Dentro del repertorio básico de
juguetes que acompañaron mi infancia y la de mis hermanas, una franja harto
significativa fue ocupada por eso que genéricamente da en denominarse
“peluches”. Claro que de peluche propiamente dicho resultaron más bien escasos
los ejemplares contabilizados, al punto de que paso a preguntarme si no
resultará conveniente desechar dicha designación, para ampararme en el calificativo
“muñecos” según lo establece Cri Cri en una de sus canciones más célebres (“al
sonar las tres de la mañana / los muñecos se paran a bailar”).
Mis escrúpulos para decantarme
por esta última alternativa, provienen del hecho de que, en sentido estricto,
muñecos eran también otros juguetes, mismos que nada tienen que ver con cuanto
aquí pretendo relatar y meditar. Por ejemplo, mi siempre sostenida dotación de
rígidos superhéroes de plástico de todos los tamaños, adquiridos en este y en
aquel mercado a cuentagotas; o los soldados, los indios, los vaqueros y los
caballeros medievales; o mis Exin Boys, antecedentes vernáculos según yo
infinitamente superiores a los Play Mobil.
Habrá pues que resignarse y
apelar sin más preámbulo al poco afortunado y sin duda insuficiente
calificativo de “muñecos tipo peluche”, a falta de otro término menos
impreciso, capaz de distinguir a ésta respecto de genealogías muñequiles
paralelas. Dentro de su convencional homogeneidad, admitía la especie en
cuestión ejemplares harto disímiles. Lo mismo niños de vinil que animales de
trapo, sonrosados bebés rellenos de unicel que conejos de fieltro rellenos de
algodón, o payasitos de hule que chillaban con silbato si les oprimías la
panza. No obstante, en medio de su variopinta fauna, ocupó sitial de privilegio
un modelo de muñeco con ojos de botón y boca de costura, confeccionado a partir
de calcetines viejos; mi mamá había inaugurado para nosotros dicho modelo a una
edad muy temprana, pero a la postre fue mi hermana la segunda quien lo elevó
hasta niveles de doméstica maestría, así en la hechura como en la
caracterización.
Caso aparte eran los nombres.
Desde el lineal respeto al apelativo que traían de marca (Gladys, Mandy,
Beatriz, Baby Bean) hasta la libérrima distorsión onomatoméyica (Lucatero
Tatatero, Cachechichos); desde la obviedad perezosa y simplona (Osín, Patín,
Pingüinín, Cuervín) y el cómodo recurso internacionalista (Chinito, Japonesito,
el Pibe, Narigón el Español) hasta el hermetismo críptico (el Nomeiré, el
Canuto Sideral, Kalimán Rojín el del Pingüinitus). Aunque considero que la
cúspide de inspiración en materia de bautizos correspondió también a la postre
a mi hermana la segunda, cuando apropiándose y distorsionando el nombre de un
personaje secundario de La Familia Burrón,
denominó “Juan Teporochas” a su más lograda pieza de calcetín.
Jugamos con esos muñecos
muchísimos años. Bastantes más de los que el decoro, las exigencias sociales de
la madurez y los institucionales plazos
de caducidad impuestos a la infancia decretarían. Ahora mismo, estoy seguro,
no nos representaría esfuerzo alguno volver a jugar con ellos si así nos lo
propusiéramos, rescatando a sus supervivientes del fondo del ropero o de la
empolvada repisa donde se hallen confinados tras el holocausto fatal de vivir,
crecer, dispersarte.
Pero si hoy estoy trayendo aquí
a colación a nuestros muñecos, no es sólo por motivos de sentimental evocación
familiar, sino también porque he caído en la cuenta de que se trató de mis
primeros y quizás más esenciales maestros de teatro; y porque quiero aunque sea
tarde agradecérselos.
Por supuesto, la mayor parte de
las sesiones de juego que con ellos acometimos (contabilizables sin duda por
centenares), no tuvieron formato teatral propiamente dicho, faltándoles para
ello, por encima de todo, las nociones de representación y de espectador sin
las cuales lo estrictamente dramático simple y llanamente no existe. No
obstante, incluso en esa mayoritaria porción de juegos, nuestros muñecos alma
de trapo iban sin prisa ni pausa internándonos a mis hermanas y a mí en los exigentes arcanos de la
caracterización, el rol, las circunstancias dadas, la coherencia escénica, la
fe y el sentido de verdad. El impecable sostenimiento simultáneo de la persona
que materialmente eres, y la persona o las personas que en términos dramáticos
encarnas o manipulas, me lo enseñaron mis muñecos muchísimo tiempo antes de que
el escenario acabara por confrontarme con mi franca incompetencia actoral; y de
que tanto el oficio dramatúrgico como el estudio de la teoría teatral
consiguieran esclarecerme, técnica y discursivamente, cómo es que se hallan
configurados en su esencia más íntima el ser y el no ser del hecho escénico.
Ahora bien, hubo además un
momento dado donde parte de los juegos con nuestros muñecos se decantó hacia la
obra de teatro propiamente dicha, incorporando de modo gradual todos los
factores que van de por medio al acometer una puesta en escena.
En el principio, al menos para
nosotros, fue el texto dramático. A nuestros padres les había dado por
implementar plenarias familiares cada ocho o cada quince días por la tarde,
para leer algún libro breve y accesible, y comentarlo. El repertorio de esas
tertulias literarias incluyó, según recuerdo: “Marcelino, pan y vino”, “Hola,
piedrita”, “A veces tengo miedo”, “El Principito” y “El niño y el viejo”; acaso
también algunos títulos más que ya he olvidado. “El niño y el viejo” había
constituido sobre los otros un hito en materia de integración familiar y de
efervescencia participativa durante la mesa de debate post lectura; despertando
en mi hermana la segunda y en mí una desprolija urgencia por aprovechar su
éxito, y pareciéndonos que ni mandado a hacer para su escenificación, debido a
que estaba confeccionado en exclusiva por diálogos entre ambos personajes.
Afrontamos ya a partir de ahí
nuestros ingentes problemas y nuestros arduos aprendizajes preliminares en
materia de adaptación, proceso de montaje y resolución de puesta en escena. El
texto, aun cuando dialogado, estaba escrito en forma narrativa, con sus guiones
largos y sus continuos “dijo el niño”, “dijo el viejo”. No fue sencillo para mi hermana y para mí
sostener el libro, evitar que se cerrara y que las páginas se pasaran solas,
leer cabeza con cabeza nuestras respectivas partes; no fue sencillo omitir
sobre la marcha las brevísimas, neutras, pero continuas glosas del narrador
omnisciente; no fue sencillo, en medio de tal cúmulo de engorrosas tareas,
darle entonación e intencionalidad a los parlamentos, ni manipular con mínima
expresividad y mínimo sentido el muñeco a nuestro cargo. Además, una cosa había
sido ensayar observando con espontáneo automatismo la disposición natural de
nuestros juegos (la una frente al otro dentro de una recámara, instalados entre
ambas camas y ensimismados en el hilo de la ficción dramática), y algo por
entero distinto ver llegada la hora estelar de la función, para sólo entonces advertir
que no habías considerado dónde iban a acomodarse los espectadores y qué iban a
alcanzar a ver por encima de tu cabeza y tu hombro.
Dificultades y yerros no
bastaron sin embargo para conjurarnos la tentación de reincidencia. Y
reincidimos. Primero acudiendo a “El Principito”, y perseverando así en el
espejismo de seguridad garantizada que simulan ofrecerte una obra exitosa
proveniente de otro formato, y tener en la mano un texto más o menos dialogado.
Y si bien “El Principito” nos dio margen para ponernos a mano con la obviedad
no tan obvia de que el público debe
disponerse siempre de manera que pueda ver lo que estás haciendo, al mismo
tiempo multiplicó exponencialmente los abigarramientos consustanciales a querer
leer y actuar en simultáneo. De modo que después de esa segunda experiencia
abandonamos el soporte escrito, para decantarnos por el establecimiento oral de
los diálogos durante los ensayos a partir de la improvisación. Ya con las manos
libres, consumamos nuestra primera creación original y nuestra primera pieza
para más de dos personajes, mediante una fábula de caballeros medievales que
casi mata de un infarto a mi mamá, puesto que mi hermana había empleado todo el
papel aluminio de la cocina en la confección de armaduras. Conseguimos las
primeras risas sinceras por parte de nuestro estoico público cautivo (mis papás
y mis otras dos hermanas), gracias a un escudero al que llamamos “Zampabollos”,
echando mano de un apelativo proveniente de la españolísima traducción de Hombrecitos de Louise M. Alcott a nuestro alcance. Después
procedimos a adaptar El verdugo de dragones,
una película de Disney hoy completamente olvidada, felices con el metonímico
recurso que encontramos para representar al dragón valiéndonos en exclusiva del
haz de luz de una lámpara de mano. Decidimos al cabo guarecernos de fijo bajo
la mesa del comedor, para proporcionarle a nuestras puestas escenario estable,
caja negra, marco delimitador, convencional soporte a la italiana.
Tuvimos también nuestra crisis
en la estructura organizativa y nuestro intervalo de receso y distancia. Mi
mamá se había empecinado en que incorporáramos a mis otras dos hermanas como
miembros activos de la compañía, indiferente a argumentaciones y protestas.
Desde su perspectiva de autoridad, mis dos hermanas querían participar y
estaban en su derecho de participar; desde la perspectiva de mi hermana la
segunda y mía, la compañía éramos en exclusiva nosotros dos, y en nuestra
calidad de consejo directivo no contemplábamos de momento incorporación alguna.
Creo que más allá de cualquier envidiosa usura, lo que más nos indignaba
(aparte de la imposición) era la perspectiva de un mayor número de personas en
el escenario que en las butacas, desbalance que se nos antojaba la cosa más
absurda de este mundo; años después, nuestros respectivos períodos de
militancia dentro del teatro independiente vendrían a revelarnos hasta qué
punto suele tratarse de algo por completo habitual.
Lo importante aquí es que la
inflexible disposición materna dio lugar al primer cisma grupal de mi biografía
teatrera: mi hermana la segunda decidió que, si era obligatoria la
participación de mis otras dos hermanas, ella renunciaba; a mí me hubiera
gustado seguir sus mismos pasos, pero ni me sentí con fuerzas para propinarle
semejante decepción a mi mamá, ni pude mantenerme inmune a la ilusionada
expectativa de mis otras dos hermanas. Así que con la nueva plantilla de
integrantes procedimos a acometer una muy personal puesta de Cyrano de Bergerac, inspirada en una
versión de dibujos animados que habíamos visto hacía no mucho.
En términos de aprendizaje
teatral, acaso lo más relevante para mí haya sido ejercer de apuntador para mi
hermana la pequeña. Dada su corta edad, ni entendía bien a bien la trama, ni
conseguía memorizar con precisión ninguno de sus diálogos, por lo que me
correspondió susurrárselos al oído de principio a fin. Recuerdo claramente el
indeseable anticlímax cómico de que se resintió por ello el parlamento final de
la obra; el parlamento más importante para mí, en mi calidad de adaptador y de
director escénico. Roxanne, la inalcanzable amada de Cyrano, acababa de verlo
morir entre sus brazos, y debía decir: “soy la única mujer que ha amado a un
solo hombre en su vida, y lo ha perdido dos veces”; pero en primera y segunda
instancia mi hermanita no alcanzó a escuchar bien el texto, de modo que el
culminante diálogo quedó a final de cuentas configurado del siguiente modo:
“soy la única mujer que ha amado a un solo hombre en su vida, y lo ha perdido
después… en dos meses… dos veces”. Para los exigentes parámetros creativos de
mis once o doce años, debió constituir sin duda un momento traumático.
La experiencia pareció cancelar
en definitiva las escenificaciones dentro del seno familiar. Mi mamá no estaba
dispuesta a ceder en su justiciero sentido de la democracia, mi hermana la
segunda no estaba dispuesta a volver a montar ninguna obra mientras fuera
obligatorio incluir a mis otras dos hermanas, y a mí no me interesaba ninguna
incursión teatral sin el acompañamiento cómplice de mi hermana la segunda. Creo
recordar que de aquel atolladero de obcecaciones y oídos sordos, sólo pudo
sacarnos (como sucede siempre en ese tipo de casos) un desinteresado gesto de
generosidad y de ecuanimidad, ante el cual todos los otros involucrados (como
sucede siempre en este tipo de casos) quedábamos en una posición más bien
vergonzosa y mezquina. Mi hermana la primera informó que ella y mi hermana la
pequeña aceptaban no participar más, con tal de que volviéramos a hacer otra
obra, porque les gustaba mucho verlas.
Lo escribo ahora, y resulta
inevitable que se me insinúe espontáneo el nudo en la garganta; flaquezas de la
edad, supongo.
Montamos, en efecto, otra obra
más. Una sola, la última. Nuestro opus magnum, nuestra producción más exigente
y ambiciosa. La única que exigió comparecencia en pleno de todos y cada uno de nuestros
muñecos alma de trapo como parte del elenco. La que me obligó a plasmar por
escrito mi primer guión dramatúrgico, exigiéndome varias semanas de trabajo. La
única para la cual le habilitamos telón al escenario (casi causándole otro
infarto a mi mamá, cuando advirtió que estábamos clavando una cortina a la mesa).
La única para la que elaboramos un programa de mano (literalmente uno, que
debían rolarse entre sí los asistentes).
También fue la única que añadió
invitados de lujo a nuestro estable público cautivo: mi abuela materna, mi
padrino y su hijo. Pero más allá de ellos, más allá incluso de mi mamá y mi
papá, ahora entiendo que el público de lujo eran mis dos hermanas ahí delante,
mirando entusiasmadas y cómplices la
culminación de un mundo de modestas pero inolvidables quimeras que junto con
ellas habíamos inventado: el regalo que, sin entonces entenderlo, estábamos
ofrendándoles en exclusiva a ellas; el regalo que, sin entonces entenderlo, nos
habían ofrendado ellas a nosotros.