lunes, 26 de septiembre de 2011

LUCIÉRNAGAS

para la Chaquis

Los gigantes de la montaña, obra teatral en cuya escritura trabajaba el narrador y dramaturgo siciliano Luigi Pirandello al morir, durante diciembre de 1936, incluye el siguiente diálogo a propósito de las luciérnagas: “¡Luciérnagas! Son mis luciérnagas de mayo. Estamos aquí, como a la orilla de la vida, Condesa. A una voz de orden, la orilla se aleja, entra en lo invisible, surgen fantasmas. Es natural, ocurre lo que es habitual durante el sueño. Yo consigo que ocurra también durante la vigilia”.
El pasaje le permite a Pirandello no sólo plantear de manera concisa y transparente su idea de lo que es el teatro, sino también desplegar en pleno la noción, tan cara para él, de teatralidad total.
Cuarenta años más tarde, cerca ya de concluir la década de los 70, las luciérnagas (quién sabe si esas mismas luciérnagas fronterizas entre la vigilia escénica y el sueño dramático) sirvieron de punto de partida para que otro escritor natural de Sicilia, Leonardo Sciascia, acometiera una de las más lúcidas disecciones jamás practicadas sobre el orden político italiano, y a través suyo sobre las implicaciones generales de la llamada Razón de Estado en la sociedad capitalista contemporánea. La mención a las luciérnagas al inicio de El caso Moro constituye un homenaje de Sciascia, aunque no dedicado esta vez —como solía ser habitual— a Pirandello, su admirado paisano, sino a Pier Paolo Pasolini.
Pocos meses antes de su brutal y turbio asesinato, Pasolini había escrito un artículo donde proponía dividir la historia de la Democracia Cristiana (partido hegemónico en Italia durante más de cuatro décadas) en dos fases, cuyo parteaguas se ubicaría a inicios de la década de los 60, durante la época en que la contaminación ambiental provocó la súbita desaparición de las luciérnagas, cuando menos dentro de ciertas porciones del territorio italiano.
Antes de iniciar su puntual desmenuzamiento del secuestro y la ejecución de Aldo Moro (uno de los líderes históricos de la Democracia Cristiana) a manos de las Brigadas Rojas (organización armada de extrema izquierda), Sciascia retoma la idea de Pasolini en el sentido de que, a partir de la desaparición de las luciérnagas, Democracia Cristiana comenzó a configurar e instrumentar un lenguaje nuevo; una jerga que, simulándose depositaria exclusiva de la capacidad de enunciación de la realidad pública, en realidad no estaba diciendo nada, no pretendía decir nada; una forma de expresarse enrevesada, hermética, incomprensible, destinada menos a explicar los motivos detrás del poder que a preservarlo a toda costa sin tener que darle explicaciones a nadie. Un cantinfleo político a la italiana, que merecería ser contrastado tanto con el que empleaban sus pares mexicanos durante la época dorada del priísmo, como con el dialecto policiaco-empresarial de nuestra actualidad panista.
Cada vez que escucho a los voceros de nuestras administraciones federales, estatales y municipales, aseverando que para revertir los devastadores daños provocados por el rumbo económico, político, cultural y social tomado por el país durante los últimos treinta años, no existe más alternativa que aprobar las reformas estructurales que le permitan al país profundizar el rumbo económico, político, cultural y social que ha tomado el país durante los últimos treinta años, me da por sentirme no sé bien si en el bote de basura donde tiraban Franz Kafka o cualquiera de los dramaturgos del Teatro del Absurdo sus borradores malogrados, o más bien en la pista de un circo de tercera, recibiendo bofetadas vestido de payaso.
Sin embargo, las opciones para leer El caso Moro en clave mexicana y actual van más allá de la institucionalización política, empresarial y mediática de una retórica devastadora y hueca. El filón temático llamado a hacer de la primera edición mexicana del libro (este año, a cargo de Tusquets) un pertinente acontecimiento editorial, literario y reflexivo, es sin duda la manipulación retórica del concepto “razón de estado”, que un gobierno puede llegar a consentirse para pasar por encima del más elemental derecho a la sobrevivencia de aquellos a quienes en teoría sería su obligación salvaguardar.
Hace más de cinco años que no veo en Morelia una sola luciérnaga. La penúltima vez que sucedió, íbamos de regreso a casa hacia el anochecer. El fraccionamiento donde vivo estaba todavía en proceso de construcción y escasamente habitado, de modo que varias de las originales prendas rurales del territorio que la empresa urbanizadora había adquirido para alzarlo, se mantenían intactas para los pocos (y en ese sentido afortunados) vecinos. Bajábamos del camión cuando advertimos que la glorieta de acceso estaba poblada por un cúmulo de flotantes lucecillas blanquecinas. Bárbara, espécimen urbano a quien hacía apenas unos días la falta de alumbrado público le había revelado la increíble potencia de la luna llena en medio de la intemperie nocturna, se quedó largo rato ahí, sola, mirándolas.
Aquellas luciérnagas permanecieron entre nosotros no recuerdo durante cuántos días. Caprichosas, impredecibles, inconstantes y, sin embargo, irrefutablemente puntuales. Una noche salías a buscarlas y no aparecían por ningún lado, haciéndote maliciar crueldades infantiles armadas de frascos, matamoscas y alfileres, indeseables y fulmíneos exterminios a cuenta de un escape abierto, o espejismos, ilusiones y engañifas torpemente entretejidos por un exceso de fantasía, deseo y deformación literaria. Y luego, cuando tú andabas en otra cosa y no tenías tiempo, cabeza, corazón ni piel para luciérnagas, volvían a aparecer, aunque ya no llegaran a desplegar otra vez la vistosa espectacularidad del primer encuentro.
Despedimos el fin de la estación con cierta melancolía, que la alborozada expectativa del reencuentro atenuaba. Pero el año siguiente no se dignó a regalarnos siquiera el torpe consuelo de una desaparición absoluta, capaz de ayudarnos a olvidar sin más ni más el prodigio. La desaparición de las luciérnagas vino a hacerla más evidente y dolorosa la solitaria presencia de su viviente resplandor una sola noche, en la ventana. Un único bichito errabundo al otro lado del cristal, que en la parsimonia de su vuelo sugería no tanto la hipotética guarida de la que sin duda había brotado, como la instauración de un definitivo exilio.
El día que secuestraron Aldo Moro, la prensa y la clase política italiana reaccionaron en unánime bloque. Se trataba según ellas de un desafío contra el Estado Democrático, que éste no podía excusar. “El país acepta el desafío” es para Leonardo Sciascia la frase que mejor sintetiza la retórica dominante por esas fechas. Y añade enseguida: “Tragicómica retórica, cuando la leemos cuatro meses después y con un único terrorista detenido”.
Me pregunto qué opinión le hubiera merecido a Sciascia la retórica dominante del poder económico, político y mediático mexicano, empecinada en que nuestra “democracia imperfecta” debe afrontar en términos de mano dura y despiadada guerra sin cuartel el desafío que representa el crimen organizado. Me pregunto sobre todo a qué término se puede apelar, ante la clara insuficiencia de “tragicómico”, cuando seguimos escuchando el mismo intacto sonsonete seis años después, con un crimen organizado patentemente dueño del país, intacto o más bien consolidado en sus prebendas, penetración y alcances, tal lo atestiguan sólo la semana pasada (¿para qué ir más lejos o más cerca?) los botones de muestra de Guerrero y Veracruz.
En 1978, la Democracia Cristiana decidió inmolar a Aldo Moro, negándose a la negociación que le hubiera salvado la vida, en nombre de la razón de Estado. En nombre de la razón de algo que ella misma se había encargado de conservar inexistente durante décadas (dice Sciascia: “la razón por la que al menos una tercera parte del electorado se identificaba y se identifica con el partido democristiano radica precisamente en que éste no tiene ninguna idea de Estado, cosa tranquilizadora y hasta tonificante”). ¿En nombre de quién merece colocarse en perspectiva de inmolación a la población civil de todo un país?
Hace cosa de un año, cierta noche de sábado, mataron a balazos a dos personas a la entrada de la calle donde vivo. Un problema personal: alcohol de más, palabras de más, uno de los rijosos que a punta de pistola finiquita primero la discusión con su interlocutor, y luego persigue a la joven que lo acompañaba, para abatirla en la puerta misma de uno de mis vecinos. Los partes periodísticos dirán que se trató de un crimen ajeno por completo a la delincuencia organizada. El punto donde cayó la primera víctima debe hallarse a la misma distancia de la glorieta donde hace más de un lustro vimos a las luciérnagas mientras bajábamos del camión, y de la ventana donde aquel otro bichillo nos anunció un año más tarde no solamente su exilio, sino también el nuestro.
Esa noche me tocó escuchar los balazos y los gritos, así como mirar la confusa carrera a lo lejos, a través de las cortinas. Bárbara dormía. Yo estaba viendo una película de Godard. Made in USA, de 1966.
La glorieta de las luciérnagas está llena de basura que los perros dispersan y que nadie recoge, porque nadie considera que esa basura sea suya. Tal vez parezca absurdo pensar que eso tenga alguna relación con la delincuencia organizada. Pero yo pienso que sí. Tanto con la delincuencia organizada desde la razón de Estado, como con la delincuencia organizada más allá de toda razón y todo Estado.
Al final de Made in USA de Godard, dos personajes hablan de las batallas por venir. Las batallas de la Historia, antes de que la mayúscula comenzara a estar mal vista y resultara políticamente incorrecta; las batallas de la izquierda, antes de que la mala conciencia ante sus propias miserias la redujera a insustancial añagaza geométrica ante el reparto del poder. Una mujer y un hombre conversan en un auto, camino no se sabe bien hacia dónde.
Pienso que estar viendo esa película esa noche justa, tampoco tuvo nada de casual.