Hace ya no recuerdo cuántos años
que no leo un libro suyo, Gabriel.
Ni distracción ni pereza.
Convicción. Convicción de las peores, de esas que un buen día llegan y se
instalan en nosotros con automatismo, indiferentes a partir de entonces a
cualquier posibilidad de enmienda o revisión autocrítica. Una vez decidí que yo
no tenía que ver nada con usted, o mejor dicho, que no quería tener que ver
nada con usted. Y deje de leerlo.
Apurando la memoria, creo recordar
que fue por la época de El general en su
laberinto. Evoco que su ejercicio
aquel de aproximación a la figura de Bolívar me resultó no sólo fallido, sino
indignante incluso. Y puse tierra de por medio entre nosotros. Tierra
imaginaria, ya que la otra nunca llegó que yo sepa a aproximarnos. Cada noticia
a propósito de usted no sirvió desde ese momento más que para aumentarnos la
distancia. Recuerdo en específico una de ellas. Estaba por iniciar el Mundial
de futbol de 1994, y Colombia era sobre la cancha un prodigio, una festiva
promesa, un seductor carnaval al que muchos veían predestinado a alzarse con la
copa; alguien me dijo —o en algún lado leí— que había usted apostado no sé con
quién un auto de lujo a que la selección cafetalera saldría campeona. Y yo
pensé en la indignación todavía fresca que me había causado su Bolívar de
papel, y pensé también en sus pleitos con Vargas Llosa a propósito de la
revolución cubana, y pensé en su reportaje sobre Miguel Littin clandestino en
Chile, y tal vez pensé sin darme cuenta en los pies desnudos de Isabel o Amaranta
por las calles alternativamente polvorientas y lodosas de Macondo. Y no fue
necesario que dijera hasta aquí, ni fue necesario que dijera no más. Porque ya
lo había dicho previamente. Pero si alguna duda hubiera quedado, el episodio
zanjaba, al parecer en términos definitivos, nuestra relación como un cerrado
no más, como un irrevocable hasta aquí.
Fue hasta hace poco que el dique
seco principió a dar señas de resquebrajarse.
Porque viéndolo por ahí, en alguna
nota, en algún documental, en alguna fotografía, o trayéndolo a colación en una
charla con mi hermana Gina, al lado de la cuál tanto lo habíamos amado (porque
sí, Gabriel, de pronto resultaba que yo lo había amado y no lo recordaba), se
me vinieron a la cabeza y a la piel prendas de un tiempo que quién sabe en qué
pliegue habían quedado escondidas. Ya partir de esa llamada de atención, de
pronto comencé a reparar en las muchas estampas que sus libros habían guardado
en mí con indeleble nitidez.
Usted sabe, Gabriel, que hay libros
y textos que nos marcan, que nos dejan su huella, que nos hacen suyos. Y que,
lo mismo que en el amor, uno nunca puede explicar bien a bien a qué obedece
semejante marca. Hay libros, textos y mujeres que desearíamos imprimieran en
nosotros un rastro perdurable, que mientras estamos transitándolos prometen —a
modo de guiño— plazos de eternidad… y a los que acabamos olvidando; o peor aún,
a los que recordamos con una gratitud apenas tibia, más pariente de la cortesía
que de la pasión.
En el caso de la poesía, al menos
en mi caso, la impresión perdurable tiene que ver habitualmente con la música;
antes que una sugerencia visual o una digresión reflexiva, la oleada es siempre
un retintín de sílabas, consonancias y acentos, de los que en todo caso brotan
después las significaciones propiamente dichas. Tratándose de narrativa, no sé
si a usted le pase, la impresión perdurable tiene que ver con una escena o un
fragmento de escena: una textura, una atmósfera, un gesto o un paisaje.
Recuerdo con cariño ciertos libros,
de los que incluso puedo mencionar la trama general, el planteamiento, las sugerencias
contextuales, pero de los que me resulta difícil entresacar una imagen
específica. De lo que me di cuenta hace no demasiado tiempo, es que con los
libros de usted me sucede exactamente lo contrario. Acaso no pueda referir como
totalidad la anécdota y el hilo discursivo de La hojarasca o Los funerales
de la mamá grande, pero me basta cerrar los ojos para mirar delante de mí el
tono seco de la resolana sobre una calle vacía, los ojos de un puñado de
soldados en un pelotón de fusilamiento, el olor de una habitación cerrada en la
que alguien acaba de morir, la textura de la yema de huevo untada por un hombre
en los pechos de su amante, el hilo de frío en mi propia espalda el día en que a
Santiago Nassar lo iban a matar.
Y son muchas, Gabriel. No una o
dos; muchas más. Podría excusarme diciendo que lo que pasa es que yo lo leí a
usted sobre todo durante la secundaria, en el momento mismo que comenzaba a
descubrir que la lectura se me volvería vocación y oficio; o apelar a
retruécanos freudianos en función de la enorme devoción que mi padre le profesó
siempre, y que yo en cierto sentido no hice sino heredar. No obstante, sin desestimar
en definitiva la importancia de ambos hechos, sino antes bien situándola como
parte constitutiva de la magia que con estas líneas apuradas pretendo menos
explicar que entrever, recordar y honrar, diría que hay otra cosa. Y que esa
cosa es el secreto poder de su escritura.
Alguna vez escuché que alguien lo
diagnosticaba (de súbito me da por sospechar que fui yo mismo quien lo hizo, y
se me enrojece la cara de vergüenza) como un “mero” contador de historias,
minimizándolo en razón de alguna ultraterrena sustancialidad; como si Homero —y
Rulfo —y Dickens —y Bábel —y Cortázar —y Andersen —y Cervantes— no hubieran
sido (y al serlo no nos hubiera enseñado de qué se trata este negocio) un “mero”
contador de historias.
No está usted para saberlo, pero sí
estoy yo para contarlo, Gabriel. Por estos días andaba tramando yo una
reconciliación. Por estos días andaba yo cavilando que ya era hora de que
pusiera a remojo de revisión el cartón piedra de ciertas reumáticas convicciones,
no para desdecirme, no para disculparlo, no para minimizarle erratas y sombras,
no para congratulármele desde mi anonimato de lector con ese servilismo
rastrero tan al uso, sino para reclamar en herencia lo que acaso desde el
principio vino a usted a regalarme y yo en principio supe claramente ver, pero
luego extravié por cosas de la voluntad y del azar (lo que es lo mismo que
decir por cosas del destino).
Hace un rato me enteré de que está
muerto, Gabriel. Y no me parece mal. Está bien morirse, al menos una vez en la
vida. No se puede terminar de ser hombre sin abrazar en la hora debida al
muerto que desde el principio venimos cargando. Pero así y todo me da cierto
pudor saber que yo no alcancé a regresar a sus páginas antes de que usted se
muriera. Como si hubiera incumplido una cita, como si hubiera estropeado una
sorpresa.
Apenas escuché en el radio que
había fallecido, me puse a pensar en los términos del escrito que aquí voy
concluyendo ya. Y hace nomás unos instantes me puse a revolver la estantería, a
fin de resarcir aunque fuera a modo de homenaje póstumo mi impuntualidad, mi
descortesía, mi ausencia.
Sólo que en mi librero no hay un
solo libro suyo, Gabriel.
Tendré que esperar hasta mañana,
para ir a comprar alguno a la librería. O para pedirlo prestado. Mejor será que
ahora me vaya a dormir. O a no dormir, pensando en la portada de aquella
edición de Cien años de soledad,
publicada por el Círculo de Lectores (la mujer de negro en la tapa yo me figuré
siempre que era Úrsula), que mi padre leía una y otra vez, sin que yo atinara a
explicarme por qué esa obsesión suya de volver a un libro que ya había leído.
Por qué esa fascinación suya de mirar gestos y paisajes que ya conocía. Por qué
ese gusto suyo por revisitar esa historia (esa “mera” historia) que era siempre
distinta y era siempre la misma.