(Pedacería emotiva que acaso pueda funcionar como crónica,
so pretexto de la presentación en México de Charly García
durante el penúltimo verano del siglo XX)
so pretexto de la presentación en México de Charly García
durante el penúltimo verano del siglo XX)
1. Pasajero en trance.
Julio 24. 1999. Sábado. Volver... ¿con la frente marchita? Tal vez todavía no. Después de todo no se trata de veinte años, sino apenas de quince. En un lustro más podré apropiarme del mítico tango sin escrúpulos de ninguna especie, y averiguaré si es verdad que puede sentirse que veinte años no es nada. Mientras tanto, parece como si quince años lo fueran todo. Reincido en el lugar común de decirme que soy un extranjero en esa enorme ciudad a la que voy regresando y que comienza a prefigurarse en la ficción de un muestrario arquitectónico modelo fin de milenio a través de la ventanilla del autobús, mientras los pasajeros que dormían se desperezan y la mayor parte de los que no dormían se lamentan porque no van a alcanzar a ver el desenlace de la película de Demi Moore que el chofer tuvo a bien recetarnos después de la (hasta ahora) última secuela de Alien.
De paso, de paso. Aquí nací, pero no soy de aquí. Demasiados cables rotos, demasiada vida elegida lejos. Por nada del mundo viviría en el DF. Puedo pasar aquí un par de días, una semana entera si hay dinero y con quién y en qué gastarlo, pero no más. Sonrío. Si no fuese obra lamentable del farsante de Facundo Cabral, me atrevería a recitar aquello de no soy de aquí ni soy de allá. En Morelia tampoco me consideran moreliano, por más inapelables verdades que haya en afirmar que el nacimiento y la patria son asunto de la voluntad y no del mero azar. Ya que no tengo el sentido del espectáculo y la farsa tan desarrollados como para firmar con el seudónimo de El moreliano, me conformo con saber que las ciudades son de suyo generosas, y no hacen ningún tipo de remilgos a los que están dispuestos a fundirse y confundirse en ellas.
Fundirse, confundirse. El DF es la encarnación de la desmesura. Todo está en él. Como huella deformada, como rastro sin memoria, como inexacta evocación, como crónica imperfecta. Mi infancia alternada entre una Narvarte y una Guerrero que ya no existen aunque sus moradores de siempre las sigan creyendo (más allá de las consabidas quejas por inseguridad) inmutables; las palabras de un hermano de secundaria (al que no volví a ver) dos días antes de mi partida a Morelia ("soñé que no te ibas"); las tardes de aquel verano en que la palabra provincia cobraba una corporeidad perturbadora desde el umbral de la puerta de mi primera casa moreliana, mirando el calmo trajín de la calle Bucareli; el sismo del 85 mirado desde lejos; los primeros días ("en cuanto acabe la prepa yo me regreso") contradichos como en todo amor perdido que se crea eterno por la implacable parsimonia del tiempo y el olvido. Todo cabe aquí. Todo está aquí. Incluso Morelia, a despecho de no pocos morelianos de pura cepa (sepa si los haga morelianos el hecho involuntario y fortuito de haber nacido ahí).
Aquí estoy, pues, Ciudad de México. Pero no vengo a verte a ti. Eres un pretexto, un instrumento, un medio, una condición. Ni yo puedo sorprenderte ni tú puedes sorprenderme. Las cosas entre ambos están claras. Como entre una madre y un hijo que se respetan y se tratan en atención a las irremediables connotaciones sanguíneas implícitas en su relación, pero que ya no tienen demasiado que ver el uno con el otro ni se sienten obligados a manifestaciones afectivas que vayan más allá de lo estrictamente cortés.
Te quiero. Pero no vine por ti. Vine a ver a Charly García. Si hubiese tocado en Guadalajara (con la que no tengo nada que ver) hubiera ido igual.
A cambio, reconozco que tú hubieras sido este mismo barroco prodigio de enrarecida y bestial hermosura aunque yo no estuviese aquí este fin de semana.
2. Chipi-Chipi.
Conocidos los caprichos y excentricidades del personaje en cuestión, su segunda visita a México (la primera data de finales de los ochenta) fue anunciada apenas con margen previo de una semana. No obstante, las previsiones no fueron suficientes y hasta la noche de ayer existía la incertidumbre de si habría concierto o no. Charly no llegó a la hora programada ni se presentó a la conferencia de prensa de rigor. Rumores faranduleros. Que se le vio en Santiago de Chile, que su novia lo dejó. No sería la primera vez que incumpliese un contrato, dejando a sus fieles con un palmo de narices
Esta mañana, sin embargo, las dudas se han disipado. La prensa consigna que Charly ya está en México, listo para cumplir con sus dos compromisos: el primero, cuyos boletos más caros cotizan en cuatrocientos pesos, hoy, ahora, en el teatro Metropólitan; el segundo mañana, en el Zócalo, gratis.
Los vendedores de souvenirs, sin duda limitados por la incertidumbre de sí Charly llegaba o no llegaba, no han tenido oportunidad de emplearse a fondo. Ofrecen, sí, las consabidas camisetas, los llaveros, las tazas, los carteles, pero poca variedad de cintas y CD. En ocasión de la visita de Fito Páez, podía conseguirse en grabaciones piratas prácticamente su discografía completa, además de algún material de Spinetta, Baglietto y León Gieco. Hoy a lo más que llegan es al videocassette del Unplugged, que cualquiera puede grabar a un costo mucho más bajo y seguramente con una calidad muy superior ubicando una de las múltiples repeticiones de MTV. Ni siquiera está el material que supuestamente va a presentarse esta noche, ese Demasiado ego desde cuyo título Charly parece reírse a un tiempo de sí mismo y de nosotros.
Acostumbrado a compartir a Charly apenas con un reducido núcleo de cómplices, me cuesta un poco de trabajo habituarme a esta multitud que aunque no colmará el teatro hasta los topes, estará cerca de hacerlo. En Argentina es un ídolo, un mito, se ha cansado de llenar estadios. ¿Pero aquí? ¿Quién puede venir a ver a Charly García en México? Cazo al vuelo una manifestación de incómoda perplejidad a la vez análoga y divergente:
—En esta ciudad hay público para todo; aunque la gente no tenga la menor idea de quién se presenta, viene y lo corea como si fuera su ídolo —le dice un joven de inconfundible acento bonaerense a su novia, menos con el tono de quien siente violado un santuario que con el de quien siente invadida una propiedad. Supongo que si se percatara de las miradas que el personal le dedica a la región media posterior de su interlocutora, no le haría ninguna gracia.
Ahora que en materia de regiones medias posteriores memorables, la noche naciente raya en el despilfarro. No quiero pecar de malinchista, pero considero que ello se debe en buena medida a la nutrida representación que la colonia argentina asentada en México ha enviado al Metropólitan.
Cae una llovizna apática, de gruesos y pesados goterones. Lo que se dice un chipi-chipi, sólo que afectado por las imprevisibles mutaciones que toda manifestación natural acusa bajo la atmósfera cyberpunk del DF.
Se me aproxima una señora de aspecto más bien desagradable (la cortesía es la cortesía, pero la objetividad es la objetividad) y me pregunta si no me sobra algún boleto que le pueda vender. Antes de que tenga tiempo de sorprenderme (las taquillas están funcionando sin demasiado agobio a unos cuantos metros), baja el tono de voz y murmura "tengo de abajo". Inocentes barroquismos patentados por la reventa más avezada del orbe.
En el DF todos los vendedores saben hablar de lo que venden. Uno nunca logra precisar a ciencia cierta si se trata de una sabiduría de ocasión especialmente diseñada para el comprador incauto o si hay una auténtica erudición de fondo y se está en manos de un experto. Interpelado sobre una cinta de nombre desconocido, un joven malencarado (mutación generalizada entre los vendedores callejeros de esta ciudad) informa, al tiempo que cobra una camiseta, que se trata de un disco grabado en un tiempo y un espacio indiscernibles (habla con los dientes apretados), y que en un par de canciones hace los coros Luis Alberto Spinetta. Vaya usted a saber.
Sabinescos hombres de traje gris cortan la primera fracción del boleto, te indican que avances hasta la escalinata de acceso, te piden que separes las piernas y alces los brazos, te palpan el torso y las piernas, te desean un feliz concierto, desprenden otra fracción de tu boleto, te indican hacia qué puerta debes dirigirte para que otros congéneres suyos te conduzcan a tu lugar, dialogan con miembros de apoyo policiaco que sólo se les distinguen (y eso a medias) por el uniforme.
Bullicio, arquetípicos comentarios repetidos en todos los conciertos habidos y por haber (¿se llenará el teatro? ¿qué crees que cante?), saludos, camisetas albicelestes, melenas largas, pantalones entallados. Desde las diversas alternativas de la moda contracultural hasta la elegancia casual de la gente bonita, la audiencia constituye ya en sí misma un espectáculo digno de verse. Algo tiene de irreal este teatro que resulta ideal para ella, con su estilizadísimas síntesis arquitectónicas, sus barman bogartianamente circunspectos hasta para despachar un Tin Larín, sus amplias escalinatas, sus discretos y omnipresentes rótulos de Coca-Cola.
Me dirijo a la planta superior, donde está mi sitio. Desde ahí me dedico a contemplar cómo el vestíbulo de abajo va colmándose poco a poco y a esperar.
3. Reloj de plastilina.
Las puertas de acceso a la sala ya están abiertas, pero nadie parece tener prisa por ir a buscar su lugar. Cuando afronto la perspectiva de la butaquería boleto en mano, la mayor parte de las localidades aún no han sido ocupadas. Me dejo guiar por un nuevo traje gris hasta mi asiento. Estoy infinitamente más cerca del techo que del escenario. Trato de imaginarme qué alcanzarán a ver los de la sección siguiente, la de los boletos más baratos (cien o ciento veinte, no recuerdo). Ahora que, no obstante la lejanía, todos los asistentes tendrán una buena y cómoda panorámica, diseñada con elemental sentido común. Evoco alevosamente los niveles superiores del teatro Ocampo de Morelia, donde para ver el escenario hay que sentarse en el borde mismo del asiento y ejecutar a lo largo de cada presentación movimientos de cabeza dignos de Cassius Clay.
La gente va ocupando poco a poco sus lugares, confunde las sabias indicaciones de los arcángeles grises y va a sentarse donde no le corresponde, rectifica, va por una cerveza o un refresco, encuentra conocidos a los que saluda desde lejos. El tiempo parece deslizarse con toda lentitud. Como no llevo reloj estoy a ciegas. Quizá no sean todavía las ocho. Walkman en mano, me dedico a checar que las tres cintas que acabo de comprar estén elementalmente bien grabadas. Charly. Un Charly en cierto modo contrastante respecto del que ahora aguardo. Sui Generis y Serú Girán, veinte y más de veinte años después. El virtuosismo y el genio en su efervescencia primera, absolutamente vital.
Cuando vuelvo en mí, ya prácticamente ha terminado de llenarse cuanto habrá de llenarse; es decir todo, salvo (curiosamente) la sección de los boletos más baratos y una parte de la mía (rápidamente tomada por asalto). Luego de no muy afables negociaciones con alguien de la fila de adelante, que cínicamente miente al afirmar que las butacas contiguas a la suya ya están vendidas, una pareja madura viene a sentarse junto a mí. Es evidente que la señora no es devota de la deidad en turno, pues si bien el público ha sobrellevado con afabilidad el ahora evidente retraso del concierto, ella no se tienta el corazón para indignarse en voz alta. Hace más de media hora que debimos haber comenzado.
Un gordito de la fila de atrás comienza a corear el nombre de Charly. Como nadie lo secunda, se da a la tarea de buscar algo en qué matar el tiempo entre la multitud. Pasan dos mujeres cuasi cúbicas, enfundadas en vestidos negros y, ceremonioso, comienza a recitar: "tamales, tamales oaxaqueños, lleve sus tamales". Uno de sus acompañantes lo reprende, pero él esgrime un argumento incontrovertible: de lo que se trata es de chingar a alguien. Localiza a uno de los hombres de traje gris encargados de supervisar el acomodo en la sección inmediata inferior, y alzando la voz lo interpela:
—¡Eh, chambelán! ¡Chambelán! ¿Dónde son los quince años, chambelán? —Como el aludido no se percata del llamado u opta por fingir indiferencia, el gordito enfatiza: — ¡Chambelán! Sí, tú, el que está viendo el reloj. No te hagas, chambelán.
Ahora sí, traje gris reacciona, se vuelve y sonríe.
—Orale, chambelán, organiza la porra. No seas aguado.
Traje gris menea la cabeza y se ocupa de cortarle el boleto e indicarle su sitio a un portento alabastrino de vaporosos pantalones blancos.
—¿Chambelán, qué estás viendo? Contrólate, chambelán.
Reacomodos, negociaciones para ocupar los asientos vacíos, palmas, silbidos y uno que otro grito. La señora que está junto a mí comienza a sentirse francamente exasperada. Esto es una falta de respeto. Cuarenta y cinco minutos de retraso.
Por fin, el sonido anuncia que está estrictamente prohibido el uso de cámaras fotográficas y de video. El público se pone de pie y aplaude, sólo para ceder inmediatamente al desaliento. Por problemas técnicos, el inicio del concierto deberá retrasarse quince minutos más. "Su atención por favor...". Silencio. El dueño de la voz debe estar consultando si en los conciertos retrasados también se dan llamadas. La multitud silba y abandona sus lugares en pos del vestíbulo.
Problemas técnicos. Tratándose de Charly, eso va cargado de infinidad de sugerencias. Lo más probable es que no quiera salir o que no esté en condiciones de salir. En fin. La posibilidad de que el concierto se suspenda es una sombra que a todos nos pasa por la cabeza. Mientras tanto, el chambelán, pese a las infatigables súplicas, se niega a organizar la porra.
El sonido vuelve a activarse, la gente se apresta a regresar a sus lugares y la voz, otra vez dueña de sí misma, da segunda llamada. La ira y la ironía del respetable se desatan en su contra. Tiempo, tiempo, tiempo. Vuelvo a Serú Girán. Quiero contarles una buena historia / la de una chica que vivió la euforia / de ser parte del rock / tomando té de peperina.
Por fin, se percibe movimiento en el escenario. El sonido, empeñado en repetir cuáles son los usos prohibidos de la noche se hace merecedor a la rechifla general. Tercera llamada. Se apagan las luces. Se abre el telón.
Charly García. No más.
4. Desarma y sangra.
La euforia y el júbilo estallan al conjuro de esa figura larga y desgarbada que recorre el escenario agitando las piernas y los brazos. No voy en tren, voy en avión. Todo el mundo corea, salta y baila. Charly, la voz cascada y tortuosa, va de un lado a otro, caprichoso, arrojando micrófonos al piso, acercándose a saludar al público de las primeras filas, colocándose en el centro de su nicho de teclados para esbozar apenas fragmentos de torcidas figuras y laberínticas escalas. La sucinta definición de Fito Páez resulta exacta: es alto y voluptuoso. Si acaso, cabría añadir que emana de él una fuerza interior que ni su caótico andar ni la sensación de que en cualquier momento puede acabar en el piso atenúan. Vienen la segunda y la tercera canción. La atmósfera no cambia. Seré ortodoxo, pero yo vine también a escuchar. El primer solo de la guitarrista (y auténtica lidereza de la banda dado el delirio de Charly) María Gabriela Epumer, es sepultado por el griterío. Parece que el personal vino a divertirse y que Charly es apenas un pretexto. Un buen pretexto. Rocanrol genuino y potente. Uno, que sabe que Charly es mucho más que eso, que sus acometidas al piano, a pesar de que no invierte en ellas sino apenas muy poco de su enrarecida atención, pueden guardar a cuentagotas despliegues de virtuosismo dignos de escucharse cuidadosamente, siente la tentación de pedir un poco de silencio. Todo en la vida tiene tiempos y ritmos. También en los conciertos hay que saber callarse y escuchar. No hay caso. Ya desde ahora se hace evidente que la atmósfera no variará en lo más mínimo hasta el final. A mis espaldas, una voz femenina se desgarra aullando "Charly, eres un dios, no te mueras nunca". Abajo, Charly deambula de un lado a otro, recuerda que mañana estará en el Zócalo, da vivas a México, abraza a un par de fans que lograron subir al escenario, se fuma un cigarrillo que le han arrojado, le presta su guitarra a un niño. El más atareado es el encargado de recoger todo lo que va dejando tirado por el escenario: micrófonos, instrumentos, zapatos. Seré ortodoxo, pero la ecualización es mala, cargada de graves. Varios solos de Charly no sólo son sepultados por la estridencia de la multitud, sino por el sonido del bajo y de la batería. Un aroma dulzón comienza a instilarse con toda nitidez en el aire. La gente no deja de gritar.
No sé si es patético, si es triste o si es, como diría Charly, parte de la religión, pero el hecho es que virtualmente nadie está escuchándolo. La concurrencia se limita a identificar el inicio de cada nueva pieza y a sobrellevarla por su cuenta hasta el final. Charly tampoco hace demasiado porque las cosas sean de otra manera. Es evidente que está hasta atrás, ande usted a saber de qué. Blanquísimo polvo o negrísimo hastío, qué más da. Sólo de cuando en cuando se digna a bajar realmente de la nube y a tomarnos en cuenta. Lo insólito es que eso le basta para resultar cautivador, fascinante, que de verdad está siempre conectado con todo lo demás. Somos nosotros los que quedamos fuera de su nube, no él de la nuestra. Trato de superar el impacto emotivo, de mirarlo desde lejos. Si esto es hoy, una vez, en México, ante dos mil espectadores, ¿cómo será en Argentina, luego de una y otra vez desde hace más de dos décadas, frente a audiencias de varias decenas de miles de asistentes? Media hora de concierto es suficiente para que quien quiera hacerlo capte la monstruosa y carnavalesca paradoja de esa extrema soledad. Salvadas las distancias míticas que haya que salvar, uno entiende lo que debía sentirse en presencia de Morrison, Hendrix y la Joplin, y por qué Charly es la única figura del rock latinoamericano que amerita en esos términos el calificativo de estrella.
A la luz de estas sombrías revelaciones, cobran singular peso algunas de las letras interpretadas en medio del beneplácito general. "Cuando el cristal se apague en el mar / verás / que toda esta canción es agonía". La pregunta es si hay alguien en condiciones y disposición de ver el cristal apagándose en el mar.
Menos de una decena de temas, y Charly, que no ha dejado de insistir en que mañana estará en el Zócalo, anuncia que va a hacer un breve paréntesis. Es obvio que no puede más. Diez minutos y estará de regreso. Sale. Su banda remata el último tema de esta primera y breve tanda, y también abandona el escenario. El público ovaciona, las luces se encienden, se cierra el telón.
Vuelta a esperar.
5. No soy un extraño.
La señora de al lado menea la cabeza indignada, repitiendo que es una vergüenza, que el tipo ése está pasadísimo. Su marido, entre el didactismo y el pudor, trata de explicarle que se trata de un músico muy excéntrico. El gordito de la fila de atrás acomete con renovados bríos contra el chambelán, demandándole una porra. Poco más para recordar. Se apagan las luces, vuelve Charly, vuelve la ovación. Toda su banda se ha mudado de ropa. La gente parece estar feliz y salta, salta, salta. Me siento un poco cohibido al no poder compartir su estado de ánimo. Me produce una alegría infinita tener ahí delante a Charly, aunque casi no se ocupe de tocar, aunque los registros de su voz sean tan restringidos, pero algo huele a postizo en este pletórico despliegue de prendidez. Presiento que es más bien la memoria o el deseo lo que les hace brincar así. A eso vinieron. A eso se viene a los conciertos. Es parte de la religión. Mi mirada recorre el bamboleo de tanta sombra, y termina cruzándose con la de la señora de al lado, que parece haber hecho un paréntesis en su indignación y compartir sinceramente mi perplejidad. Nos sonreímos. Tres o cuatro rolas más. Charly asegura que mañana tocará diez horas seguidas, hasta que llueva, hasta que se meta el sol, hasta que se acabe el mundo.
Y así será. Mañana, en el Zócalo, tocará hasta cerca de las cuatro y media de la tarde ante varios miles de personas. Atenuará un poco los fallos de ecualización con sutiles gestos al técnico (si bien eso no impedirá que a veces los micrófonos no suenen). Aun cuando no parecerá conmoverlo la imagen de la multitud ni el telón de fondo que harán la catedral, la bandera nacional y el templo mayor, se prodigará para complacer hasta el hartazgo a los fans ávidos de corear clásicos, a los reventados ansiosos de desparramar adrenalina, a los melómanos atentos a la menor limosnita de genialidad en la ejecución. A todos. Absolutamente a todos. Hará reiteradas alusiones a Say no More que pocos comprenderán pero nadie dejará de festejar. Interpretará dos o tres covers memorables. Y cuando haga su aparición Mercedes Sosa (apapachándolo, matizando el concierto, indicándole al público con un gesto que a veces también hay que bajarle, mostrando sin pudor que a ella sí que le puede estar en el Zócalo, al mismo tiempo con México y con Charly) aquello será el acabóse. Ni el sol, ni el aire, ni la lluvia lograrán ahuyentar a la multitud. Mercedes pondrá el corazón a punto insertando a traición Volver a los diecisiete y aproximándose al filo del escenario para decirnos con un gesto inolvidable "mi paso retrocedido cuando el de ustedes avanza". Luego nos rematará con esa síntesis suprema del lirismo Spinético y Charlístico que es Rezo por vos. Y cuando ya todos estemos satisfechos, colmados en toda medida de acuerdo a las expectativas de cada quien, cuando el "otra, otra, otra" se extinga voluntario y feliz, Charly volverá por su cuenta y riesgo, a despilfarrar bajo la lluvia cuanto escamoteó bajo techo. Hasta se permitirá afirmar "el que no estuvo hoy aquí es un boludo, locos", antes de cerrar definitivamente con un lapidario "maten a Luis Miguel".
Mañana, mañana, pero hoy no más. Se lleva el índice de una mano al cuello y dice que los mexicanos y los argentinos ya lo tienen hasta aquí; el tono es inconfundiblemente ácido, pero el público festeja como si se tratara de una broma. Charly se levanta, se despide, chau.
Sus músicos prolongan la rola todo lo humanamente posible, acaso con la esperanza de que cambie de parecer. Inútil. Charly no regresa. La rola termina y el telón se cierra abruptamente.
Al principio, el público no deja de corear. Charly, Charly, otra otra. Luego, la sorpresa de verse bajados del avión con tanta anticipación respecto de sus más pesimistas expectativas, los conduce a un extraño apaciguamiento. Vuelven los llamados, las palmas, las porras. No pasa nada. Comienzan las especulaciones. Si no fueran a salir ya hubieran apagado las luces del escenario y mira, por abajo del telón se alcanza a ver que siguen prendidas. La audiencia está genuinamente desconcertada, lo que en cierto modo ratifica mi impresión de que en su mayor parte no tiene idea de quién es Charly García. No puede tenerla quien viene a verlo y no está preparado para esto.
A los largos minutos de perplejidad siguen los primeros, todavía cariñosos, brotes de indignación. Un sector del público comienza a corear a Soda, otro más a Fito; el gordito de la fila de atrás opta por Spinetta. Cuando se hace evidente que tales picones son por demás estériles, cuatro o cinco filas más abajo comienza a escucharse "Palito Ortega, Palito Ortega".
Nada. El concierto ha durado menos de una hora de tiempo efectivo. A los diez minutos, los primeros comienzan a marcharse, encabezados por la pareja de al lado. El gordito de la fila de atrás anima todavía un par de veces al chambelán para que organice la porra, pero ya sin mucho énfasis. Cambiando de tono, grita de pronto: "Pinche Charly, no fuera Menem", en alusión a la polémica presentación privada que diera para el presidente de Argentina. El caudal de desertores resignados comienza a hacerse más nutrido. Los que se quedan la emprenden con el tradicional "ulerooo", un "puto, puto" de efímera intensidad, y un reincidente y cada vez más vasto coro improvisado por los de las últimas filas: "Charly / concha tu madre / la puta / que te parió".
Cuando ya se han convencido de que eso es todo, las consignas coreadas comienzan a cambiar. Reembolso, reembolso. Súbito nerviosismo de los hombres de traje gris, que miran azorados de un lado a otro y echan mano de sus walkie talkie como si de flamantes espadas láser se tratara. El gordito percibe su desconcierto y, alevoso, proclama: "los chambelanes tienen nuestro dinero". A éstos no les hace ninguna gracia.
Un chavo delante de mí se revuelve en el asiento gritando que le devuelvan su lana; de pronto, algo como una luz le cruza por el rostro, intercambia un sonriente gesto de complicidad con su acompañante y, haciendo bocina con las manos, se desgañita: "¡Esos de cuatrocientos!". Carcajada unánime entre los relativos parias de la planta superior. Alguien corea: "A mí me lo invitaron, a mí me lo invitaron".
Rompimiento brechtiano. Un goya estremece la sala. Aunque lo acompañan algunas caras de fastidio, el aplauso final es abrumador. Uno, que desde lejos se obliga a una lectura crítica de la huelga universitaria y se mantiene escéptico respecto al respaldo efectivo que pueda tener de parte de la gente, no puede evitar un estremecimiento. Hay ritos y flujos subterráneos que en esta ciudad siguen gozando de perfecta salud.
Empujado por esa convicción casi física y acompañado por las demandas cada vez más persistentes de reembolso, busco la salida. En el vestíbulo superior se han formado ya los primeros corrillos de quejosos. La mayor parte de la gente no puede creer que de verdad esto vaya a ser todo. El "devuelvan el dinero" que comienza a llegar desde el interior, se transforma sin esfuerzo aquí en "barra libre, barra libre". Los barman intercambian miradas de pánico con los chambelanes grises. Para su tranquilidad, la consigna se apaga rápidamente, satisfecha de ser una ocurrencia ingeniosa sin repercusiones prácticas.
Un argentino que pasa junto a mí cerveza en mano, le dedica a uno de los corrillos de quejosos un feliz y elocuente encogimiento de hombros que en cierta medida sintetiza lo que todos los devotos incondicionales de Charly pensamos en este momento ("No jodás. Este es Charly. Lo viste, bailó, hizo desplantes, regaló polvito de oro en los teclados y la guitarra, sirvió de pretexto para el delirio de la hinchada, qué más querés. Si para vos eso no vale el boleto, andate a escuchar a Maná").
Ahora que, de haber pagado yo cuatrocientos pesos, quién sabe si pensaría lo mismo.
6. Cerca de la revolución.
El ingenio alivianado y desmadroso va pasando a segundo plano conforme uno baja las escaleras. En el vestíbulo inferior se habla del reembolso con toda seriedad, y algunos personajes de gesto circunspecto y serio conminan a la desairada audiencia para que no se vaya, para que se organice, para que ejerza su derecho a queja. Podría aportarles el toque moreliano sugiriéndoles que organicemos un plantón, pero me abstengo. Algunos se suman al llamado de conciencia cívica sólo durante el trecho que va de la sala a la puerta principal, lo cual irrita sobremanera a los espontáneos caudillos.
—Espérense. ¿Para qué piden reembolso si se van a ir?
El más indignado termina por abrirse paso a manotazos rumbo a la salida, se vuelve violentamente y, postapocalíptica reedición de Julio César ante la mayor horda de impávidos Brutos jamás vista, exclama:
—No van a hacer nada, ¿verdad? Por eso estamos como estamos. Siempre es lo mismo.
La gente que recién va saliendo de la sala no sabe cómo reaccionar ante tan incontrovertible invectiva. El caudillo barre con una mirada de desprecio cuanto de barrible hay delante suyo, gira teatralmente sobre sus talones y se precipita corriendo hacia la calle, mientras menea con patetismo la cabeza en el colmo de la catarsis trágica.
Los restantes caudillos logran darle cierta estabilidad al círculo que los rodea, coordinar argumentaciones, compartir razonamientos y pareceres. Los hombres de traje gris se van poniendo cada vez más nerviosos. Como única representación de autoridad en el interior del recinto, son interpelados una y otra vez. ¿Con quién se puede hablar? ¿Quién da la cara por la empresa en estos casos?
Ellos, en voz baja, tratando siempre de personalizar el diálogo, de soslayar la notoria identidad colectiva de su interlocución, responden lo previsible: Nadie sabe, nadie supo, nadie puede informar nada. El flujo de espectadores que sigue saliendo de la sala hace necesario repetir una y otra vez los mismos argumentos y las mismas escenas en un espacio cada vez más reducido. Opto por salir.
Afuera, los vendedores comienzan a captar que algo no anda bien. Nadie le presta atención a sus posters, sus camisetas y sus vasos. Avanzo hacia las taquillas, previsiblemente vacías, previsiblemente cerradas, más para ver si se han colocado frente a ellas vendedores con nuevos cassettes que por otra cosa. De súbito se abre la puerta que conduce a las oficinas del teatro y sale trastabillando una pareja. Argentina, para variar. Me distraigo tratando de dilucidar cómo hizo ella para meterse en esas ajustadísimas mallas negras y sólo unos instantes después logro captar el sentido de sus aspavientos y sus gritos
—Pero ese hijo de puta qué se cree —explota, en evidente referencia al guardia de seguridad que en este momento cierra la puerta con cara de pocos amigos. Deliciosamente enrojecida por la ira, toma del brazo a su acompañante como incontrovertible prueba y clama para quien quiera escucharla: — ¡Le pegó, lo empujó, nos empujó! ¡Entramos para exigir que alguien dé la cara y nos sacó a golpes! ¿Con qué derecho...?
Una mujer mayor (argentina, ¿podrá creerse?; el mundo es un pañuelo) le pide calma con un tono que no admite réplicas. La joven supone que se trata de una avanzada de apoyo y trata de explicar con mayor coherencia lo que acaba de ocurrirles, pero la mujer no está interesada en el particular. Incontrovertible, les explica que por más indignados que estén, no tienen ningún derecho de meterse a las oficinas, cerradas desde hace ya varias horas. La pareja, sorprendida por el golpe bajo, trata de contraatacar, pero no hay caso.
—Esas son las reglas del juego. Si las violás, no podés quejarte. Tenés que atenerte a las consecuencias.
Dicho lo cual sigue su camino. La pareja, momentáneamente desarmada, se mira con perplejidad. Recupera el aplomo sin muchas dificultades. Entonces ella, que es la evidente responsable de la iniciativa, pronuncia por vez primera ese supremo conjuro que en los próximos minutos habrá de aparecer en no pocas bocas como invencible arma secreta, irrebatible as bajo la manga, prestidigitación de poderes insondables:
—Vamos a llamar a La Jornada.
Vuelvo sobre mis pasos. Tres individuos acaban de comprar una camiseta. Le prenden fuego y, blandiéndola por encima de sus cabezas, recitan para los que van saliendo: "Lleve su camiseta de Charly, barata". La mayor parte de los vendedores acuerda que lo mejor es replegarse. Un niño, acaso con más genuina vocación que ellos, se adelanta esgrimiendo tres tazas en cada mano y pregona: "Lleve sus tazas de Charly García, para que se las rompa en la cabeza".
Uno de los caudillos dialoga en la escalinata exterior con uno de los inquietos chambelanes, empleando la natural vehemencia que el caso amerita.
En un momento dado, la inquietud de traje gris llega al límite. Manotea y retrocede, tratando de volver al interior del teatro.
—A mí no me grite.
El caudillo se indigna y, respaldado por su ahora estable núcleo de seguidores, le corta la retirada.
—Sí te grito. Y te callas. No nos estás haciendo ningún favor. Somos ciudadanos y lo que estamos reclamando es justo. Nosotros somos los que tenemos derecho de estar encabronados. Tú estás aquí para dar un servicio. No es posible que no haya nadie que pueda responder por la empresa.
Traje gris, pálido de rabia, mira de un lado a otro en busca de ayuda. Como en los mejores seriales policiacos norteamericanos, es ése el momento elegido por la ley para hacer su espectacular irrupción. Camionetas y patrullas se detienen frente al teatro quemando llanta, y de su interior emerge un escuadrón equipado con armas cortas y chalecos antibala.
7. El mendigo en el andén.
Los más rápidos de reflejos se adelantan y los reciben diciendo:
—Qué bueno que llegaron. Nos robaron ahí adentro.
Otros, los que aún no trasladan su resentimiento de Charly a los organizadores, hacen su propio aporte:
—Que lo encarcelen, que lo encarcelen.
Consciente ejemplar de un nuevo concepto en la seguridad pública (no olvidar que el gobierno de esta ciudad es el primero democráticamente electo en algo así como toda su historia), el responsable de la operación se adelanta, intercambia un breve diálogo con traje gris (ahora otra vez dueño de sí mismo) y afable, se hace cargo de las inquietudes de la ciudadanía, por esta noche encarnada en dos caudillos y su séquito. Estos lo ponen al tanto de lo ocurrido, recriminan la precipitación de los chambelanes al llamar a las fuerzas del orden y los excesos del operativo desplegado.
El azul, paternalmente, les pide que hagan uso de la empatía y traten de ponerse en los zapatos del personal del Metropólitan, enfrentado a las imprevisibles reacciones de dos mil espectadores desairados. Luego trata de justificar a la empresa, explicando que ella también es víctima de lo que está ocurriendo. Y con una afirmación que para él al parecer lo dice todo, trata de dar por zanjado el asunto:
—Comprendan. Es un artista argentino... —como la afirmación resulta demasiado ambigua, se ve obligado a rematar: — Vino a robarse el dinero.
Los caudillos logran hacerle entender que es la empresa la que tiene que arreglarse con Charly, no el público, y que es a la empresa a la que el público debe pedirle cuentas, no a Charly.
Lo cierto es que en el teatro no hay nadie que pueda atenderlos.
En ilustrativo ejemplo de cómo puede la democracia electoral alterar ciertos usos y costumbres en un tiempo relativamente breve, los caudillos le preguntan al representante de la ley qué se puede hacer.
Este, tras meditarlo un poco y atusarse el bigote, dice:
—Ir a la Profeco.
La aprobación es inmediata. Clamor general. A la Profeco. Todos a la Profeco.
El infaltable aguafiestas refrena el ímpetu participativo de esta elocuente muestra de sociedad civil modelo fin de milenio. Una mujer recuerda tímidamente que hoy es sábado y, por si fuera poco, acaban de dar las once de la noche. En la Profeco no se encontrarán a esta hora más que las ánimas en pena de varias generaciones de consumidores defraudados.
Nueva consulta con el representante de la ley, que pese al strike no pierde el tipo. ¿No hay otro lugar al que se pueda ir y que esté abierto ahorita?
—A la delegación —dictamina pausadamente, con la seguridad amable y fría de quien está de regreso de todo—. Pueden ir a poner ahorita una demanda y juntarse el lunes en la mañana para ir a la Profeco.
Dudas en el comité representativo de una asamblea general que, como suele ocurrir, no tiene la menor idea de su existencia y sigue abandonando el teatro en pos de las calles aledañas.
—Si lo dejamos para el lunes ya no va a jalar nadie. Hay que hacerlo ahorita —asevera uno de los caudillos.
Vienen deliberaciones de las que me desentiendo para ir a preguntar qué precio tienen los posters de El aguante, en los que atado a una silla posa Charly con una expresión digna de cualquier patología psicológica en fase terminal.
Cuando vuelvo, ya se ha organizado el plan de acción. Recopilar todas las firmas posibles (alguien ha sacado de quién sabe dónde un par de hojas de papel bond), redactar una denuncia y lanzarse con la mayor cantidad de gente posible a la delegación. Además, llamar por teléfono a los medios (La Jornada por delante) para informarles lo ocurrido, poniendo especial énfasis en (sic) "la brutalidad y la prepotencia del personal del teatro". El lunes se acudirá con las hojas de firmas a la Profeco, sin importar que el grupo quede limitado a sus caudillos.
El oficial completa su buena acción del día informando que la delegación más cercana está en Buenavista y recomendando que nadie vaya a tirar su boleto. Espontáneamente, la comisión recolectora de firmas queda integrada por mujeres y la redactora de la denuncia por hombres. El resto de la militancia se encarga de invitar a todos para que mañana lleven pancartas de protesta al concierto del Zócalo. Algunos, más vehementes, proponen pasar antes por un mercado para comprar una caja de jitomates. Sobra decir que aunque mañana todos estarán ahí, nadie llevará nada.
El oficial va a reunirse con los empleados del teatro.
Yo le dedico una última mirada panorámica a la escena antes de alejarme en pos de la callejuela más cercana.
En el interior de un bar con las puertas abiertas, tres rotundas damas de la noche naufragan de aburrimiento rodeadas por un mar de mesas vacías. Los demás edificios de la breve calle, al igual que la mayor parte de esta zona, están en ruinas. Al fondo se encrespa el nebuloso matiz de la Alameda nocturna.
Sonará absurdo, pero la visión de ese oscuro micropaisaje logra precisar y volver articulable la sensación que ha venido creciendo en mi interior durante las últimas horas. Algo en mí le pertenecerá siempre al DF. No sólo nací aquí. Soy de aquí. Aunque no tenga la menor idea de cómo se llama esta calle. Soy de aquí, y eso en nada mengua que sea también, plenamente, de allá. ¿O es que hay que ir a pedirle permiso a alguien para ser lo que se tiene que ser?
Una pareja, paciente, discute con un ennegrecido teporocho, empeñado en que es valet parking y estuvo cuidándoles el coche durante todo el concierto. Por fin logran los enamorados (esas cosas se notan) subir al auto y encenderlo. Aunque no hay en cien metros ningún otro vehículo, el teporocho, con afán de propina, se esmera en una serie de silbidos, ademanes y voces ("viene jefe, todo, todo, todo") que están a punto de mandarlo al suelo.
El auto arranca. Al primer golpe de acelerador ya está en la avenida; al segundo ya ha doblado a la derecha; al tercero termina por diluirse en el rumor insomne y primordial de esta ciudad de todos los rumores.
El teporocho se ha quedado de pie, inmóvil, el insulto congelado en los labios, el brazo extendido, la mano abierta. Esperando, esperando, esperando.