Los auges del género policiaco son cíclicos,
recurrentes, y desde hace tiempo se han acostumbrado a autoproclamarse cada
nueva vez como inédito boom. Yo mismo comencé a formar mi afición durante uno
de esos periódicos apogeos: legítimos reivindicadores en lo que puedan traer de
efectivamente nuevo y revitalizador, pero en esa proporción también con frecuencia
amnésicos, desinformados e invisibilizadores de cuanto no sólo les precedió,
sino que en buena medida posibilita y explica su propia existencia.
Hacia la segunda mitad de la década de los
ochenta, se hablaba con una profusión bastante similar a la actual (aunque,
claro, sin los ambiguos matices de alcance y transitoriedad implícitos en la
era de la web) de la novedosa moda mexicana de la novela policiaca; moda propiciadora
entonces como hoy de colecciones, premios, programas televisivos, coloquios, ediciones
especiales de importantes suplementos culturales y reputadas revistas
literarias, autores vernáculos incursionando dentro del género, etc.
Debo agradecer a un par de números monográficos
publicados por entonces en Revista de
revistas de Excelsior, mi primer acercamiento a la dilatada tradición que
la narrativa criminal había merecido en nuestro país desde por lo menos los
años cuarenta. Pero preciso es decir que mi real acercamiento a la mítica Colección Caimán (¡más de 500 títulos a
lo largo de veinte años de existencia!), al detective Peter Pérez de José
Martínez de la Vega o a los cuentos de Antonio Helú, sólo se dio muy a
posteriori, y teniéndolos menos como referentes significativos de mi devoción que
como meras curiosidades complementarias.
La mencionada serie puso en nuestras manos El
complot mongol de Rafael Bernal, novela todavía por encima de casi todas
las otras a tantos años de distancia. Pero también el arranque de la saga de
Belascoarán Shayne de Paco Ignacio Taibo II en Días de combate, Ensayo de un
crimen de Rodolfo Usigli, Las muertas
de Jorge Ibargüengoitia, El garabato
de Vicente Leñero y la colección de cuentos Muerte
a la zaga de María Elvira Bermúdez. En lo personal debo agradecer además esa
para mí entrañable pieza del policial mexicano que es el relato “Dónde está
David Gurrola” de Rafael Ramírez
Heredia, incluida en El rayo Macoy.
A pesar de sus descuidos editoriales, así como
de la pésima encuadernación (causante de que al paso de los años la mayor parte
de sus ejemplares supervivientes devinieran inmanejable baraja), resulta de
destacar el esfuerzo de otra universidad, en este caso la de Guadalajara; a
comienzos de los años noventa, su colección Hojas
negras hizo acto de presencia con un catálogo de autores y obras tan amplio
y tan serio, que no deja de desconcertar la prácticamente absoluta ausencia de
referencias internáuticas que uno se topa en torno a él al navegar por la web; incómodo,
desagradable silencio de olvido e invisibilización, que alguna dura moraleja
traerá sin duda tras de sí. Acaso el ejemplo más ilustrativo dentro de esta
para nada inocente fenomenología del ninguneo, pueda ofrecerlo Pasado perfecto, primera de las novelas
del cubano Leonardo Padura protagonizada por su detective Mario Conde, hoy
mundialmente célebre; pues bien, el debut editorial de Conde (tal no cesa de
reiterar cada que puede Padura, en un gesto de decoro y gratitud que lo
enaltece) tuvo lugar en Hojas negras,
lo cual por supuesto no interesa en lo más mínimo a la imperial casa Tusquets,
que sin ningún empacho sitúa en la página legal correspondiente su respectiva
primera edición de Pasado perfecto
como la primera edición de la novela a secas: ergo, si yo no te veo y no te
nombro, no existes.
Obviamente, parte fundamental de este tipo de formación lectora depende en buena medida de las piezas sueltas que uno con paciencia aprende a ir pescando por aquí y por allá a partir de sus sucesivos conocimiento y hallazgos. Durante alguna temporada, mis visitas a la Ciudad de México incluyeron una religiosa peregrinación por los puestos aledaños a la glorieta del Metro Insurgentes, donde pude irme agenciando paso a paso una respetable cantidad de libros de Andreu Martín publicados en Barcelona por Plaza y Janés. Y ya sabía que era preciso echar un ojo en las librerías propiamente dichas del mismo rumbo a los bestsellers de Emecé, donde podía en una de esas encontrar alguna de mis novelas faltantes de Ross Macdonald; o que de la calle de Donceles siempre cabía la esperanza de salir, aun cuando fuera bañado de polvo, con un ejemplar de alguna buena colección argentina en la mano. En La Librería de la Calzada Fray Antonio de San Miguel de Morelia, había que estar siempre al tanto de la llegada de los lotes de Leega Literaria, donde fueron apareciendo Cosa fácil y Algunas nubes de Taibo II, El callejón del muerto de Méndez Asensio, Entre la pena y la nada de Raúl Hernández Viveros y Muerte en Luang Prabang de Semionov; la vieja expo-feria moreliana incluía todos los años en aquella época un stand de libros cubanos, que incorporó a mi estantería mucha basura didáctica disfrazada de novela de misterio, pero también el descubrimiento de la narrativa de Luis Rogelio Nogueras, Daniel Chavarría o Rodolfo Pérez Valero; una tarde pedí permiso a la dependienta de la Librería Madero para pasar del otro lado del mostrador y fisgonear en sus estanterías (entonces no franqueadas al público), y salí de ahí con dos de las primeras novelas de Eduardo Mendoza, publicadas por Seix Barral.
Entre 1994 y 1995, Martínez Roca, una de las filiales de Grupo Editorial Planeta, lanzó en México el proyecto de una colección (La llave de cristal) y una revista (Crimen y castigo) especializadas en el neopolicial latinoamericano. La revista no pasó del primer número, pero la colección alcanzó a completar no obstante una decena de títulos: Luna de Escarlata de Rolo Diez, Quizás otros labios y Tabaco para el puma de Juan Hernández Luna, Flor de la tontería de Paco Ignacio Taibo I, La música de los perros de Mauricio-José Schwarz, Los secretos de El Paraíso de Guillermo Zambrano, Amor de mis amores del cubano Alfredo A. Fernández, Chau papá del argentino Juan Damonte y Que todo es imposible de Taibo II, además del volumen de testimonio periodístico La muerte viste de rosa de Víctor Ronquillo.
Ya para la segunda mitad de los noventa, como lo
expone con bastante claridad F.G. Haghenbeck en algún sitio, las cosas
comenzaron a cambiar. El específico empuje de aquel boom ochentero dio en
atenuarse, aunque no así la fidelidad de los viejos y nuevos devotos de la
literatura policiaca, ni la incesante renovación de sus respectivas bibliotecas
con novedades y reediciones, siempre profusas en el mercado editorial. Vino el
derrumbe definitivo del estado de la Revolución, la entronización omnipotente
del crimen organizado, el festivo jolgorio en torno a la cultura del narco, el
énfasis narrativo sobre el potencial negro de la frontera norte: nombres,
títulos, virtudes, vicios, tendencias y fenómenos con que el lector promedio
actual se halla mucho más familiarizado.
Hoy que para el llamado “neo-noir” (etiqueta más conflictiva y más ambigua mientras más atingentes esfuerzos se aventuran tratando de esclarecerla) parece llegado el momento de afrontar su propio balance autocrítico, su propio retrospectivo corte de caja, su propio deslinde de opciones de futuro, no me pareció fuera de sitio aventurar esta glosa informativa —inevitablemente parcial— a propósito de algo de lo que hubo antes. A diferencia del cuidado documental que (por poner un ejemplo) se tiene en Argentina para conservar la memoria con la mayor consistencia posible en este tipo de menesteres, nuestro país parece a menudo todavía demasiado dado a la patosa borradura por descuido, a la huella por completo irresponsable de cuantos pasos la posibilitaron.