La
primera güera de mi vida apareció en segundo de secundaria.
Quizá fuese pertinente omitir lo de güera y
dejarla en (elevarla a) lo que objetivamente fue: la primera de mi vida, a
secas. Pertinente porque enfatizar de entrada dicho detalle significa
exagerarle a la pigmentación la relevancia que en realidad tuvo, y porque
pluralizar con el adjetivo “primera” a las güeras de mi vida representa una
desmesura de tono fanfarrón en la que no era mi intención incurrir.
Yendo todavía más lejos, diría que si de
afanes de objetividad se trata, lo correcto sería omitir “primera” junto con
“güera”, toda vez que al ingresar a segundo de secundaria el récord de mis
previos enamoramientos sumaba ya algo así como siete. Y el niño que para
entonces dejaba de ser los había vivido con todas las de la ley, aun cuando al
flamante adolescente en que pasaba a convertirme le parecieran por contraste
previsiblemente insulsos, inferiores, infantiles. Además, todo amor que se
precie será siempre el primero, el último, el único, y por lo tanto referirse a
él en términos de cuantificación representa un perverso equívoco cuyas
consecuencias ya tendríamos que habernos hartado de cotidianamente pagar.
Y, sin embargo, se mueve. No obstante tanto
reparo, iniciaré este apunte aseverando que la primera güera de mi vida,
legítimamente denominable a secas como “la primera de mi vida”, apareció en
segundo de secundaria.
Y esto por tres motivos básicos. Uno: porque
entre mis inconfesados amores de infancia no hubo güera ninguna. Dos: porque si
es en la adolescencia donde realmente se nace, donde oscuramente se elige al
fin nacer, no cabe duda que entre todos nuestros primeros amores el primer amor
de adolescencia pasa a convertirse sin paliativos en el primer amor. Y tres:
porque güera solía ser uno de los vocablos predilectos para ejemplificar el uso
de la diéresis en mis libros escolares.
Debo añadir que la palabra güera no fue nunca
de mi predilección. Menos aún, por supuesto, aplicada a mi primera. Desde el
principio me pareció un vocablo destinado a vulgarizar lo que nombraba.
Ahora que, bien visto, en el caso específico
del amor resulta difícil eludir la sensación de que vulgarizar y nombrar son
sinónimos, de que el prodigio se empobrece, hurtando su sustancia, cuando con
más empeño nos aplicamos a aprehenderlo en palabras.
Honda y divertida paradoja, puesto que el acto
de amor es precisamente el acto supremo de nombrar al mundo nombrándonos; la
posibilidad de mirarnos vivir mientras vivimos, de ser y saber en un tiempo que
ni petrifica la visión ni petrifica la vida.
Será por todo ello que los enamorados, con
aspiraciones literarias o sin ellas, escriben tanto. Acompañan, o ilustran, o
posibilitan, o dimensionan, o inventan su historia con mensajes, cartas,
recados, apuntes, versos. Como si la noción misma del amor fuese inseparable de
su crónica escrita.
A mí, como a tantos, fue el amor quien me
llevó a la poesía.
Primero un par de episodios nocturnos, en los
que caminé junto a ella a lo largo de una cuadra infinita —y durante los cuales
virtualmente no logré decir nada—, como evidencia inapelable de que existe algo
más que víscera llamado corazón.
Luego la intuición, no tanto de que lo que
estaba sintiendo, lo que estaba borrosamente comenzando a perfilar mi mirada,
era imposible de nombrar. Sino de que las palabras para nombrarlo estaban
todavía por descubrirse, todavía por inventarse. Mi única diferencia con la
inmensa mayoría de quienes han escrito versos de amor durante la secundaria,
será que a partir de entonces elegí esa
intuición como oficio.
Me apliqué a leer con los precarios recursos a
mi alcance. Libros de poemas escogidos, selecciones del manual de Español, La amada inmóvil de Nervo, las Rimas y leyendas de Bécquer. Sobra decir
que en principio no los leía por ellos, sino por ella. Los leía para ella. La
leía en ellos. Probablemente si comencé a escribir fue tratando de rastrear lo
mucho que de ella quedaba fuera de ellos.
Pero el amor es un ir y venir de
aproximaciones sucesivas, donde el menor descuido o la menor complacencia
vienen a romper la elemental reciprocidad y mutua determinación entre objeto y
mirada, abriendo crecientes distancias entre lo que vemos y lo que suponemos
ver. Cuando la fascinación por nombrar pierde de vista lo nombrado, comenzamos
a amar nuestras propias invenciones, y ya no la presencia real que les dio
origen.
Una tarde en que la limpidez del sol poniente
desnudaba con absoluta evidencia los rasgos de las calles recién llovidas, la
casualidad quiso que ella (la primera) y yo, nos encontráramos caminando otra
vez, solitarios y juntos, cierto tramo del camino de regreso a casa.
Esta vez hablé. Pregunté qué era lo que le
gustaba leer, gozando por anticipado la constatación de que su ser real se
adecuaría fielmente al diseño tejido por mis insomnios. Y entonces mi ilusión
de tonalidades de trigo y miel, mi muchacha de ojos verdes, pálida tez, suave
ferocidad, ecos modernistas (“cierto porte de latina muy difícil de explicar”),
omitió con desparpajo toda mención a la gratia plena o las oscuras golondrinas,
confiándome que la única lectura que la reconfortaba era la de los detalles de
la nota roja en el periódico, y transformándose así, de golpe y porrazo, en una
simple, llana y convencional... güera.
Durante mucho tiempo se me figuró que había
algo de naturalmente oprobioso en la letra U.
Sería su entonación en sordina, que es a un tiempo la del abucheo y la del
llanto. Sería su posición rezagada en la garbosa procesión de las vocales.
Sería su rara introversión, su escasa afabilidad para construir palabras por sí
sola. Qué abismal la desproporción cuantitativa entre las palabras que sólo
llevan A y las palabras que sólo llevan
U.
El caso es que esa sensación se agudizaba ante
la presencia de la diéresis, signo instigador de sonoridades casi
onomatopéyicas. La U, oculta entre la
G y la E o la I, anónima,
camuflada y muda, por efecto suyo hacía aflorar de súbito todo un cúmulo de
abstrusas sugerencias infantiles. Pingüino, ungüento, cigüeña, desagüe.
Así, como la U escondida que al conjuro de la diéresis brota, afloró delante de
mí aquella tarde el rostro verdadero del amor posible. Aun cuando fuese a
tardar mucho tiempo todavía en advertirlo. Aun cuando en ese momento no tuviese
ánimo sino para sentirme víctima de traición y ultraje.
Víctima de un sacrilegio. Víctima de herejía.
Sapientísimo azar. La palabra “diéresis” viene
del griego, haireín, que significa
tomar, escoger. Y por tanto pertenece a la misma familia que “hereje” (hairetikós: capaz de escoger).
Entre las rimas que sin ella saberlo
acompañaron y dieron calladamente forma como la primera de mi vida a la primera
güera de mi vida, lo mismo en el alba enamorada (“bésame con un beso de tu
boca, cariñosa mitad del alma mía”) que en el turbulento crepúsculo (“como yo
te he querido, desengáñate, así no te querrán”) y en la resignación nocturna
(“ya que así me miráis, miradme al menos”), varias había que se valían de la
diéresis no para volver sonora a la U después
de una G, sino para cuadrar la medida
de un verso alargando palabras sin alterar su acentuación, ahondando diptongos
a partir de la vocal débil. Düele,
bïombo, vïoleta, süeño.
Esa función, exclusivamente poética y aun
musical, sin privar en lo absoluto al signo de sus cómplices guiños infantiles,
fue de a poco esclareciéndome el valor de la diéresis como herética distinción
y vínculo, como reunión que en el interior de ciertas palabras viene a fundar
lo posible desde lo aparentemente inconciliable.
Antípoda y hermana del acento, la diéresis es
un énfasis interior a partir del cual la palabra se dilata sin perder su forma,
bien para dar relieve a la voz más oculta (la que corresponde al ulular de la
lechuza), bien para preservar la medida a la que debe su armonía el canto.
Habrá sido la sospecha de que el amor es una
diéresis, lo que permitió que, pasada la zozobra de aquella tarde límpida, la
primera güera siguiera convirtiéndose, sin ambages, lectura de nota roja
incluida, en la primera de mi vida a secas.
Imagen: Buster Keaton y Anita Page en Sidewalks of New York (Jules White, 1931)