viernes, 21 de abril de 2017

Apuntes sobre el arte de la historieta


Little Nemo de Winsor McCay

Por principio de cuentas, considero de mínima decencia manifestar que me encuentro más bien lejos de ser un especialista en historieta, o algo parecido. Si me permito redactar las presentes líneas es ante todo desde la condición de lector entusiasmado por compartir con el prójimo determinados alborozos, en la esperanza de multiplicar complicidades y madurar fecundas cofradías. Desde que tengo memoria, esa peculiar modalidad de la felicidad que es la lectura de historietas ha sido de medular importancia para mi travesía vital.
Aun cuando se antoje una obviedad decirlo en un contexto donde las redes sociales del mundo virtual han convertido al comentarista no especializado en supremo y a menudo autoritario rasero valorativo para este y otros temas, plantearse una aproximación al cómic lo más integral posible debe contemplar no sólo a los hacedores clave involucrados en su manufactura (dibujantes, guionistas, editores), así como a aquellos especialistas capaces de establecer las pertinentes y necesarias conexiones que sea menester con la estética, la sociología, la historia, el periodismo, etc., sino también al llano público lector, que es a fin de cuentas el punto de llegada y de partida que legitima su existencia.
Me disculpo de antemano por los tonos de amargado postadulto que pudiera en un momento dado involuntariamente adoptar (“en mis tiempos todo era mejor que ahora”). De ninguna manera es mi interés censurar ni instruir a nadie respecto a lo que debe leerse y lo que no. Si las historietas me han acompañado desde la más temprana etapa de mi vida con la festiva familiaridad que continúan haciéndolo, es justo por haberme evidenciado en más de una ocasión, y siempre en simultáneo, a la vida como espacio de libertad y a la vida como espacio de lucidez. Sólo desde la plena libertad se alcanza la verdadera lucidez; sólo desde la plena lucidez se alcanza la verdadera libertad.
Ejercer la libertad de leer historietas puede ser (aunque no lo garantice en automático) una privilegiada modalidad de ejercer la libertad a secas. Es la crónica de mi personal modalidad dentro de dicho ejercicio durante cosa de cuatro décadas lo que trataré de compartir aquí.
Vivo en un contexto mediático donde el universo de la historieta tiende a quedar remitido (si no con exclusividad, sí con inflexiones de potestad totalizadora) al cómic de superhéroes y sus ramificaciones, así como a las diversas variantes del cómic a la japonesa. En lo que a mí respecta, tanto mi devota experiencia de lector como mi curiosidad y mi gusto me eligieron por hogar perdurable en la historieta territorios que no pertenecen ni a una ni a otra categoría, y que no obstante resultan tanto o más vastos que ambas.
Evaristo de Francisco Solano López
Para situar lo que, con fines prácticos y licencia lírica,  cabría resumir como mi patria de tinta china y papel revolución, creo indispensable explicar primero que nada que nací y crecí durante una época donde ser lector de historietas constituía un rasgo irrecusable para todo ciudadano promedio. Ignoro a qué porcentaje puede ascender en la actualidad el número de niños lectores de cómic; acaso sea alto, acaso no. Lo cierto es que resulta viable y normal la opción de un niño que no lea historietas. Tenemos un síntoma claro de semejante estado de cosas en el hecho de que la industria mayoritaria del género se concentre ahora en un público de más avanzada edad y que el perfil de consumidor de cómics en el imaginario colectivo corresponda más bien a la adolescencia.
A mis alumnos de bachillerato les provoca cierto azoro que les relate haber transitado mi infancia en unos años donde todo niño mexicano se sabía las canciones de Cri-Cri, y donde todo adulto conocía la trama y las frases esenciales de la filmografía clave de Pedro Infante. Dicho desde el presente el aserto puede parecer una exageración, cuando se trata sólo —y cualquier miembro de mi generación puede atestiguarlo— de la verdad pura y llana. Así como hoy constituye una excentricidad, una anomalía periférica, hablar de un niño que se mantenga por completo al margen de la influencia de los videojuegos, hacía los años 70 se asumía que los infantes por naturaleza leían historietas… y veían televisión. A diferencia de la generación de nuestros padres, para la cual el entretenimiento televisivo constituía una realidad novedosa con amagos ya de omnipotencia, pero aún no distribuida indiscriminadamente en todos los niveles sociales, cabría sentenciar que la mía fue la primera promoción de niños mexicanos para los cuales resultó normal que en cada casa del país hubiera cuando menos un televisor.
Los niños, pues, jugábamos, veíamos tele y leíamos monitos. Y lo hacíamos en medio de un contexto general donde los monitos constituían además la lectura base del mexicano promedio sin distinción de edad.
Quiero entresacar cierta elocuencia misteriosa del hecho de que no las llamáramos historias de monitos, ni historietas, ni cómics (ni hablar de esas extrañas y medio pedantes polémicas actuales para exigir que se le llame “arte secuencial” o “narrativa gráfica”). Las llamábamos cuentos. “Voy por un cuento al puesto de la esquina”, “mamá, ¿me compras un cuento?”, “¿ya leíste el último cuento del Hombre Araña?”. De la misma forma que en pleno siglo XXI ciertas abuelas de la era postdigital continúan apelando sin saberlo a una memoria que se remonta hasta el Siglo de Oro Español al llamarle “comedia” a la telenovela, y de la misma forma que “cuento” (término que en sentido estricto define a cualquier ficción narrativa breve) tiende a asociarse sobre todo con las historias fantásticas e infantiles, para nosotros decir historieta era decir cuento.
Algunas de las más entrañables zonas evocativas de mi infancia están pobladas de cuentos (cómics, historietas, monitos, tebeos). Sitios de prodigio, magia, misterio e indefinible expectativa, confeccionados sobre todo mediante el elemental recurso de acumular pilas de revistas hasta atestar el espacio disponible. Al lado de la puerta de la vecindad donde vivía mi abuela, y donde sin exageración ni retórica puedo aseverar que aprendí a imaginar y escribir, estaba un expendio de revistas usadas que ya había hecho soñar a mi mamá al punto de izarla sonámbula para ir a comprar cuentos a medianoche, y que presidió (junto con cierto puesto de juguetes en el mercado a la vuelta de mi casa) significativa porción de mis ensueños infantiles. Ir al apretado cuarto, estrechísimo, con apenas una minúscula ventana abierta al exterior, donde vivía mi padrino, era sí ir a disfrutar su presencia, compañía, cariño y atención; pero era también el regocijo material de desvelarse con su colección de historietas y juegos de mesa.
La vida estaba llena de cuadritos, de globos y de trazos.
Leí todo el espectro de producción infantil, dominado en la época por Editorial Novaro. Super Ratón, La pequeña Lulú, Lorenzo y Pepita, Daniel el travieso, Sal y Pimienta, Periquita, Archie, Porky, El Pato Donald. Pero pronto decanté mi predilección hacia los cuentos de aventuras. Tarzán  y El llanero solitario alcanzaron a ser mis primeros superhéroes durante un tiempo en el que resultaban ya plenamente retros, como preludio para la pléyade que poblaría vigilias y desvelos durante la siguiente década de mi vida.

Spiderman por Steve Ditko
Los superhéroes propiamente dichos de los hoy omnipotentes universos Marvel y DC fueron los encargados de proveer para mí, a lo largo de un marco temporal que puede situarse aproximadamente entre los seis y los catorce años, el material épico y mítico que a mis mayores les había proporcionado la pantalla cinematográfica, y que en los segmentos sociales tocados por la cultura literaria se supone corresponde a los llamados clásicos juveniles (Salgari, Verne, Stevenson, Conrad, Dickens). Esa necesaria identificación de las potencias éticas, morales, históricas y espirituales en que las almas adolescentes principian a templarse, que el irregular Fernando Savater glosa de modo tan brillante en La infancia recuperada,  y que Borges pudo recoger directamente de La Odisea, Gilgamesh, Beowulf o Las Eddas, en mi caso corrió por cuenta de Batman, Linterna Verde, Flash, Los Cuatro Fantásticos, Aquamán y —de manera señalada— Los Vengadores y el Hombre Araña, cuyos nombre nadie sentía escrúpulo por pronunciar en castellano.
Mi fidelidad a sus aventuras entintadas determinó que, pese a corresponderme por edad la espectacular y casi obligatoria irrupción de la primera trilogía de Star Wars, pudiera conservarme por completo impermeable  al influjo Jedi  y al barato esoterismo de “la fuerza”. Y no que yo atribuyera peculiares virtudes educativas o filosóficas a mi galería de poderosos superdotados; era la mía una devoción visceral, ajena a la necesidad de toda coartada discursiva. El día que la autoridad paterna determinó que mi colección completa de paladines Marvel, publicada por Novedades Editores, debía ir a dar al bote de la basura en razón de sus mendaces proclamas catequísticas a favor del imperialismo yanqui, permanecí por completo ajeno al contenido ideológico de la polémica. En aquel tiempo quedaban por completo fuera de mi órbita de comprensión los términos comunista y anticomunista. Y si he de ser sincero, ya mis actitudes, filias y fobias personales acusaban la franca propensión zurda que —hasta por razones supongo yo genéticas— permea mi manera de ver el mundo y de transitar por él hasta hoy.
A partir de entonces, comprar y a hurtadillas leer (siempre que el presupuesto me lo permitiera) la semanal entrega de las cuitas de Peter Parker, y del equipo alternativamente comandado por Iron Man y el Capitán América, por ridículo que así dicho suene, se convirtió en mi primera forma de resistencia al interior del seno familiar: el primer inequívoco síntoma de que la infancia había llegado a su fin.
Dejé de comprar y leer historietas de superhéroes justo a la edad en que ahora muchos comienzan a hacerlo. Tenía quince años. Y no hubo de por medio anatemas ideológicos o estéticos, ni melodramas domésticos, ni pudores sociales por el hecho de seguir consumiendo algo que por entonces se consideraba en exclusiva lectura para niños. Simplemente mi curiosidad y mis ensueños se habían mudado en otras direcciones.
Jamás los héroes de Marvel y DC volvieron a ocupar su sitial perdido, por más que algunas piezas sueltas (Frank Miller, Alex Ross, Batman Black & White, Arkham Asylum de Morrison y McKean) consiguieran de cuando en cuando reclamar mi atención y ganar mi gratitud. La nula capacidad épica de La muerte de Supermán y la insípida actualización transecular de Ultimate Spiderman sólo conseguirían a la postre ratificar mi ya para entonces firme convicción de que la verdadera vida de cuadritos estaba en otra parte. Seguí acumulando información sobre los nuevos avatares de aquella épica patria de mi infancia, me perdí prácticamente dos décadas de aventuras y personajes nuevos, jamás entendí cómo alguien podía concebir que Venom fuera mejor que el Doctor Pulpo.
Cuando mi hijo estaba por nacer, sin necesidad de debates o planificaciones, me quedó claro que por cuanto a mí correspondía iba a legarle mi vieja devoción como otros heredan una nariz chata, la camiseta de un equipo de futbol o el recuerdo de unas vacaciones inolvidables. Los superhéroes se han convertido a partir de entonces en terreno de complicidad que a todos en casa nos regocija, frente a los cuales ha resultado inevitable ponerse al día, y que a veces también (por lo menos a la pareja de adultos involucrada) nos abruma.
Pero las relaciones de mi niñez con la historieta no habían quedado en modo alguno restringidas a tales dominios. Además del resto del cómic infantil norteamericano que imponía su supremacía en los puestos de periódicos, otras manifestaciones vinieron a ocupar sitio como referentes fundamentales para mí.
La Familia Burrón de Gabriel Vargas
La familia Burrón de Gabriel Vargas representó un hábito familiar desde mis más añejos recuerdos. Con especial predilección por Ruperto Tacuche (sus cuitas de ex-hampón irredimible, sus claustrofóbicos dramas sentimentales con Bella Bellota y sus bolsas de pan caliente a las seis de la mañana), debí leer cantidades industriales de ejemplares suyos, algunos de los cuales conserva encuadernados por ahí una de mis hermanas. Mi mamá era la responsable de dicho hábito, que glosaba ponderándonos otras historietas a las cuales sólo accedería yo directamente de modo tardío (Los Supersabios, Rolando el Rabioso).
Los Supermachos, Los Agachados y Rius en general, fueron temprano aporte de mi padrino, quien debió alcanzar a reunir durante cierto tiempo una envidiable colección de publicaciones contraculturales dentro de la cual el cómic tuvo siempre un sitio preeminente. Mención especial ameritaría como parte de dicha colección la magistral y hoy por completo olvidada Cucurucho, revista concebida por Rius para el público infantil, y en cuyas páginas aparecían las esplendidas tiras de Fernando Llera (Cucurucho el mágico, El ratón Gavín, Héctor y el detective), devorado él hoy también por el olvido.
Incursionar en la historieta con expectativas serias de exploración estética, voluntad pedagógica, visión contracultural y posicionamiento ideológico de izquierdas, constituyó un fenómeno del que en nuestro país acaso Rius fuera la figura más visible, pero que de ninguna manera quedaba circunscrito a él. Uno de los hallazgos y de las estrategias medulares para la generación que protagonizó las revueltas juveniles de finales de los años sesenta, consistió tanto en aprovechar y reenfocar diversas manifestaciones expresivas de la llamada cultura de masas, como en incidir con ellas dentro de diversos espacios de la institucionalidad oficial durante la década siguiente.
Considero privilegio y motivo de ufana presunción el hecho de que los libros de texto gratuitos durante mis años de educación primaria, así como diversas publicaciones gubernamentales de toda índole, contaran entre su elenco de ilustradores a maestros como Carlos Dzib, Palomo o Helio Flores, dibujantes, humoristas e historietistas de primer orden.
Entre finales de los setenta y principios de los ochenta, la SEP lanzó un proyecto que no deja de resultar interesante, pese a sus posibles puntos flacos y su discutible éxito efectivo en materia de lectores: narrar la historia de México con formato de historieta mediante una serie de volúmenes a color titulados México, Historia de un Pueblo, y un número semanal en blanco y negro titulado Episodios Mexicanos. Durante esa misma década, la Dirección General de Culturas Populares alcanzó momentos de irrepetible esplendor con la realización de varias exposiciones monográficas (sobre el circo, el teatro de revista, el pan tradicional, etc.); la consagrada al cómic pervive de alguna suerte en los tres gruesos tomos de la enciclopedia Puros Cuentos, aún accesibles en algunas librerías, pero sólo quienes recorrimos sus pasillos —atestiguando fotografías, cromos, instalaciones y maquetas a tamaño natural— podemos atesorar en toda su magnitud el prodigio y el júbilo que representó pasar frente a la palapa costeña de Chanoc, asomarse por la ventana a una de las míseras casuchas de El Cuarto Reich de Palomo, y toparse nariz con nariz a Borola, Kalimán o Don Catarino.
Antes de referirme a dos efímeras pero imprescindibles revistas de la época, preciso es mencionar las adaptaciones historietísticas de clásicos para jóvenes y niños, que desde los setentas circulaban profusamente; sobre todo la serie española Joyas Literarias Juveniles publicada por Bruguera, y las series mexicanas Clásicos Infantiles y Clásicos Ilustrados publicadas por La Prensa. Y todavía haría falta referir quizá que hacia mis diez u once años descubrimos y leímos en casa a Mafalda con el furor necesario para acabar memorizando cada diálogo y cada cuadrito de los doce tomos publicados en México por Editorial Nueva Imagen; y que con mi mejor amigo de la primaria nos instalábamos en el departamento de libros de algún Sanborns para leer Astérix y Lucky Luke. De alguna suerte, el viraje de ruta para mis predilecciones en materia de historieta había comenzado ya a consumarse, aunque yo no tuviera manera de advertirlo.
Las dos imprescindibles revistas a que antes aludí fueron Snif y Bronca, cada una de las cuales según recuerdo apenas alcanzó a llegar al número cinco. Desde sus páginas atiné puerta de entrada al noble y sólido universo del cómic argentino, a la historieta española que tras la muerte de Franco venía experimentando un período de esplendor y apoteosis, y al venerable, longevo, multiforme venero originario de la historieta del resto de Europa. Acaso Joyas literarias juveniles de Bruguera, Mafalda de Quino y Astérix de Goscinny y Uderzo hubieran fungido como llave o vestíbulo preliminar para cada una de esas tres estancias perennemente perdurables en mi devoción.

Corto Maltés de Hugo Pratt
Imposible resumir en unas pocas líneas la amplitud de semejantes universos. De España me deslumbraron en automático Luis García, Ventura y Nieto y Carlos Giménez. De Argentina acabarían volviéndoseme carne y sangre para siempre Alberto Breccia, Francisco Solano López, el Alack Sinner de Muñoz y Sampayo, el “Negro” Fontanarrosa.
El cómic europeo resulta inabarcable en su vastedad de siempre renovadas maravillas; para cualquier lego nacional resulta insólito descubrir el prestigio y reconocimiento cultural de que goza entre la mayoría de las sociedades del viejo continente, su abundancia de autores, festivales, editoriales, premios y tiendas especializadas (donde el cómic de superhéroes y el manga suelen sólo ocupar un anaquel o una repisa, y no al revés); para mí como para tantos otros, un esencial punto de referencia frente a ese inmenso panorama serían Hugo Pratt en general y Corto Maltés en particular (arte mayor desde La Balada del Mar Salado hasta Las Célticas, desde Fábula en Venecia hasta Tango), al igual que la privilegiada plana de dibujantes que siempre acompañó como guionista a Alejandro Jodorowsky (Moebius en la saga de El Incal, Juan Giménez en La Casta de los Metabarones, Georges Bess en El Lama Blanco, Milo Manara en Los Borgia, etc.).
Al cabo, Eisner y Crumb me enseñaron a mirar, valorar y disfrutar con otros ojos el cómic norteamericano, dimensionando la enorme amplitud de sus vertientes y registros, e incluso revalorando a quienes en el específico subgénero de lo superheroico fundaron indeleblemente gracias a su talento (Jack Kirby, Jim Steranko, Neal Adams, etc.) y a quienes se limitaron a seguirlos con sólida destreza en el oficio.
El sentido del gusto y el sentido de búsqueda se ha mantenido fiel a aquellos nortes aportados a partir de los quince años por Snif, Bronca, Puros Cuentos, la revista Encuentro del CREA, orientadores artículos y reseñas diseminados por aquí y por allá en algún suplemento cultural, dos libros básicos del maestro Rius (La Vida de Cuadritos y Un Siglo de Caricatura en México). Pero también por la pronta evidencia de que no estabas solo en tu alborozada afición y tu paciente rastreo, cuando llegaban a tus manos ejemplares de La Regla Rota, Rambla o Heavy Metal; cuando recortabas de La Jornada Semanal cada entrega de La Croqueta de Jis, Trino y Falcón; cuando sostenías medio minuto de amistoso forcejeo con un desconocido de tu misma edad que acababa de descubrir al mismo tiempo que tú el mismo montón de las españolas El Víbora y Cómix en el infinito tianguis-bazar dominical de La Lagunilla; cuando, al sentir como propios El Gallito Inglés, La Mamá del Abulón y la primera etapa del suplemento Histerietas de La Jornada, no lo hacías desde ninguna excluyente individualidad sino desde una colectiva, fraterna y mayoritariamente anónima complicidad; cuando un buen día, a principios de los noventa, descubriste en tu propia ciudad una propuesta (fugaz, como siempre) de revista humorística y de monitos llamada La Diarrea.

Inodoro Pereyra de Fontanarrosa
Tuve por cofrade inmediata y sostenida durante toda esa larga travesía a mi hermana la segunda, quien desde el bachillerato elegiría como una de sus vocaciones de vida la realización de historietas. Hemos elucubrado argumentos juntos, le he escrito algún guión, he apoyado como polizón un par de los varios proyectos dentro del género que ha acometido (Los Hijos de la Tinta China, Búnker).
Como lo anuncié al inicio, jamás me consideraría un especialista o un erudito en el tema del cómic. Sobre todo porque dichos especialistas y eruditos efectivamente existen, y valoro y respeto demasiado su trabajo como para frivolizarlo, pavoneando tal si se tratara de doctas sapiencias las desordenadas informaciones e intuiciones que la vida le ha acumulado a mi experiencia de mero aficionado lector. Desde ese mismo estatus, no me siento bajo ninguna circunstancia obligado a la actualización ni a la obsesiva puesta al día. Leo lo que me gusta, doy seguimiento sólo a aquellos guiños que de manera genuina me entusiasman, y consagro a lo que no tienta mi curiosidad la misma indiferencia cordial (plenamente legítima) que este texto provocará sin duda en quienes circunscriben su fervor al manga o a las cotidianas novedades del mercado de los superhéroes. Ni siquiera me parece mal que Editorial Televisa se atreva a etiquetar parte de sus productos con la leyenda “cómics que desafían las expectativas de la novela gráfica” sólo porque quizá desafíen las expectativas promedio del consumidor cautivo de Marvel. Este es un mundo demasiado ancho, o mejor aún, un universo formado por mundos cada uno en sí mismo demasiado ancho, como para andarse peleando con risibles arrebatos de delimitador de guetos. La siempre indispensable crítica, la de suyo saludable polémica, han de disciplinarse a privilegiar en estos tiempos —según mi humilde punto de vista— el respeto a la elemental dignidad del otro; ya bastante alarma debía provocarnos el hecho de que la más insignificante discrepancia en fecebook, twitter o youtube, al alcanzar los cincuenta comentarios haya invariablemente devenido virulento intercambio de insultos.
A mi edad, de cara a ciertos temas uno tiende a actualizarse más bien en retrospectiva, por extraño que dicho así pueda sonar. Me ilusiono pensando que un día alcanzaré a tener en mis manos todas las historietas a las que pusieron guión los jefes de la novela policiaca Jean Patrick Manchette y Jerome Charyn, que me toparé de oferta los carísimos tomos de Corto Maltés que me faltan, que recuperaremos Meremagnum de Ventura y Nieto (que mi hermana intercambió en trueque hace años por uno de los clásicos de Manara), que dejo de ir al café durante un año para alcanzar a comprar en Amazon la obra íntegra de Alack Sinner publicada por Salamandra, que a la vuelta de cinco o seis navidades a lo mejor alcanzamos a reunir la colección completa de Tin Tin, que viajo a Barcelona con recursos suficientes para traerme de vuelta un grueso volumen de The Spirit, Little Nemo o Tardi. Cosas así.
No tengo moraleja. Las mejores historietas, como Mort Cinder o El Eternauta, suelen no tenerla. El único aprendizaje que se me ocurre compartir a modo de cierre es más bien una sospecha: la sospecha de que para enraizar sólidas en el presente las aéreas raíces de las frondas futuras, siempre será menester asentar el entusiasta vuelo de la imaginación sobre el generoso y renovado ejercicio de la memoria.

Mort Cinder de Alberto Breccia y H. G. Oesterheld