Yo tuve la cara de Rimbaud a los diecisiete años.
Por supuesto, todos la tuvimos.
Parte del poder irredento, inagotablemente renovado, propio del niño caminante
y su leyenda eterna, tiene que ver justo con su capacidad para enunciar de
manera tan amplia como literal lo que cada ser humano es o debería tener
derecho de ser a los diecisiete años. Ese fulgor. Esa inocencia conmovida por
su propio efímero espectáculo. Esa limpia arbitrariedad. Esa cruel y sagrada intransigencia.
Pero es que yo además, sin que hubiese
necesidad de ningún género de utilería, ningún calculado recurso de peluquería,
ninguna forzada gesticulación, desde mis ojos de entonces sentía por completo
legítimo reclamar como propios los rasgos de la cara de Rimbaud, según han
llegado hasta nosotros en su fotografía más célebre, reproducida y
reinterpretada hasta la saciedad por legiones de devotos.
No vaya a pensarse que desde
aquí, desde mi sitio actual, desde mi irreparable “yo es otro” consumado
respecto de quien haya podido ser en aquella remotísima edad, aliento algún
tipo de petulancia jactanciosa en torno de semejante asunto. Reviso mis escasas
fotos correspondientes a aquellos años, las contrasto con las todavía más
escasas que ha legado para nosotros el arcangélico Jean-Arthur, y llego a la
conclusión de que en realidad no nos parecíamos en nada. Se trata de dos
fisonomías por completo divergentes, a las que en caso de que —con un poco de buena voluntad—
cupiera establecerles cierto remoto parentesco, sería en virtud de la
desgastada calidad de las imágenes y de la flagrante adolescencia de los personajes
ahí aludidos. Yendo aun más allá, la vida, las osadías, el genio y el
temperamento de Jean-Arthur en su mocedad quedaban por completo distantes de lo
que yo era; tanto como pueden quedar de quien soy ahora cuantos correspondieron
a su ulterior destino de mercader baldado.
Lo cual no quita que aquel muchacho
haya asumido como una verdad rotunda que aquella era su cara, durante la iniciática
ocasión donde, recién oída apenas la primera admirativa glosa a propósito de
cuáles habían sido su existencia y sus hechos, alguien le puso en las manos un
libro de Rimbaud; y apenas dar la vuelta a la primera página o a la
contraportada, sintió que estaba frente a un hechizado sucedáneo de reflejo.
Por lo demás, tal vez no
resulte abusivo continuar insistiendo en que, por encima de las distancias
estrictamente circunstanciales y anecdóticas de por medio, el enigma Rimbaud a todos
alude y a nadie excluye. Todos a nuestro turno, adaptando la prestidigitación según
nuestro propio rostro y nuestra propia biografía, cumplimentamos a pie
juntillas ese mismo inquietante tránsito entre los extremos términos de lo que
comenzamos siendo y lo que terminamos siendo. Y quien con mayor empecinamiento
se afane en proclamar las señas referenciales de su pasado como intactas
prendas del presente, con más implacable virulencia acabará por ver subrayado
en el espejo el margen de todas las mutaciones que el viaje recorrido —sin espacio alguno para enmiendas y
reparaciones— operó.
Yo era pues como Rimbaud, en
idéntica proporción a todo ser humano que acabe de cumplir diecisiete años, y
sienta arrebatársele el pecho por el vértigo de lo innombrable, sienta en sus
venas encendérsele la sangre ante la expectativa del camino, sienta nublársele
los ojos por el perfil enceguecedor con que el horizonte da en fundir a la
distancia la intuición del demonio y la intuición de Dios. Pero los hechos de
mi vida no iban a parecerse ni entonces ni después en términos estrictamente narrativos
a los de la vida de Rimbaud. Otras serían mis osadías y otras mis blasfemias,
mucho más retraídas al interior de mí mismo, mucho más próximas a la quieta
travesía vertical de los vegetales que al animal impulso del andar devorador y
vagabundo.
Y no obstante tamaña
discrepancia —que acaso alguien pueda considerar esencial, dicotómica,
inconciliable—, tal lo he señalado ya, la primera vez que vi el rostro de
Jean-Arthur en la portadilla o la contraportada de un libro, no pude menos que
sentir, antes de haber leído una sola letra, que aquella era mi cara, aquellos
mis cabellos, aquella mi delgadez de hombre aún en obra negra. Supongo que se
trataría de Una temporada en el infierno o
de las Iluminaciones, en la edición
de la editorial “La Nave de los Locos”, traducidos respectivamente por Marco
Antonio Campos y Cintio Vitier. Descubrí que aquella era mi cara, decidí que
aquella era mi cara.
¿Y luego? Luego no entendí
nada.
Leí con obcecación, leí con
furia, leí peleando línea tras línea con cada palabra. Sintiendo que lo que ahí
se clamaba iba transmutándose ora inexpugnable fortaleza, ora bosque plagado de
sombríos señuelos sólo propicios al extravío, ora neblina en altamar encegueciéndote
con la más insoportable mansedumbre, ora un relámpago que no alcanzaba a
iluminar durante plazo suficiente.
Terminé desistiendo de Rimbaud
según yo. Maldiciendo mi incapacidad, mi insuficiencia, mi falta de lecturas complementarias
capaces de contextualizarme aquello; maldiciendo sobre todo mi íntima y certera
sospecha adolescente de que en realidad no había —ni habría jamás— sobre la faz
de la tierra lecturas complementarias capaces de contextualizarme a cabalidad
aquello. Me decía que, puesto que cuanto ahí se decía había sido escrito por
alguien de mi edad que tenía mi cara, yo tendría que haberlo entendido por mí
mismo, sin ayuda de nadie.
Abismado en mi rabia o mi
rabieta no llegué a percatarme sino hasta después, ya muy tarde, que aquella
sola lectura según yo infructuosa había bastado para grabar en mí varias
imágenes y frases de manera indeleble, perdurable, eterna; como sólo puede
hacerlo nuestro respectivo repertorio de páginas esenciales. Senté a la belleza
en mis rodillas y la encontré amarga, apreciemos sin vértigo la vastedad de mi
inocencia, la alquimia del verbo, la vida es la farsa que todos debemos
representar.
Desistí de Rimbaud según yo. Dictaminé
que había terminado con Rimbaud, según yo. Devolví su libro a la repisa. Y me
largué ahí mismo para abrasarme en las ascuas de un amor proscrito desde los
cuatro puntos cardinales, a propósito del cual todo el mundo (conocido o no por
mí) parecía sentirse autorizado a opinar; para empecinar el paso que me fijaría
de por vida en la misma ciudad; obedeciendo nada más que a mis propias
sospechas e intuiciones; sin prestar atención, oídos ni mucho menos alma a los
diligentes inquisidores de siempre, empecinados en indicar desde sus mohosas
certidumbres, sus cíclicas mojigaterías, sus tendencias de moda en materia de
ideologías y relicarios cómo había que
ser, cómo había que mirar, cómo había que leer, cómo había que escribir, cómo
había que amar, cómo había que vivir. Levantada la cabeza, socarrona la mirada,
echado hacia adelante el esmirriado pecho, prestas en la garganta la imprecación
y la alabanza, para según fueran a necesitarse. Desistí de Rimbaud según yo,
llevándomelo en la cara y en la sangre.
Luego, al igual que
Jean-Arthur, no volvería a tener jamás diecisiete años. Lo cual no impide que hasta
hoy aún alguna mala luz o alguna buena sombra vengan de cuando en cuando a
mentirme en la penumbra que sí, que por qué no, que todavía.
Ante la ocasional revisita de ese
repertorio de galas y de muecas, hace tiempo que dejé de proceder con
apropiaciones emotivas por completo fuera de lugar; pero tampoco me les río en
la cara en petulante abuso de descortesía. Las agradezco en calidad de afeites
viejos y guardarropía de carnaval, condesciendo a ataviarme con ellas durante
cosa de un rato, entendiendo lo mal que me vienen y evitando cruzarme por pudor
con cualquier espejo. No se trata de que hayan quedado por debajo de mí. No se
trata de que haya quedado yo por debajo de ellos. No se trata aquí de
jerarquías, de evoluciones ni de involuciones. Se trata simplemente, lo dije ya
desde el principio, de que yo es otro.
Ningún caso tiene tomárselo a
la tremenda. De modo que procedo a calzarme brevemente aquellos rasgos, a
ensayar con media sonrisa en la esquina de la boca aquellos gestos, antes de
volver a lo mío, sea esto lo que sea.
Como el abuelo que deja que su
nieta lo maquille de muñeca, y que juega a ser muñeca por un rato; puesta la
mente en darle a ella y a sí mismo un gusto que no tiene nada que ver con la
hipótesis de ser muñeca, sino que corresponde íntegra a la realidad simple y
llana de ser abuelo. Yo, que no tengo edad para ser abuelo todavía. Pero que
entiendo con plena transparencia aguardándome a la vuelta del sendero, más allá
de la prisa y de la pausa, a eso otro
irrefutable —vagamente parecido a mí— en el que al cabo habré de convertirme.