sábado, 23 de abril de 2011

OPERACIÓN BURLESQUE




para Toño Monter


En “El sencillo arte de matar”, Raymond Chandler entona una fervorosa letanía cuyo protagonista y destinatario no es ningún santo en el sentido convencional del término. Pudiéramos llamarle la oración del detective. Por estas malas calles debe andar un hombre que no es malo, que no tiene mancha ni miedo; un hombre que debe ser el mejor hombre de su mundo y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. Cosas así. El detective duro como romántico reducto de a pie para la dolorida y amenazada lucidez, sobre el fondo de un opresivo paisaje a contraluz.
Me inicié en esa fe durante la adolescencia, aunque sospecho que su estigma venía ya impreso en mi piel con mucha antelación. Las vacaciones de mi adolescencia fueron por norma vacaciones negras. Aquella semana en Cuernavaca, cuando la biblioteca de mi abuelo (casi toda ella policiaca) y su videocasetera betamax (entonces modernísima) me revelaron en simultáneo a Chester Himes y a Taxi Driver. Aquel invierno de 1985, arropado por polvo de escombro en los traseros del Mercado de la Lagunilla, donde habían reubicado provisionalmente a mi abuela junto a otros damnificados. Aquella primavera con mi primer Chandler bajo el brazo, frente a la vidriera de un café de chinos. Aquel verano vorazmente consumido en la sala inferior de la Biblioteca del Planetario, donde leía y releía a Conan Doyle y a Hammett. Aquel desvelarme ante la máquina de escribir, confeccionando persecuciones y lloviznas con la sensación de que la literatura, el amor y la vida estaban ahí nomás, al alcance, esperando que les metieras mano. Aquella peregrinación ritual, respetada hasta hoy, tras los pasos de Filiberto García en el Callejón de Dolores.
Me soñaba a la medida de ese sueño, con pleno entendimiento de que su silueta en modo alguno le calzaba en el espejo a mi rostro reflejado. No tengo cicatrices en las manos; un 38 Special me habría sacado ampollas. A veces me cedían el asiento en el transporte público, pensando que era yo una muchacha algo desaliñada y zangaruta; habría naufragado en una gabardina con hombreras. Tenía la cabellera muy larga y muy rizada; con sombrero, tendía a parecer comparsa de los Muppets.
Y aunque la fisonomía exterior haya mudado de modo radical, la sombra ojos adentro ha cambiado muy poco. Esencialmente uno define la medida de su rostro interior antes de los veinte años; lo demás viene a ser un vals o un ping-pong entre el disimulo y el énfasis.
Sé jugar al póker, pero nunca he apostado otra cosa que semillas de frijol o de maíz palomero. Me gustan las cantinas, pero no las frecuento para ahorrar mutuas incomodidades a la hora de ordenar sólo Coca-Cola. Soy consciente y orgulloso heredero de rabias muy diversas, pero nunca me he liado a golpes con nadie. Sé sufrir desamores con alma de mariachi, pero no acompañarlos con humo de tabaco ni vapores alcohólicos. En definitiva, nunca habría sido postulante elegible para protagónico en una novela de Chandler. Vamos, ni de comparsa en una película de Juan Orol.
Y sin embargo, contra la manifiesta evidencia de los hechos, suele asaltarme la sospecha de que por esas calles malas debe andar un hombre que se llama como yo, y que vive en representación mía otras vidas, manteniéndolas a buen recaudo para el inopinado momento en que concurra fugazmente a alguna de ellas. Haciéndome sitio en la medida de unos pasos donde habitualmente me resulta imposible reconocerme, mas cuyo ritmo empero no termina de resultarme por completo extraño cuando lo camino.
De vez en vez regreso a algunos pulsos y rostros que, sin pertenecerme, son sin lugar a dudas míos. Y una confusa mezcla de alborozo y nostalgia se aparece cuando, frente a los portales más añejos de la megalópolis dormida, me comento entre la basura y los perros de los hombres del alba que yo pude haber vivido ahí; o cuando al brutal reojo de una mirada de delirio queda del todo claro que en aquella otra vida nos hubiéramos amado para siempre; o cuando, a través del cristal de la botella, el guiño del amigo se lamenta tu ausencia en tantos otros edenes e infiernos compartidos.
Pero no hay aquí de por medio melodramas ni tragedias.
Al final de las cuentas, el rostro es lo de menos, el nombre es lo de menos. Cada otro que se cruza conmigo en la calle soy yo mismo, sin propiedad ni adeudo, sin currículum.
Así me elige voz lo que pregunto, si afinando el oído atino a entresacar de entre el tropel de susurros atisbados el hilo de una historia. Otra cosa será ya después enfrentarse a la página en blanco, empuñando el revólver, peleando a brazo limpio o encarándola con rostro imperturbable, como los mejores detectives de la serie negra. Ignorante de si al término de la jornada lo escrito logrará consignar, aunque sea de la forma más tenue, el perfume advertido, el eco de la música a cuyo son bailamos.
El acecho de esa música comienza a ritmarnos el paso mucho tiempo antes de que estemos en condiciones de advertirlo, o al menos antes de que transparentemos el afán de traducir a palabras la advertencia. La esquina del Eje Central Lázaro Cárdenas con República de Ecuador ha estado en mi memoria tanto tiempo, que de pronto me da por preguntarme si no será más bien al revés: quizá sea esa memoria que supongo mía la que brota de prestado al mínimo atisbo, material o no, de la urdimbre de calles y rincones a los que dicha esquina sirve de umbral.
Cierro los ojos y me habita esa esquina. De un lado, el club Bombay, que ha transitado con la socarrona parsimonia de los mejores sobrevivientes el tortuoso tránsito histórico y gramatical que va del cabaret el antro. Nunca llegué poner un pie en su interior, y las prendas de nuestra relación corresponden al orden de los fragmentos diurnos, pero con el Bombay podías jugar. La redonda sonoridad de su título, que paladeabas y deformabas hasta la trompetilla o la tonada; sus puertas entreabiertas a la resolana matinal, para ventilar los humores nocturnos y permitirte un fugaz atisbo de sus ocultos reflejos interiores, mientras dentro barrían; el titilar de su marquesina en las primeras horas de la sombra, cuando tú marchabas rumbo al resguardo de casa y él apenas comenzaba a desenvolver sus secretas intemperies (intemperies que jamás conocerías).
Cierro los ojos y me habita esa esquina. Muy distintas providencias demandaba el Burlesque de la acera contraria. Las habituales travesías de mano de mi abuela, hasta cierto punto permisivas tratándose de entrever los misterios del Bombay, delimitaban una tajante e inviolable distancia tratándose del Burlesque. Fue siempre el edificio del otro lado de la calle; ante cuya fachada, si no había más remedio, se pasaba con prisa redoblada, mirando hacia otro lado. Un cuerpo de mujer semidesnuda rotulado en la fachada, hileras de nombres que nunca alcanzaban a leerse bien a la distancia, carteles ocres pegados en los postes.
En el extremo opuesto del mundo conocido, al radical poniente de la geografía sentimental con que mi abuela configuró cuento y canto mi infancia, se alzaba la iglesia de Martínez; ahí escuché la mayor parte de las misas de mi vida, ahí hice la primera comunión, ahí saldé las cuentas con el dios de mis mayores. El Burlesque de Lázaro Cárdenas y República de Ecuador representó durante años el confín oriental de semejante universo. Seguir adelante era viajar a países más o menos extranjeros; seguir hacia dentro, la opción todavía no advertida de redescubrirte en alguno de los otros que también hubieras podido ser.
Seguí hacia dentro mucho tiempo después. Tres veces a lo sumo. La familiaridad experimentada acaso tenga menos que ver con ese que deambula con mi nombre, viviéndome otras vidas, que con la seca generosidad de los subsuelos. El acomodador no hacía distingos al conducirte hasta tu asiento ni al indicarte que sólo podrías arrimarte a la pasarela con la siguiente tanda. Los guiños de complicidad o los encogimientos de indiferencia del público asistente no te discriminaban. Las artistas te encaraban con la misma malévola ternura o el mismo continente burocrático que a todos. Tan brutal democracia no llegó a violentarla ni siquiera el hecho de que un día incurriera yo en el mal gusto de presentarme portando una bolsa de libros recién comprados.
Jodorowsky dice en algún sitio que se trataba del verdadero teatro surrealista. Yo opino que se trataba de otra cosa. No mejor, no peor. Distinta. Conseguí maravillarme, igual que ante un fósil rescatado de la era Paleozoica, con un intermedio cómico digno del peor Resortes; una parodia de Clavillazo en fase terminal recitaba chistes bajo lluvia de mentadas. Miré decenas de monótonos bailes, ya por completo asimilados a la estética del teibol; mujeres exiliadas de casi todos los ensueños, que bailaban semidesnudas durante la primera pieza musical y se desnudaban por completo durante la segunda. Contemplé escenas de happening que parecían concebidas por un Sade pudibundo y puestas en escena por un Rulfo medio borracho.
Un día me enteré de que el Burlesque de Lázaro Cárdenas y República de Ecuador acababa de incendiarse. ¿Demasiado calor acumulado? ¿El justo desenlace decretado por el cielo para todas las proscritas secuelas de Gomorra y Babilonia? ¿La llana decrepitud del uso? Ha quedado el cascarón, la cortina metálica bajada. En las altas horas de la madrugada, la música estridente del Bombay estremece el hollín y multiplica los ecos en su interior para siempre desierto.
El fantasma de uno de los otros que soy o pude ser, deambula por sus entrañas calcinadas. Otro de ellos, con una mujer toda sudor y lentejuelas sentada en las rodillas, seguro que ahora mismo levanta un vaso de ginebra o de vodka a la salud de los ensueños sin remedio perdidos. Otro más, en silencio, pone el punto final y contempla la página.

sábado, 16 de abril de 2011

POEMA

para Gustavo Ogarrio

Son confusos, inciertos, improbables,

los orígenes del feroz absurdo

según el cual algunos elegidos,

sentados a la diestra

del padre o de su ausencia comprobada

tienen derecho a reclamar la tierra,

hasta la persuasión o hasta el despojo,

por privada heredad.

Pero no ha habido fe más perdurable,

ni devoción que haya costado tanto,

ni convicción que se haya permitido

licencias parecidas

por un tiempo tan largo

ni sobre tanto espacio y tantas almas.

No sé de qué manera,

pero sería hora de parar.