se limita a evidenciar que el resto del tiempo podemos pasar porque nos dejan pasar. Lo mismo que en Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey o Apatzingán.
No quiero multiplicar páginas amarillas. No quiero sumarme al cómodo, estúpido e insustancial coro de los ciegos corderos que se preguntan por qué a ellos, tan buenos y pacíficos, el azar les depara cosas tan malas y violentas. Aristóteles y Eurípides me enseñaron hace mucho tiempo que sólo estamos realmente perdidos cuando nos abandonamos en manos del terror y de la compasión.
No siento lástima por Morelia. No le temo a Morelia Pero me duele hasta los huesos esta noche de puertas sin salida, esta asfixia meticulosa y delirante, la brújula perversa de esta guerra sin aparente brújula, este fuego que quema y que devora sin sombra de calor. Y me indigna hasta la rabia el modo con que tantos pretenden llamarse a histérica y pública extrañeza, cada vez que una espectacular anomalía viene y desnuda la regla cotidiana de que comen y lucran.

jueves, 4 de noviembre de 2010

VACÍO

Aprendemos en silencio el valor del vacío. Y es encima de él que construimos los muros de la casa, nacidos así salvos de hundirse por su peso. Con el vacío llenamos el hueco de las puertas, y le abrimos su marco a las ventanas, y ganan los pasillos la extensión de su trance y su tránsito.
Está hecho de vacío ese corte angular que llaman escalón. Con vacío se traza la amplitud de los quicios. De vacío se llenan las estancias para que sea posible soñarlas ocupadas.