Durante
seis años de educación primaria, mi corazón adiestró el futuro margen de sus
alcances sentimentales en una progresión depurativa que a estas alturas no me
atrevería a calificar sino de silábica. Si en primer grado, el inédito pulso de
ese latido recién descubierto figuraba ensimismarse monosílabo (Sol), entre
segundo y tercero los diástoles y los sístoles transmutaron, sin sentirlo casi,
el bisílabo (Lilia) en trisílabo (María), para arrullar cuarto con el
prodigioso compás del tetrasílabo (Araceli). A partir de quinto, como en toda
espiral que se precie de serlo, mi personal minutero comenzó a volver sobre sus
pasos sin por ello dar marcha atrás; el trisílabo (Violeta) se recogió otra vez
bisílabo (Cuca) y la vida, sabia siempre, culminó sexto grado antes de que esa
temprana colección de inconfesados deliquios consumara un flagrante abuso de
simetría.
La
vuelta al monosílabo original habría de completarse hasta primero de secundaria,
cuando una sesión de confidencias retrospectivas entre veteranos egresados de
la educación básica (novicios de la educación media básica), me empujara a
reconocer con melodramáticos acentos que Sol había sido mi único verdadero
amor. Como esta última confesión puede antojarse a todas luces excesiva, debo
aclarar que los caminos entre mi monosilábica pasión inaugural y yo, aun cuando
fatalidades administrativas vinieran tempranamente a distanciarlos
(desaparecido nuestro idílico 1º C ella engrosaría el 2º A y yo el 2º B), sólo
llegaron a separarse de manera definitiva hacia cuarto grado, cuando su familia
se mudó de colonia y ella desapareció de la escuela.
Algo de
bobalicón valseo adquiere a la distancia todo este crecer y decrecer de
sílabas, cada una de cuyas estaciones (sobra decirlo) transité en secreto casi
absoluto, quebrado apenas por la artera delación ocasional de alguna amistad
traidora.
La
sílaba es la unidad rítmica base de toda expresión verbal. Y aun cuando ello
pareciera ubicarla de manera natural, por la filiación misma del lenguaje, en
el ámbito de la música (vínculo que la poética ha explorado de sobra a lo largo
de los siglos), a mí tiende a remitirme
más bien a la danza.
Los
balbuceos inaugurales de quien está aprendiendo a deletrear, pertenecen a la
misma especie que los tropiezos de quien supone que el baile entra por la
cabeza, estimando ímproba gesta eso de aprender a pensar con el cuerpo, a fin
de que el pensamiento propiamente dicho pueda concentrarse en cuanto, sin ser
baile, completa y da sentido al baile. Del mismo modo que al cuerpo que ha
asimilado la danza le resulta imposible separar un paso del siguiente, cuando
al fin se sabe leer las sílabas desfilan armónicamente articuladas, olvidadas
de su condición de golpes de aire a través de los cuales ganan las palabras y
las frases continuidad, respiración, sentido.
Encarnado
voz el pensamiento, baila al compás de las sílabas. Puede incluso asumirse nada
más que sílabas bailando. Toda verdadera literatura es siempre oral. Por más intrincadamente
abstracta que erija ante nosotros su nudo de significaciones y giros
lingüísticos, ha de poder oírse. Desconfiemos de aquella literatura que, así
sea amparada en elaboradas retóricas estructurales, resulte inaccesible para
los sentidos. Las más elevadas travesías del concepto, llevan en la poesía el
germen originario del canto que se danza. Beckett se oye, Joyce se oye, Pessoa
se oye, Lezama se oye. Eurípides, Shakespeare y Strindberg escribieron para ser
oídos.
Hay que
regresar a la literatura oral, sin que ello signifique renunciar a aquellos
horizontes ensanchados por los alcances abstractos de la palabra escrita. La
compleja urdimbre de significaciones de nuestro tiempo, incluso allá donde el
sinsentido la hace vociferar o enmudecer, posee una sonoridad que debemos
aprender a oír, que debemos ser capaces de enunciar. Para entenderla primero.
Para acatarla o transformarla, después.
Acaso
un día anulemos así los abismos que siguen separando lucidez y carne, plenitud
y tiempo. Es en la renovada dignidad del paso cotidiano donde la danza aprende
a volverse sagrada.
Por
cuanto respecta al creciente y decreciente desfilar de femeninas sílabas por
las diferentes aulas de mi educación primaria, más allá del impudor confesional
propio de toda autobiografía, si ahora me afano en puntualizar tan distantes
prendas sobre el papel (como cada vez que la evocación me devuelve a
territorios semejantes) lo hago más bien por razones de oficio.
Uno
empieza a escribir sin hacer demasiadas preguntas, suponiendo, con el jubiloso
candor de la certidumbre adolescente, que las respuestas son resultado natural,
casi automático, del alma encarnada puño y el puño encarnado letra. Sentir el
alma transparentada de su propio puño y letra parece y se asume como un procedimiento
muy sencillo, al término del cual aguarda la feliz consecuencia de un verso
todo luz, una trama toda hipnosis, un personaje todo seducción. Y una tarde
completa es excesivo tiempo para la redacción de veinte poemas. Y manos y tinta
faltan para darle salida al nítido tumulto de historias que se nos agolpa tras
los ojos. Y escribimos nuestra primera novela en quince días a los quince años.
Tal vez
la distancia que separa a un escritor potencial de un escritor a secas, no sea
sino aquella que media abismalmente entre convicción e intuición. Un buen día,
algo viene y les revela a algunos que no hay catálogo de respuestas capaz de
sostenerse realidad si no se halla enraizado en el vértigo de una sola pregunta
verdadera. Que escribir no es un subterfugio para contestarles a los otros,
sino la impiadosa demanda de interrogarnos a solas, con la vaga esperanza de
que el eco de esa duda resulte lo suficientemente hondo para al final revelarla
compartida.
A
partir de ahí, no digo que encontrar carezca de importancia, pero sí que el
valor de los hallazgos pasa a subordinarse a la central demanda de buscar. Sin
garantía, y en ocasiones hasta sin esperanza. Cada cual busca donde puede.
Donde cree haber percibido alguna vez, siquiera como sutil perfume, los rastros
de su particular pregunta. En mi caso específico, la búsqueda suele llevarme
cada tanto, por vías de una imagen, un diálogo, un esbozo de relato o, como
ahora sucede, de la remembranza llana, a aquella silábica asunción de la
experiencia del amor a través de los territorios de la infancia
Nada
puedo explicar. Sólo presiento que algo esencial procuran insinuarme, no de
manera aislada éste o aquél detalle de la anécdota, sino el conjunto. El
corazón niño que se descubre al deslumbrarse, y el modo en que lo vivido se
fija testimonio a partir de la juguetona sonoridad de algunas de sus prendas.
Será
que es sílaba a sílaba como articulamos palabra la memoria. Si letra es el
mínimo gráfico para cuanto puede en tinta sangre pensarse, sílaba es el mínimo
sonoro para cuanto de viva voz puede decirse.