James M. Cain ha corrido como escritor con una
suerte desfavorable respecto de las de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, los
pares genéricos con que suele asociársele como padres de la escuela policial hard boiled, iniciada en las llamadas
pulp magazine entre mediados de los años veinte y principio de los treinta del
siglo pasado. Lo mismo que a ellos, al interior de la novela negra se le
reconoce sin disputa como uno de los maestros esenciales, como un clásico
inapelable. Pero mientras a Hammett y a Chandler semejante pertenencia no les
ha escatimado a la postre su pleno reconocimiento como grandes escritores a
secas, y no ha impedido que su narrativa haya sido abordada como literatura
mayor encima de todo género, Cain por su parte, más allá de este ámbito
especializado, continúa siendo en buena medida —por insólito que parezca— un
autor minoritario y marginal. E incluso dentro de los específicos dominios del
policial duro a la americana, resultará difícil encontrar a su estela
entusiasmos y devotos proporcionales a los de un Jim Thompson, un Chester Himes
o un James Ellroy.
Lo paradójico es que, de acuerdo con la
coincidente aseveración de varios especialistas en su obra, ello parece obedecer
justo al hecho de que, a diferencia de lo que ocurre con los legados
hammettiano y chandleriano, el conjunto de lo que escribió no admite quedar
remitido en exclusiva, y acaso ni siquiera mayoritariamente, a la literatura
policiaca. Casi puede decirse que toda la producción de Dashiell Hammett,
incluidos sus guiones cinematográficos, radiofónicos y de historieta, pertenece
al género negro; las excursiones de Raymond Chandler fuera del mismo resultan
algo más numerosas, pero así y todo acaban siempre, por elemental fuerza de
gravedad, girando en torno a sus piezas detectivescas. La obra de James M.
Cain, además de altibajos extremos que los otros dos integrantes de la
santísima trinidad hard boiled no
llegaron a padecer a tal punto, posee amplias zonas que exceden por completo a
la literatura sobre crímenes propiamente dicha.
A manera de justicia reparadora, el destino ha
querido no obstante que Cain corra con mayor fortuna al ser trasladado a la
pantalla, aun cuando el hecho quizá no terminara de complacerle, toda vez que
en la operación ha tendido a quedar otra vez a final de cuentas encasillado, no
digamos ya dentro de los ámbitos subgenéricos de la serie negra, sino dentro de
los dominios de una sola novela específica: esa magistral, breve e imperecedera
joya que es El cartero siempre llama dos
veces (1934). Es cierto que, dentro del corpus fílmico basado en la
narrativa de Cain, hay varias piezas dignas de mención que se inspiraron en otras
obras; para empezar, la célebre adaptación de Double Indemnity realizada en 1944 por Billy Wilder con el
mismísimo Chandler de coguionista. Pero, por un lado, ya desde la propia página
escrita Double Indemnity, a despecho
de sus innegables y sobresalientes méritos individuales, constituía antes que
nada un juego de variaciones sobre los mismos temas puestos encima de la mesa
por El cartero siempre llama dos veces:
la prohibida pasión de dos amantes criminales; el ajusticiamiento de un marido
que no le ha hecho mal a nadie; la implacable usura de las compañías aseguradoras;
el poder institucional pendiendo todo el tiempo como helado filo justiciero
sobre las pasionales iniciativas de los protagonistas; el fatal entretejimiento
de la culpa, la desconfianza y la condena como broma trágica erigida a manera
de muro sobre el amor y el deseo; la puntual e implacable acción del azar para
atar de últimas cuanto debe ser atado. Y otro tanto puede decirse del resto del
legado de James M. Cain, pues todo cuanto iba a decir a lo largo de su carrera
como escritor ya estaba contenido en potencia dentro de esa carta de
presentación que fue su primera novela.
Por otra parte, la recurrencia con que la trama
y las múltiples inflexiones de El cartero
siempre llama dos veces han tentado —y siguen tentando todavía— a los más
disímiles realizadores, termina por eclipsar de modo comprensible buena parte
de lo demás. Acaso la dificultad de Cain para desembarazarse de su ópera prima de
cara a la memoria colectiva, radique en que consiguió otorgarle a una de las
situaciones criminales más arquetípicas de la historia de la humanidad lo que
probablemente constituya su más afortunada concreción literaria.
La historia de la pareja de amantes ilícitos que
urden el asesinato del lícito cónyuge de una o de ambas partes, ya generaba el
interés del respetable en la China de la Edad Media, según hacen constar algunas
recopilaciones de relatos inspirados directamente en expedientes judiciales; El imperio de la pasión (1978) del
japonés Nagisa Oshima parece abrevar de dicha fuente, y resultaría interminable
la lista de películas que se han erigido a partir de esa elemental anécdota
base. Ya restringiéndonos en exclusiva a aquellas cintas específicamente
basadas en El cartero siempre llama dos
veces, el conteo arranca en Francia en 1939 con Le Dernier
tournant de
Pierre Chenal; inaugura en 1943 el neorrealismo italiano con Obsesión de Luchino Visconti; alcanza su versión más fiel y memorable bajo las
actuaciones de John Garfield y Lana Turner en 1946, bajo la dirección de Tay
Garnett; actualiza los hallazgos de su predecesora de acuerdo al contexto y las
estrellas hollywoodenses de tres décadas más tarde con el remake dirigido en
1981 por Bob Rafelson y estelarizado por Jessica Lange y Jack Nicholson; se
reelabora sin concesiones en clave histórica de cara a las ruinas del llamado
socialismo real en Pasión (1998) del
húngaro György Fehér; salta a Asia
y al bajo presupuesto de la mano del realizador malayo U-Wei Haji Saari en 2004,
bajo el título Buai laju-laju; y hasta
donde tengo noticia alcanza su más reciente aproximación en Alemania, a cargo
del director Christian Petzold con Jerichow
(2008).
Siguiendo el procedimiento ya aplicado durante sus respectivas relecturas
de Hammett en Miller’s Crossing y de
Chandler en The Big Lebowski, los
Hermanos Etan y Joel Coen acometen su personal e inspirado abordaje del
universo poético de James M. Cain descentrándose de aquello que se ha
instituido obvio y obligatorio (sin que ello les impida homenajearlo con
manifiesto gozo), para por esa vía apropiarse de lo más esencial y más sutil
del autor abordado. El hombre que nunca
estuvo (The Man
Who Wasn't There, 2001) es
un obediente tributo a cuanto cabría concebir como una película
cainiana, y a la vez un ejercicio de abierta subversión, que al apartarse
mediante diversas licencias de dicho camino, logra transparentar con amplitud
inigualable todos los ricos y complejísimos registros del venerable maestro hard boiled.
Lo primero que llama la atención es su manejo de
la femme fatal, eje central de
referencia en casi todas las novelas de Cain, y que aquí se vuelve un elemento
complementario, aun cuando indispensable y trabajado con esmero.
La santísima trinidad originaria de la novela
negra norteamericana admite en cierto sentido situarse en disposición análoga a
la trilogía de los clásicos autores de la tragedia ática. Dashiell sería
Esquilo, el patriarca fundacional capaz de sintetizar dentro de su producción
las reglas de juego generales de todo lo que vendría después; Raymond sería
Sófocles, el celebrado genio encargado de llevar a su plenitud más emblemática
el modelo creado; y Cain sería Eurípides, responsable de trasladar sin ambages
el rezo y el canto a los territorios del franco alarido, con una manifiesta
sobrecarga en los densos tonos de la desesperación, y sin disponer para sí de
pródigas alabanzas equivalentes a las que han recibido desde siempre los otros
dos. Pero además, por encima de las acusaciones de misoginia que durante
siglos ha venido recibiendo, Eurípides enfoca una y otra vez la realidad en
todas sus facetas desde la perspectiva de inolvidables personajes femeninos,
poseedores de la cifra necesaria para transparentar sin disimulos el agitado y
sombrío horizonte que su época le deparó escudriñar. La obra de James M. Cain
se halla presidida en idéntica proporción por nombres de mujer: Cora Papadakis,
Phyllis Nirdlinger,
Mildred y Veda Pierce, June Lyons, Joan Medford…
En El
hombre que nunca estuvo, Doris Crane (espléndida interpretación de Frances McDormand) hereda, resume y prolonga los mejores
atributos de dicha galería. Se trata, sí, de la chica tenaz, encallecida y
áspera que, irradiando una perenne imantación carnal, procura abrirse paso y
levantar cabeza contra la corriente de adversidad para la cual está
predestinada, sin conformarse empero con sortearla, sino decidida antes bien a
sostenerle el pulso hasta vencerla. Sólo que aquí ni ella ni su ilegítimo
amante se convertirán en sujetos ejecutores de la trama criminal que ello
suscita. En una inspirada vuelta de tuerca, los Coen otorgan dicho rol al personaje
que en las novelas de Cain suele ocupar el sitio de la víctima; como si los
grisáceos maridos de segundo plano ultimados en El cartero llama dos veces y Double
Indemnity asumieran por un insólito golpe de prestidigitación, y sin
modificar un ápice su difuso puesto de segundo plano, el sitial de verdugos.
Es vox populi,
aceptada por el propio Cain en alguna entrevista, que Albert Camus reconoció El cartero siempre llama dos veces como
una de las influencias decisivas para la escritura de El extranjero. El hombre que
nunca estuvo coloca tal consonancia en primer plano, y a través de ella
sirve a los Hermanos Coen para enunciar una de sus más frontales
reivindicaciones del ciudadano de a pie, ese que de tan común y tan corriente
queda situado en el límite mismo de la más absoluta invisibilidad. Ya de suyo
el conjunto de la filmografía que han venido pergeñando durante las últimas
tres décadas admite contemplarse como una emotiva indagación de la América de a
pie, desde el enfoque épico de quienes no poseen ni poseerán épica alguna.
Comentaba Cain alguna vez, al término de una entrevista:
—A Carey Wilson, el productor de El cartero siempre llama dos veces, un pez gordo de la Metro, le
gustaba mi obra. Nunca supe exactamente por qué. Pero una vez dijo: "Lo
que me gusta de tus libros es que tratan de gente idiota que conozco y con la
que me he dado de bruces en los aparcamientos. Me resultan creíbles y tú sabes
ponerlos en situaciones interesantes. Después de todo, qué demonios podría
interesarme de los líos de un vagabundo y una camarera. ¡En persona no podría
aguantarlos más de dos horas!"[1]
En el caso particular
de esta pieza de los Coen, la contenida y seca actuación de Billy Bob Thornton
en el papel del barbero Ed Crane condensa el espíritu de toda la cinta. Al
construirla como un elegante artificio en blanco y negro, arrullado de
principio a fin por fondo de piano beethoveniano, enfatizan con peculiar
intensidad y por contraste las sórdidas implicaciones morales y metafísicas de
cuanto están narrando. Sobre ese soporte helado, armonioso, equívoco y
contenido, los guiños de suciedad y vulgaridad cobran enorme realce: el lascivo
guiño de un gordo estafador con bisoñé; el dueño de la barbería hundiendo la
cara en la mermelada de una tarta para devorarla en un concurso; la permanente
borrachera en el porche de su casa del único aparente amigo con que cuenta el
protagonista; los ojos desorbitados de una acaudalada viuda obsesionada con los
extraterrestres; el intento de felación de la joven estudiante de piano a la
que el barbero deseaba consagrar su paternal y desinteresado apoyo. Conforme
van sucediéndose las escenas, uno no puede dejar de sentir que en la pantalla
está plasmándose, con una nitidez prístina y despiadada, toda la amorosa
desolación, toda la claustrofobia social y toda la asfixiante cochambre presente
en las mejores páginas, pasajes y personajes de James M. Cain.
Ed y Doris están
juntos; pero están solos. Y la medida de semejante soledad no deja de
multiplicar las interrogantes en una sucesión de concéntricas oleadas, desde el
permanente soliloquio en voz en off que nos conduce a lo largo de la cinta,
hasta la cúpula insondable del espacio infinito, quién sabe si propicio a los
platillos voladores o poblado en exclusiva por el huérfano silencio de las
estrellas. Poco más de un lustro después, en No Country for Old Men (2007) y Burn After Reading (2008),
respectivamente por boca y arma del asesino Anton Chigurh (Javier Bardem) y del
ex-agente de la CIA Osborn Cox (John Malkovich), la omnipotente supremacía de
los que sí hacen historia emitirá sentencia contra los desechables, los inútiles,
los imbéciles. Pero puede decirse que El hombre que nunca estuvo no es
aún por completo el tiempo de los fiscales, los jueces y los verdugos, sino el
de la última defensa, el de un margen —aunque sea minúsculo— vigente todavía
para la presunción de inocencia, no importa que sus términos resulten atroces,
y que la voz cantante la usufructúen en todo momento los mismos de siempre.
El abogado Freddy
Riedenschneider (Tony Shalhoub) señala más allá de la pantalla, en dirección a
cada uno de nosotros, y procede a indicarle al jurado lo que significaría condenar
al hombre insignificante, sin imaginación ni para la grandeza ni para el
oprobio, que está sentado en el banquillo:
Era como ellos, un hombre corriente, culpable de vivir en
un mundo que no tenía lugar para mí. Dijo que era un hombre moderno, y que si
votaban mi condena estarían ciñendo la horca a su propio cuello.
Una puesta en escena
meticulosa y detallista. Una impecable evocación de los años dorados del cine
negro, que no se encasilla en sus modelos.
Una cuidada galería de variopintos personajes secundarios. Un
melancólico lirismo que no condesciende jamás a la debilidad melodramática. Una
película que consigue dejar la misma huella intraducible e imperecedera de
aquel momento de El cartero siempre llama
dos veces, donde el eco devuelve la voz de un hombre ya muerto a los oídos
de la pareja que acaba de matarlo.
El hombre que nunca estuvo es el traslado más vasto, matizado y fidedigno que el
universo narrativo de James M. Cain haya tenido jamás a la pantalla.
[1]
Tomado del blog Signor Formica.
http://signorformica.blogspot.com/2011/07/interview-james-m-cain.html