miércoles, 29 de diciembre de 2010

CONFESIONES AMOROSAS


para el Milosaurio
Lo real existe. Y ello abre el espacio para distinguir falso y verdadero, verdad y mentira.
Sólo que lo real no es unívoco. Y aprender a navegar sus diversos niveles, así como a discernir en acto la medida de validez dentro de su amplia escala, exige el mayor de los rigores, el desarrollo de un espíritu respetuoso con plena intransigencia (por más contradictorio que suene), tanto de aquello que la luz nombra como de aquello que la sombra impide nombrar.
Y ese es apenas el principio, pues a poco camino que andemos, nos percataremos de que a menudo la sombra nombra, la luz impide nombrar, y una infinita serie de combinaciones que aunque den la impresión de llano trabalenguas van muchísimo más allá del juego de palabras.
Te tocó nacer en una época donde aprender a navegar ese turbulento mar del devenir, causa mucha flojera. Y a veces enmascarando el bostezo, a veces exhibiéndolo con petulancia pobre remedo de rugido, se proclama ese enredo como prueba de que ni lo real, ni lo verdadero, ni lo válido, ni lo justo existen.
Y para demostrarlo, pretenden los que así bostezan meter en el mismo saco a los santos y a los canallas. Porque sí, Emilio, amor de mi sangre abierta, los santos existen; y los canallas también. Pero te digo, cuando los canallas mandan se valen de toda suerte de triquiñuelas para conservar ese mando, al que procuran identifiquemos no con lo real, que ya ves para ellos no existe, sino como la menos impiadosa de las ficciones.
No hay que temerle a la contradicción. No hay que temerle al tropiezo que nos deja con un sabor a barro en la boca y a veces hasta un hilillo de sangre colgando de la comisura. No dejes de buscar y de inventar lo real posible por miedo del ridículo. Siempre el que se pronuncia corre el riesgo de errar, pero es sobre las huellas reales del yerro que la vida se hace mundo vivible.

martes, 21 de diciembre de 2010

VELAS EN LA IGLESIA


La filiación de las figuraciones poéticas no ha de establecerse nunca en función de su temática, sino de las sugerencias sensibles que son capaces de desatar en el lector. Si en términos científicos las propiedades secundarias de los objetos (tales como el color, el sabor, la textura) son contingencias empíricas que enmascaran más que insinúan la verdad necesaria y la ley general, para la expresión estética representan privilegiados parámetros de validez o, mejor dicho, insoslayables coordenadas de sentido.
A ojos de la biología, pongamos por ejemplo, carecería de interés acometer un ordenamiento de las especies animales a partir de su tonalidad o su tamaño, por lo que razonablemente acaba dirigiendo su atención a las configuraciones orgánicas, los modos de gestación, etc. Por el contrario, los dominios de la literatura no miran anormal o extravagante una clasificación como la citada por Jorge Luis Borges en su Emporio celestial de conocimientos benévolos, mismo que consiente incisos tales como “que se agitan como locos” o “que de lejos parecen moscas”. Por lo demás, no deberá extrañarnos si, llevadas a riguroso término en los particulares terrenos que a cada una corresponde, ambas clasificaciones acaban coincidiendo plenamente.
Ahora bien, para ver no basta con tener ojos. De ahí que distinguir linajes posibles en los territorios de la Alta Fantasía represente un ejercicio que puede confundir incluso a los más avezados. No son pocas las luminarias de nuestras letras nacionales que han manifestado públicamente su convencimiento de que La suave patria de Ramón López Velarde resultó al final una aurora sin descendencia, convertida en pretexto de parodia para toneladas de engendros líricos hoy justamente olvidados; y sin embargo, resulta más bien raro encontrar alguien capaz de notar la verdad evidente de que la patria prefigurada en ese poema por el jerezano, anduvo de aquí para allá durante varias décadas, presidiendo los mejores momentos de nuestra poesía, ahondando los paisajes de Pellicer, tiñéndose de rubor helado en los convites de Gorostiza, acompasando los versos blancos de Paz, mudando de sexo en los febriles lechos de Villaurrutia, inflamando los arrebatos rojos de Efraín, aguzándole el doble filo a la ironía de Rosario, dejándose querer en las arrulladoras sonoridades de Sabines. Que muchos de estos clásicos no comparten tema, importa poco, pues comparten lo único que en poesía vale: imágenes esenciales y figuras posibles.
Como prueba de que el tema en estos ámbitos es cosa secundaria, sobran los ejemplos. Versando ambos sobre un velorio, describiéndolo con minucia, infiriendo a partir de lo narrado meditaciones sobre los muertos y los vivos, perteneciendo a todas luces a la misma parentela, poco comparten de fondo “La noche que en el sur lo velaron” de Borges y “Qué solos se quedan los muertos” de Bécquer. En el extremo opuesto, qué cercanos y dialogantes se miran “Elogio a Fuensanta” de López Velarde y “Entre la dicha y la tiniebla” de Eliseo Diego, siendo el primero enésima confesión adolescente de un provinciano amor prohibido, y el segundo amarga disertación de metafísicos tintes, a propósito de la mínima estatura de lo humano de cara al infinito.
“...y abajo mi conciencia, como una vela en una iglesia abandonada” dice Eliseo. Para entonces, Ramón hacía ya más de medio siglo que había declarado: “Tus ojos tristes, de mirar incierto, / recuérdanme dos lámparas prendidas / en la penumbra de un altar desierto”.
Ambas figuras son parientes secretas. No sólo eso, parece incluso como si dialogaran e imprevisiblemente se respondieran por encima del espacio, del tiempo, las sensibilidades, los estilos. Eliseo le ofrece al adolescente martirizado por su inmóvil amada, el consuelo de la desmesura que acabará borrándolo todo. Ramón duplica la llama solitaria del amargo sabio, oponiéndole al silencio de Dios la indescifrable elocuencia de los ojos del amor.
Y todo esto con apenas dos luces en medio de una iglesia a oscuras.

jueves, 16 de diciembre de 2010

HORIZONTES DE EXTRAVÍO


Habría que meditar con mayor atención y detenimiento qué tan excepcionales son en verdad los grados de virulencia de la violencia actual. No para, con irresponsable ligereza, pretender disimularlos o atenuarlos (menos aún disculparlos); no para, con visceral histeria, exagerarlos o exaltarlos (menos aún ponderarlos). Antes bien para asumir de manera cabal, a partir del delineamiento objetivo de nuestros niveles de envilecimiento y de indefensión, los auténticos márgenes de maniobra dentro de los cuales ha de ejercerse la reivindicación de nuestras responsabilidades humanas más elementales (aquellas que refieren a la dignidad como sustento elemental para la vida de la especie).
A menudo me parece, como a buena parte de mis semejantes, estar viviendo una edad de inédita ignominia dentro de la historia de la humanidad. Procuro entonces, pese al brutal poder paralizador de las prendas anecdóticas que —para demostrar o justificar la impresión— uno puede reunir con sólo estirar la mano, penetrar en las descomposiciones de fondo que la apocalíptica superficie a la vez denuncia y enmascara. Y por lo regular, tras el balance, la impresión lejos de corregirse se refuerza, impeliéndome a aseverar, en obediencia a algo que a estas alturas ya no sé si es perspicacia crítica o más bien lo contrario (acto reflejo condicionado por una lógica lineal de causa-efecto), que jamás la especie humana había asistido a una instancia tan radical, tan extrema, de extravío y absoluta pérdida de sentido.
Pero de pronto me pregunto si no estaré incurriendo en una magnificación sentimental (quién sabe hasta qué punto manipulada por las mismas inercias de las que supongo que mi desencantado y quisquilloso temperamento crítico me pone a salvo), en una impresión de superficie. Si no será justamente la inédita posibilidad de acceso cuantitativo al catálogo de prendas de la ignominia, ofrecida por los medios de información masiva, lo que nos hace suponerla inédita.
¿De verdad los méritos del hombre actual lo colocan en un sitial privilegiado, peculiarmente retorcido dentro de la vasta y vetusta genealogía del oprobio? Más allá de la novedosa parafernalia técnica a su disposición, ¿de verdad habrían palidecido los saqueadores de los imperios esclavistas de la antigüedad, los torturadores medievales o los mercenarios colonialistas del siglo XIX ante los cortadores de cabezas de nuestros modernos grupos delictivos?
Por supuesto, incorporar las prendas y los motivos de la atrocidad contemporánea como una estancia más dentro del muestrario histórico de la humana rapiña, entraña un doble riesgo inmovilizador. De un lado, el prejuicio nihilista de atribuirle al hombre una maldad, un sinsentido y una irracionalidad esenciales, que serían en última instancia los que lo caracterizarían, volviendo estéril, utópica y hasta contra natura toda tentativa de redención, así sea parcial. De otro, el comodino solapamiento que, reduciendo lo real a una fórmula preconcebida e inmutable (siempre ha habido luces y sombras y, por tanto, ningún espesamiento de sombra representará jamás un riesgo de extravío definitivo), cuanto consigue es excusar, elevándola a norma, la incomprensión y la indefinición de actitud y de acción ante su propia circunstancia y devenir.
Sin embargo, no menos equívocos resultan los corolarios de la opción contraria cuando se le convierte en axioma incuestionable: caracterizar la historia humana como un continuado, inexorable e irreversible descenso en pos de las simas últimas de la abyección. El presente como prevista estancia de paso en el tránsito sin remedio de lo malo hacia lo peor, y donde las opciones extremas del cinismo cómplice y el pánico impotente —en nombre de la supervivencia y la autoestima—, elevan la ignorancia al rango de virtud.
La conciencia sigue siendo el único fundamento posible para una virtud humana digna de nombre semejante. Pero no olvidemos que, a su vez, sólo merece el nombre de conciencia aquella que el humano hacer madura obra.

sábado, 4 de diciembre de 2010

JOVEN QUE QUIERES SER POETA

Imagen: Cecilia León

Hemos banalizado hasta los más vulgares extremos nuestra manera de leer poesía, nuestra
manera de leernos a través de la poesía.
Y así lo escribo. En esa primera persona del plural tan útil para el disimulo y la coartada, tan propicia para lanzar la piedra y esconder la mano, tan socorrida para revolver el aire a aséptico resguardo de su transparencia o de su irrespirabilidad, tan conveniente para enmascarar radical osadía las más mezquinas cautelas. Sin embargo, no me mueve la intención de acusar en flamígero abstracto, a fin de garantizar y garantizarme una conveniente y cómoda absolución en lo concreto.
Al hablar de “nosotros”, lo hago por puntualidad descriptiva, y me refiero a las inercias a través de las cuales es normada la vida literaria. Inercias que cada partícipe y usufructuario alienta, cultiva y salvaguarda en mayor o menor medida.
Todo empieza tal vez cuando, involuntariamente en algunos casos, con ventaja y alevosía en otros, el margen de sentido de la obra literaria va quedando circunscrito a los horizontes que delimita la literatura. La manifiesta evidencia de que la mayor parte de las cosas que se escriben son sólo literatura, y de que la mayor parte de los que escriben son solamente escritores, hace olvidar que ciertas obras literarias, siendo sin lugar a dudas literatura, son también algo más que literatura; que ciertos autores, siendo sin lugar a dudas escritores, son también algo más que escritores. Y semejante amnesia inhabilita para siquiera preguntar, para alimentar cuando menos la duda, de si en tales obras y autores no será a fin de cuentas ese “algo más” lo de verdad importante.
Pero la auténtica gravedad del problema no radica ahí. Tampoco en el hecho de que seamos capaces de reconocer todavía, así, en primera persona del plural, a esos autores y obras que son algo más que literatura como los legítimos y efectivos delineadores de los rostros y alientos esenciales del decir poético. El oprobio consiste en reclamarlos patrimonio preferente, cuando no exclusivo, de la literatura. Ambiguo botín de poder material, ideológico o llanamente onírico para los escritores, los críticos, las instituciones culturales, las casas editoras, los talleres, los escalafones académicos, los sistemas de becas, las carreras de letras.
Aterra contemplar cómo los jóvenes novicios, cada vez más temprano y cada vez con menos excepciones, restringen su horizonte de intuición, así como su margen de acción, aprendizaje y escritura, al sueño baladí de convertirse en escritores. Escépticos precoces de cualquier “algo más”, felices ignorantes de todo más allá, encaminan sus trabajos y sus ensueños hacia el objetivo primordial de publicar, ganar certámenes, impartir seminarios, ejercer desde arriba las paternidades tiránicas o benevolentes que hasta ahora han recibido desde abajo. Ser famosos. Odiados o queridos, pero famosos. Y hasta ahí. Non plus ultra. No ver, sino ser vistos.
Por supuesto, cada cuál es responsable de sus pies. Cuesta arriba o cuesta abajo, de cara a la infinita llanura o parado en el borde del abismo. Pero considero que parte del trabajo de escritor ha sido siempre, sigue siendo hoy todavía, recordarle a los otros, en general, el más allá donde poesía y literatura se dimensionan, justifican y proyectan patrimonio humano.
Por mínimo sentido de dignidad gremial, por elemental respeto al oficio en que nos hemos elegido, por humana complicidad y solidario reconocimiento, habría que recordarles lo que están en condiciones todavía de recobrar. Sobre todo si, de cara a la literatura, nosotros lo hemos perdido sin remedio. Y compartirlo no como ese sabio al que nadie necesita, ni como ese maestro que no pidieron, ni como ese hermano mayor al que envidian y detestan. Compartirlo como el llano compañero de ruta y oficio que somos, apenas con un tramo un poco mayor de zozobra y sospecha recorrido.
Joven que quieres ser poeta, novelista, cuentista, ensayista, dramaturgo. Recuerda. No llegaste a la literatura de la mano de la literatura; llegaste a la literatura de la mano de la vida. Gozar los privilegios de unos ojos, exige asumir las demandas de la travesía que los labró mirada.