martes, 30 de mayo de 2017

El teatro de Antón Chéjov

Pulviscular. La palabra que, como moscardón viene a aletearme en la oreja cada vez que, en privado o en público, trato de dar con una cifra capaz de centrar de modo conjunto los cuatro grandes dramas chejovianos de madurez (La Gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos) es “pulviscular”. Dice el director Peter Stein que uno de los rasgos distintivos del teatro de Chéjov consiste en recortar las acciones “en una serie de miniacciones que forman una cadena de escenas minúsculas”. Buen punto para advertir la omnipotencia que lo pulviscular adquiere en todo lo que Chéjov toca, siquiera desde esos cuatro dramas.
La revolución chejoviana para la escena es el equivalente dramático de cuanto Marcel Proust ensayó desde la novela, aun cuando a primer golpe de vista acaso pueda parecer que Proust consuma, partiendo de zonas de interés y focalización muy próximas a Chéjov, una vuelta de tuerca mucho más radical.
Porque en Chéjov se reconoce, sí —y de modo casi unánime—, la preeminencia de cuanto por lo habitual es considerado anodino, banal y ordinario; parte de la maestría que festejan los comentaristas de su narrativa y de su teatro tiene que ver con la capacidad que despliega para volver digno de contarse y de leerse aquello que, en manos de otros escritores, sirve apenas como complemento y aderezo: útil desde la periferia a la hora de otorgar color, verosimilitud y coherencia a lo “realmente importante”, pero sin auténtica relevancia en sí mismo. No obstante, dicho elogio pareciera quedarse dando vueltas en una difusa zona fronteriza, donde nunca queda claro si el mérito será a final de cuentas haber reformulado desde sus propios cimientos las nociones de relevancia y banalidad, haber sabido sacar convencional provecho de materiales hasta ese momento despreciados por las convenciones vigentes, o de plano haber anticipado el desencanto nihilista de las décadas por venir bajo la visionaria convicción de que todo es irrelevante y trivial.
Divergentes y aun contrapuestas posturas ante el teatro, la literatura, el arte, el hombre y la existencia en general se desprenden del peculiar entendimiento que se tenga del universo chejoviano. Personalmente estimo que la tarea primaria de cualquier devoto de Chéjov, respetuoso a partes iguales de su escritura y su persona, consiste en evidenciar el hondo sentido de responsabilidad espiritual que en todo momento lo anima, las convicciones morales y éticas de su punto de vista, la comprometida solidaridad ante el prójimo de su convicción creadora.
Chéjov nos invita a mirar sin complacencias. Pero Occidente lleva ya demasiado tiempo conviniendo con inercial automatismo —y erigiéndolo axioma indiscutible— que mirar sin complacencias equivale a dictaminar por anticipado que el ser humano está podrido, que el mundo está podrido, que la realidad y la existencia están podridas. La objetividad se identifica así con un cinismo nihilista, impermeable a todo atisbo de luz. Por eso adquiere tal importancia distinguir en toda su amplitud las coordenadas esenciales de un escritor que, a la par de una aguda sensibilidad para captar la infelicidad, el desencuentro y el tedio, guiaba su aguda observación del ser humano amparado en una permanente sonrisa cómplice y en un hondo sentido de la comprensión. En lo personal, llevando acaso al extremo las intuiciones de varios de sus más lúcidos exégetas, considero que no se puede mirar y leer a Antón Chéjov si no es en una escala cósmica, aun cuando de entrada magnitudes tales se antojen tan remotas, tan ajenas a él. Será justo por la aparente insustancialidad de aquello en que demora su mirada, por el talante de doméstica cotidianidad en que semeja abstraerse, y por el riesgo de despacharlo a partir de ahí en cerrados términos de virtuosismo técnico o prestigio curricular acumulado, que diversas figuras, tales como Nemirovich Danchenko, Sergio Pitol, Antonio González Caballero, Raymond Carver, Galina Tolmacheva, Julio Cortázar o el propio Peter Stein insisten de modo tan sostenido como sutil en aguzar la atención y la intuición ante el pulviscular tumulto de impresiones que Chéjov nos prodiga, para advertir los múltiples y vastos más allá a que nos invita. Será por ello también que el propio Chéjov coloca en el primer acto de La gaviota (con su ironía, su ternura y su puesta en duda permanentes) esa obra tan extraña, tan atípica, tan convencionalmente antichejoviana, escrita por Konstantin Gavrílovich Tréplev.
Una pieza que juega, con alegóricas intenciones, a materializar sobre el pequeño escenario habilitado en una finca campirana un puñado de magnitudes metafísicas y siderales. ¿Qué actitud hemos de adoptar frente a ella? ¿Qué actitud nos atreveremos a aventurar que es la que adopta el autor de La Gaviota? Es cierto que, de cara al teatro, Chéjov compartía expectativas y entusiasmos de renovación análogos a los que el joven e infortunado dramaturgo de La Gaviota, a lo largo de cuatro actos, no se cansa de manifestar como contrapunto y prolongación de sus cuitas amorosas y existenciales; pero también es cierto que Chéjov nunca dio a los escenarios o a la imprenta nada que en términos de enfoque y manufactura se pareciera ni remotamente al texto que escribe su personaje. ¿Se toma en serio Chéjov lo que Tréplev dice en su obra? ¿Se toma Chéjov en serio la forma en que lo dice? ¿O en ambos casos se está riendo, primero y antes que nada de sí mismo?
El mundo de impresiones sensoriales que las novelas de Proust postulan como punto de partida para una reconfiguración general de la propia noción de realidad, es el mismo que Chéjov, a partir de La Gaviota, aspira a ver representado sobre el escenario teatral, ya no mediante digresiones discursivas, sino mediante la acción presente del actor. Dicho mundo de impresiones también interesaba a Constantin Stanislavski, y de ahí la confluencia entre ambos. Pero mientras Stanislavski veía en él un medio, Chéjov asumía ese mundo y su representación como el fin último y esencial de cuanto en teatro le interesaba decir. Y eso los distanciaba irreparablemente, según hacen constar diversos testimonios, a menudo despachados con excesiva ligereza por los comentaristas.
Los cuatro dramas de madurez de Chéjov fundan una teatralidad nueva, inédita, no porque con anterioridad la impresión de antidramática naturalidad cotidiana hubiera estado por completo ausente de los escenarios, sino porque hasta entonces nadie había concebido la opción de que pudiera convertirse en centro, fin y eje dominante de una propuesta dramática completa: un artificio capaz de aparentar naturalidad extrema, sostenidamente anticlimático, privilegiador del “no hacer”, ajeno a cualquier género de impostación, y apoyado esencialmente en la vivencia sensorial (antes que emotiva), así como en la construcción y combinación impresionista de diversas atmósferas (individuales, colectivas, de interrelación, espaciales, etc.).
En pleno siglo XXI, el espectador mayoritario difícilmente asociará tal naturalidad con la escena teatral, dadas las exigencias de proyección, énfasis y “agrandamiento” que ésta exige; sin embargo, hace tiempo que se ha habituado a ella, gracias a las posibilidades y exigencias que la actuación adquiere en el contexto cinematográfico.
Cuesta trabajo recordar que Chéjov fue el primero en soñar (y tomar medidas prácticas para llevarlo a efecto) un artificio escénico íntegramente sostenido por la fiel impresión de minucia cotidiana. Cuesta trabajo reconocer que Chéjov estaba plenamente convencido de la plena viabilidad de semejante artificio dentro de las condiciones de representación del teatro de su tiempo. Chéjov concibió La Gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos (e insistió en lo que le parecía el modo más correcto de representarlas con una voluntad que a la distancia resulta cada vez más transparente) durante una época donde el cine se hallaba lejos de poder requerir un tipo de interpretación actoral determinada, y donde el edificio teatral europeo obedecía a ciertos estándares de diseño y aforo generalizados. Chéjov conocía y amaba el teatro. Y fue desde ese conocimiento (físico, material, sensorial) y desde esa devoción, que concibió como verosímil y viable ya no digamos obras donde el verismo dramático se sustentara en los detalles más íntimos, sutiles e impalpables, sino donde dichos detalles fueran a la vez el punto de partida y de llegada.
El ruso Antón Chéjov, el noruego Henrik Ibsen, el sueco August Strindberg y el italiano Luigi Pirandello son lo que el investigador argentino Jorge Dubatti denomina instauradores de discursividad. A la par de la indispensable valía que en tanto artífices de singulares, geniales e irrepetibles travesías creadoras quepa reconocerles, su relevancia tiene que ver con el hecho de haber propuesto, desde el ejercicio dramatúrgico, modalidades expresivas que a partir suyo se volverían indispensables para la noción misma de teatralidad.
La definitiva consolidación de la sociedad burguesa y el capitalismo industrial planteó para Occidente necesidades inéditas en el orden de la representación escénica. Había no sólo que representar cosas que no habían sido jamás representadas; aun los ancestrales temas y los perennes conflictos que el teatro venía actualizando desde la Grecia ática adquirían configuraciones desconocidas. Un nuevo perfil de individuo y un nuevo perfil de orden social demandaban nuevos perfiles de enunciación dramática. La sostenida vigencia del legado de estos dramaturgos se explica en parte por el hecho de que, con todos sus estrafalarios movimientos de superficie, continuamos en buena medida habitando la misma, incólume y socarrona sociedad burguesa cuyo advenimiento celebrara tan enfáticamente Diderot, y cuya más temprana crítica integral correspondió a ellos cuatro junto a tantos otros (Meininger, Stanislavski, Antoine, Maeterlinck, Jarry, etc.).
Las discursividades incorporadas por Chéjov, Ibsen, Strindberg y Pirandello al lenguaje teatral no son excluyentes, sino complementarias, y permanentemente están entrecruzándose, lo cual complejiza su abordaje y análisis. El ejemplo más ilustrativo a este respecto quizá lo ofrezca la relación e influencia entre Ibsen y Strindberg. Los primeros dramas del dramaturgo sueco muestran una intencionada voluntad de mimesis frente al noruego, a quien comenzó admirando y terminó fustigando de manera implacable. En El Padre está presente ya con nitidez y a plenitud el universo inconsciente que da eje de principio a fin a la dramaturgia strindbergiana, pero se halla permeado por una voluntad de exposición polémica, de debate ideológico explícito, propios de Ibsen. Por su parte, la influencia de Strindberg en su maestro y antagonista irá haciéndose cada vez más clara en los llamados dramas simbolistas de la última etapa de la travesía creadora ibseniana; sin dejar de ser ante todo polémicas a propósito del orden, el ascenso y el descenso sociales, así como un debate abierto sobre las normas de convivencia civil dentro de la sociedad burguesa, Juan Gabriel Borkman, Solness el constructor o La dama del mar muestran el creciente interés de Ibsen por las zonas de exploración íntima, subterránea, onírica, existencial y psíquica que su joven vecino escandinavo le había descubierto.
En los cuatro grandes dramas de madurez de Chéjov, tanto el enmascaramiento social y sus referentes básicos (la propiedad, el trabajo, el dinero, la clase) como las fuerzas del mundo inconsciente, están siempre en acción. Y otro tanto puede decirse del enmascaramiento teatral y del radical cuestionamiento a la idea de identidad, propios de Luigi Pirandello. Pero lo que ocupa en todo momento el primer término es el carácter íntimo, inmediato, doméstico, familiar, de personajes dispuestos en conjunto durante aquellos lapsos mayoritarios donde no sucede nada. Ni los fantasmas ocultos del inconsciente individual o colectivo, ni las fuerzas e intereses del orden civil llegan a pasar jamás a primer plano, si bien en ningún momento dejan tampoco de hacer sentir su presencia y su influencia. Lubiov Andréievna estrecha la mano del hombre que materializa a su hijo muerto, y Lopajin instrumenta la estrategia legal y comercial que le permitirá apropiarse de El jardín de los cerezos, consolidando su triunfo y el de su clase sobre los últimos restos de la vieja aristocracia feudal; pero todo ello, a diferencia de lo que con probabilidad hubiera sucedido con esta misma historia en manos de Strindberg o de Ibsen, no parece sino un complemento para lo aquí esencial: un breve e indefinible sonido que llega desde lejos (y al cual exigirá Chéjov se le sustraiga cualquier grandilocuente énfasis dramático), o el progresivo achispamiento de un criado que se ha ido bebiendo toda la champaña mientras los demás conversan.
Resulta por supuesto lícito proponer desde la puesta en escena que tales énfasis en lo “nimio” e “irrelevante” se vuelvan un recurso de apoyo para otorgar mayor tensión al “verdadero drama”. Pero llevar a buen puerto semejante propuesta exige distinguir y aceptar que desde el texto dramático Chéjov no establece ningún género de preeminencia entre los debates ideológicos sobre el futuro de Rusia, y el modo en que dos enamorados coquetean aprovechando la ausencia de la hermana mayor de la novia. ¿Qué es lo importante y qué lo secundario? Con Chéjov no podemos incurrir sino a un altísimo costo en la idea de lo obvio. “Obvio que lo importante son los clímax de la excepción individual y social”; “obvio que la insistencia en lo insignificante constituye una estrategia efectista en aras de un mayor y más intenso dramatismo”. Antes de decantarse con jubilosa suficiencia ante esas hipotéticas obviedades, sería de mínima decencia prestar oído a los abundantísimos e insistentes pronunciamientos de Chéjov en sentido contrario.
Pese al prestigio de innumerables comentaristas respecto a la radical originalidad del teatro chejoviano, la historiografía teatral dominante, así como la enseñanza escolarizada que de ella abreva, acostumbran despachar al dramaturgo ruso como parte de una incierta corriente denominada “realismo psicológico”, en la que se mezclan de manera arbitraria —por lo regular desordenada— rasgos literarios heredados con automatismo de la narrativa en general y de la novela en particular, y algunos matices correspondientes a las innovaciones en la pedagogía actoral de finales del XIX y principios del XX. La batalla iniciada por Nemirovich Danchenko para evidenciar la autonomía y novedad de los dramas de Chéjov, siquiera en el plano discursivo, teórico y conceptual, lejos está pues de ser ganada aún.
En el extremo opuesto de quienes, de manera insólita, continúan considerando las dramaturgias chejoviana, ibseniana y strindbergiana como pertenecientes a un mismo estilo, a veces el celo por establecer la extrema distinción y singularidad de Chéjov respecto de aquellos dramaturgos esenciales al lado de los cuales tiende a agrupársele, puede por su parte contribuir de manera involuntaria a un ensimismado desenfoque y a una abusiva caracterización autorreferencial de su legado. Tal es el caso de Galina Tolmacheva en el prólogo de su imprescindible versión del Teatro Completo de Chéjov en castellano, cuando al desmenuzar lúcidamente ciertas peculiaridades de sus dramas de madurez sentencia que el maestro ruso no tiene ni puede tener sucesores, y que su estilo es tan personal que nació y murió con él mismo. Tan tajante aseveración obvia la omnipresente influencia de las más esenciales intuiciones chejovianas en el teatro (el cine y la televisión) de todo el mundo.
Cierto, encontrar directores, actores, pedagogos o cineastas que compartan el sentido y los fines últimos de las búsquedas de Chéjov sobre la escena sigue constituyendo una excentricidad y una anomalía, incluso en pleno siglo XXI. Pero ello de ninguna manera impide que la discursividad incorporada por Chéjov como fundamento para el lenguaje teatral contemporáneo pueda ser aprovechada incluso por modalidades expresivas y de representación por completo ajenas a las inquietudes e intereses que les dieron origen.
El universo emotivo dentro de los dramas de madurez de Chéjov no se construye a través de una confrontación directa e inmediata con las emociones propiamente dichas de los personajes, sino mediante un énfasis sostenido en su sensorialidad física (sonidos, olores, sabores, texturas, tonalidades, ritmos) y en la manera que ésta, al dejarse fluir con entera libertad y sin finalidad preconcebida explícita, va dándole forma a las atmósferas, los caracteres, las pasiones y los conflictos. Se trata pues de un camino que llega a la verdad escénica y a la impecable precisión formal desde una habilísima apariencia de entera espontaneidad sensacionista; los personajes se limitan a sentir en la estricta acepción perceptual del término, y la emoción (pero sobre todo esa particular sutileza, esa jamás forzada contención del medio tono chejoviano) brota como consecuencia con pasmosa naturalidad.
Chéjov vislumbró y reivindicó, con todos los medios a su alcance, la plena viabilidad de estas y otras intuiciones, aunque confesando una y otra vez su incapacidad para indicarles a actores y directores cómo cristalizarlas a nivel técnico sobre el escenario. A más de cien años de distancia, han debido ser ellos mismos de cara al público, como artífices y ulteriores validadores de toda pedagogía actoral y escénica, los encargados de aventurar y consolidar respuestas válidas y compartibles para aquellas inquietantes preguntas. Eso que Galina Tolmacheva denomina “realismo impresionista”, que Antonio González Caballero identifica como “naturalismo chejoviano”, que algunos prefieren mejor llamar “hiperrealismo teatral”, que determina cuantos apoyos y énfasis se privilegian dentro del “Método” de Lee Strasberg y la tradición entera del Actor’s Studio, y que suele servir de base a lo que se imparte en casi todo curso de “actuación para cine”, ha devenido indispensable moneda de uso corriente en todo el mundo.
La propuesta de un artificio capaz de generar impresión de naturalidad cotidiana a partir de enfatizar los detalles menos convencionalmente dramáticos de ésta, es una norma sin la cual a estas alturas, así para creadores como para espectadores, la idea misma de representación resultaría en buena medida inconcebible.