El
copretérito es un tiempo sostenido entre pasado y presente; lo que a todas
luces comenzó a realizarse en determinado ayer, pero no queda claro si se
concluyó en ese ayer o si, por el contrario, continúa prolongándose: incluso
hasta el momento mismo de emplear el verbo así enunciado. El pospretérito es a
su vez un tiempo sostenido entre presente y futuro; lo que, desde determinado
ahora, no comenzó todavía a realizarse, pero bajo el concurso de determinadas
circunstancias cabe proponer realizable. Volvería, amaría, viviría, sería.
En
sentido estricto, el pospretérito admite concebirse a la perfección como el
tiempo verbal de lo potencial y de lo posible, incluso con cierto intrínseco
tono de augural promesa. Sin embargo, a título personal, a mí siempre me ha
sonado más bien como el tiempo de lo improbable: el signo de aquello que, pese
a todas nuestras profesiones de anhelo e inminencia, en el fondo entendemos que
no va a sobrevenir jamás. Y, tal vez por ello mismo, su sugerencia me lleva de
inmediato a la evocación de diversos sueños guajiros de toda catadura:
lograría, haría, vencería, besaría, conseguiría.
Para
cuando ingresé a primero de secundaria, tanto mi mamá como mi papá trabajaban.
La presión económica había empujado nuestro bastión materno, hasta entonces
consagrado mayoritariamente al hogar, en pos de un empleo. Y las cotidianas
faenas domésticas (tender las camas, servir la comida, lavar los trastes,
limpiar el baño) quedaron equitativamente calendarizadas por día para dos de
mis hermanas y para mí, pues la menor era aún demasiado pequeña.
Creo
recordar que lo que más odiábamos era lavar los trastes. Una tarea tan tediosa,
tan ímproba, que nuestro malhumor y nuestra desidia podía prolongarla hasta
durante dos horas; siempre con riesgo de que al volver mi papá descubriera que
no estaban bien lavados, y hubiera que volver a empezar.
Mi
hermana la primera dice que ella jugaba a que vendía aguas mientras lavaba, y
que por eso se tardaba tanto. Mi hermana la segunda cerraba la puerta de la
cocina, y parecía enfrascarse allá dentro en una salvaje escamaruza de
artillería, cuyas consecuencias no podían calcularse con precisión, aunque
cabía siempre augurarlas catastróficas. Por cuanto a mí respecta, mis manos
desarrollaron a partir de ahí, y durante muchísimos años, una espectacular
alergia contra el jabón lavatrastes.
Prueba
incontestable de hasta cuál punto el pospretérito excede los terrenos de
frustración y quimera a que mi parecer tiende a remitirlo, es el propio
contexto de cuanto estoy comenzando a narrar. Cursaba, como digo, el primer año
de secundaria en la Ciudad de México. A la vuelta de un año, mi existencia
cambiaría de forma radical. Estaría viviendo en otra ciudad. Estudiaría en otra
secundaria. Vestiría un uniforme muy distinto. Mi madre no trabajaría, al menos
durante algún tiempo. Y yo me encontraría perdidamente enamorado por vez
primera (al menos esa vez primera que al adolescente le hace parecer ridículos
todos sus amores de infancia). Cambiaría, estaría, vestiría, trabajaría,
encontraría. Nada de conjeturas. Realidades bien materiales, con las que el
pospretérito exhibiría para mí, tal acostumbra hacerlo a su turno para todos,
cada una de sus potencias de vaticinador implacable.
Sin
embargo, inclinado sobre la tarja de la cocina, frente a una pila de trastes
que a mis ojos se antojaba inmensa, el pospretérito poco tenía que ver con
aquellas telúricas potestades del dato duro, y se convertía en algo muy
distinto: se convertía en el tiempo cómplice de la fuga.
Durante
ese primer año de secundaria, formé cofradía con otros cuatro amigos; a los que
nunca había visto antes en la vida, a los que nunca en la vida volvería a ver
después. Pasábamos juntos en la escuela la mayor parte del tiempo. No éramos
guapos, no éramos talentosos, no éramos aplicados, no éramos rudos, no éramos
brillantes, no éramos atléticos. No contabilizábamos entre los promedios más
altos ni estábamos en riesgo de reprobación. Quedábamos equitativamente
distantes de los mejores y de los peores, en todos los sentidos. Exiliados por incompetentes
de los equipos de élite en los recreos, jugábamos futbol entre nosotros con un
envase de frutsi. Padecíamos en estoico bloque el bullying prodigado por los
caudillos de nuestro salón de clase. Nos entusiasmaba por igual hablar de
nuestros juguetes infantiles aún en uso, y adoptar estratégica posición bajo
los barandales para mirarles las piernas a las de tercero.
Nos
gustaba para novia la misma muchachita morena, delgada, de rostro presto al
mohín, temperamento fuerte y promedio de calificaciones impecable, sentada
siempre en la primera fila de nuestro mismo salón. Nos gustaba, para devaneo de
nuestros más pueriles y enfebrecidos conciliábulos compartidos en el patio,
otra de las compañeras más apacibles y serias de la clase, a cuya anatomía la
pubertad había decidido precipitarle de modo prematuro (tal vez a cuenta de
geométrico contraste) todas las concupiscentes inminencias del caso.
Pero,
sobre todo, habíamos decidido enamorarnos en unánime contubernio de una alumna
de tercer grado. Bellísima, aérea, inalcanzable. Un imposible compartido, al
que seguíamos de lejos con la mirada siempre que fuese posible, estuviéramos
juntos los cinco o no. Teniéndola por tema, era imposible cansarse de
conversar. Nos atrevimos a enviarle una primera carta colectiva, de desesperada
confesión, misma que ella arrugó y tiró al piso, desdeñosa. Luego, sin sombra
de retórica, nos hizo los seres más felices sobre la faz de la tierra cuando,
confundidos entre la multitud de la salida de la escuela, la miramos sonreír
ante nuestra segunda carta, de respetuoso desagravio, para devolverla al sobre
y guardársela en la mochila.
¿Qué
tiene que ver ese colectivo amor sin esperanza con la pila de trastes que yo
debía afrontar cada cuarto día de entresemana frente a la tarja de la cocina de
mi casa? Más de lo que pudiera parecer en primer término. Antes que nada, hay
que decir que la fraterna camaradería con que aquellos cuatro amigos sin
retorno y yo llevábamos adelante nuestra pasión, podía sostenerse hasta los
extremos ya reseñados justo porque se asentaba en la tácita aceptación del
imposible como imposible. Es decir, resultaba ridículo sentir celos entre
nosotros, partiendo de la palmaria evidencia de que ninguno iba a poder tenerla
jamás (y la verdad es que ni siquiera sabíamos aún a ciencia cierta qué podría
quedar encerrado bajo el nebuloso término de “tenerla”). Ninguno de los cinco
había tenido novia hasta entonces; ninguno de nosotros consideraba viable que
fuese a tener novia jamás. Menos pretender con algún margen de verosimilitud
que justamente ella…
Ahora
bien, el hecho de que nos quedara perfectamente claro esto último, no
inhabilitaba por supuesto las potestades del ensueño. Ni sus ventajosas
mezquindades. De modo supongo que previsible, cada uno de nosotros se soñaba
por su cuenta conquistándola en exclusiva para sí, y aventajando para ello, sin
ningún género de escrúpulo ni de remordimiento, al resto de los camaradas.
Asumo
que, durante aquella época, mis individuales momentos de usurera ensoñación en
torno al tema debieron sobrevenir en escenarios diversos. Lo cierto es que mi
recuerdo sólo consigue situarlos en la cocina, mientras lavaba los trastes, y
sin mis progenitores en casa. Los denomino “momentos individuales” y no
“momentos íntimos” porque a menudo consistían en que me soltara cantando a voz
en cuello, audible supongo hasta los departamentos del último piso (si no es
que incluso hasta las jaulas, los lavaderos y los cuartos de servicio ubicados
en la azotea); se trataba de la potencia necesaria para otorgarle según yo
mínima verosimilitud a una de las modalidades de guajiro espejismo en que más
me gustaba incurrir, y a la cual cabría tal vez referirse como el momento
estelar del tiempo pospretérito.
En
un momento dado, quién sabe por qué, tal vez por tener familiares viviendo en
alguno de los departamentos de arriba, ella, el aéreo imposible tejido en
colectivo por mi cofradía de cómplices, vendría subiendo la escalera, y se
preguntaría intrigada quién cantaba tan bien, con tan bella entonación, con tan
sincero sentimiento. Y yo, de manera por completo casual (dado que una vez
instalados en casa tras volver de la escuela no abríamos la puerta para nada),
me asomaría en ese preciso instante al pasillo, me sorprendería por encontrarla
allí, me alegraría con ecuánime disimulo cuando ella me reconociera: “Tú vas en
la secundaria 72, ¿verdad?; eres de primero”.
No
me avergüenza recordar a detalle semejantes extravíos, que entiendo por
supuesto bochornosos. Han sido prenda esencial de toda adolescencia desde el principio
de los tiempos, y cada cual posee su respectivo, nutridísimo repertorio
correspondiente, confeso o no.
A
veces mi pospretérita ilusión de púber lavaplatos pecaba de gula, y me daba por
figurar que en el pasillo, deslumbrada por efecto de mis insospechadas dotes de
cantante, no se detendría ella sola, sino insólitamente acompañada por la
muchacha esbelta, morena, brillante y temperamental que nos gustaba para novia,
y por la compañera con quien la pubertad había decidido precipitar en flor
todas sus carnales inminencias. Pospretéritas y en tercera persona del plural,
las tres escucharían, las tres se asombrarían, las tres cuchichearían antes de
decidirse a llamar a la puerta. Y a partir de ese instante yo, pospretérito a
mi vez, materializaría la mundanidad, encarnaría el donaire, corporizaría la
soltura, redefiniría a la simpatía, redimensionaría el arte de la buena
conversación.
Y
esa constituía apenas una entre varias versiones posibles del ensueño. Súbitos
accesos de vigilia me hacían inoportunamente reparar cada tanto en los muchos
trastes por lavar que restaban todavía, así como en el cada vez menos tiempo
que restaba para que mi papá volviera del trabajo (“¿todavía no terminas de
lavar los trastes?, ¿ya viste qué hora es?, ¿y toda esta grasa de aquí?”).
Cenicienta ocupándose de sus domésticas faenas mientras sueña con la fiesta en
el castillo. Aun cuando acá pareciera más propicia al disfraz de Hombre Araña
que a la zapatilla de cristal, y se vislumbrara no en los brazos de un príncipe
de cuento, sino en la deslumbrada retina de tres princesas de secundaria
pública.
No
todo resultó mentira sin embargo, entre el cúmulo de delirantes atisbos que el
pospretérito me prodigó frente a la tarja de la cocina entre los doce y los
trece años. Justo es decirlo. Tiempo después, Cenicienta (una Cenicienta sin
duda más acorde con la versión de Tin Tan que con la de Walt Disney)
advertiría, no sin asombro, que ahora sí ya sabía lavar los trastes: rápido y
bien. Y no es poca cosa. Hay quien se muere sin haber aprendido jamás.
Imagen: Buster Keaton y Kathryn McGuire en The Navigator (Keaton-Crisp, 1924).