La revolución
teatral de finales del siglo XIX y principios del XX, que tiene en Constantin
Stanislavski a uno de sus señeros referentes, constituyó en primer término la
reivindicación de un Teatro de Arte contrapuesto a la lógica del
entretenimiento consumista, misma que se enseñoreara de la escena europea tras
la entronización y crisis del drama romántico. Tanto Stanislavski (de la mano
de Nemirovich-Danchenko) en Moscú, como Antoine en su Theatre Libre de París,
siguen y profundizan la estela de hallazgos trazada en su recorrido europeo por
la compañía Meininger, consistente en la subordinación de todos los componentes
individuales de la escenificación a las necesidades y exigencias globales de la
puesta en escena.
Los hallazgos
específicamente técnicos de Stanislavski en el ámbito de la formación de
actores, sólo cabe dimensionarlos a cabalidad como parte de sus ideas generales
respecto de lo que el Teatro es y debe decir. El hecho de que numerosos apoyos
para el oficio, cristalizados tras arduos años de exploraciones en su
laboratorio, hayan pasado a convertirse en fundamento formativo para una
abrumadora mayoría de las escuelas de actuación de todo el mundo, funcionales
incluso en el caso de aquellos que más contrapuestos se hallen a las premisas
estéticas de su artífice, no debía hacernos olvidar que para él estaban muy
lejos de poder tomarse como meras herramientas útiles (cuya validez radicaría
exclusivamente en su probada eficacia), y que los concebía parte integral de
una franca actitud militante, una auténtica profesión de fe frente al acto
creador. Pero, incluso restringiéndonos
al ámbito estrictamente técnico, la aspiración resultaba por demás ambiciosa:
no menoscabar la maestría en el oficio como indeseable, sino exigir su
subordinación a las necesidades de conjunto del universo dramático, y trabajar
con la hipótesis de un futuro donde los elencos dejaran de tomarla como
excepción contingente y pasaran a convertirla en norma general, a través de su
metódica aprehensión.
Para el ámbito
teatral, declararse “stanislavskiano” pasó rápidamente a identificarse, con
irresponsable automatismo, en sinónimo del empleo utilitario y efectista de un
cada vez más reducido número de apoyos para la interpretación actoral,
descolocándolos no sólo de la perspectiva pedagógica que el maestro ruso
madurara durante décadas de trabajo, sino lo que es todavía más grave: ignorando
por completo la visión del arte y del ser humano que habían contribuido a
madurar, y que les había dado origen, sentido, razón de ser. Al cabo, los
extravíos y callejones sin salida provocados por los artífices de tal
descolocación y tal enmienda, pasaron a endilgársele con toda naturalidad al
propio Stanislavski. Dentro del mundo teatral, no resulta infrecuente toparse
—lo mismo entre creadores que entre formadores y críticos— festivos desplantes
de suficiencia y sentencias investidas de erudita inobjetabilidad, que se
deleitan aseverando: “Stanislavski hace ya mucho que caducó y fue superado”. ¿A
qué se refieren con eso? ¿Qué es lo que, festiva y victoriosamente, se presume
superar? ¿La frontal reivindicación de un Teatro de Arte que no transija con la
banalidad y el comercio? ¿La convicción de que todos los componentes
individuales de la puesta en escena deben armonizarse integralmente en función
de su unidad colectiva? ¿La apuesta por actores capacitados a plenitud para
ejercer sus potestades creadoras, abandonando la estéril disyuntiva entre la
narcisista estrella y el ejecutante servil? ¿El entendimiento de la profesión
actoral como una privilegiada vía de conocimiento del espíritu humano? ¿La
intuición de que el repertorio de consejos útiles acumulados por la historia de
la actuación es —además de renovable— susceptible de organizaciones
sistematizadas que vuelvan más democrática y efectiva su compartibilidad?
Porque tales son
las esenciales cuestiones de fondo que hacen que Stanislavski sea Stanislavski,
y en función de las cuales debía tasarse en todo caso el atrevimiento de
declararse stanislavskiano o no.