Todo es mezcla. Todo es matiz. Todo
es frontera imprecisable, límite que se difumina. Y sin embargo al mismo
tiempo, para ubicar y transitar esa pluralidad impetrificable, precisamos
distinguir, delimitar, clarificar. No de otro modo admite una cartografía ser
elaborada, sino mediante el establecimiento de fronteras y límites donde ni la
tierra ni el mar han puesto límite alguno. Y no de otro modo admite la
navegación el ejercicio de su arte, sino a través de la orientación de una
cartografía, por rudimentaria y mínima que esta sea, aunque sin duda buscando
en ella la mayor precisión posible. Soñarnos navegantes sin brújula, timón ni
portulano, podrá exaltar sentimentalmente nuestra fantasía, pero poco tiene que
ver con la real posibilidad de navegar.
Tal vez el secreto resida en no
olvidar que el más exacto de los mapas jamás sustituirá el espacio material del
mar y de la tierra. Que cualquier cartografía es una estrategia de aproximaciones
obligada al rigor de lo categórico, pero siempre al servicio de materias donde
lo categórico gusta disolverse en toda suerte de ambigüedades.
¿Dónde comienza un estilo
artístico? ¿Dónde termina? ¿Cómo es que nos consentimos agrupar en especies y
linajes comunes, obras que al aproximar en detalle la mirada advertimos
inconciliablemente diversas, contradictorias, encontradas? ¿Cómo nos atrevemos
a decretar distancias ahí donde no dejan de subrayarse, a través de los siglos
y las geografías, inequívocas líneas de
continuidad?
¿Neoclásico? ¿Romanticismo?
En el teatro inglés, Ben Jonson
inaugura según unos autores el Neoclásico desde principios del siglo XVII. En la pintura
francesa, según otros, el Neoclásico cristaliza ya con el siglo XIX encima,
entre lo que se ha dado en denominar protorromanticismo y el Romanticismo
propiamente dicho. Desdiciendo las cronologías canónicas, Goethe (nada menos
que Goethe) decide ser primero romántico y después neoclásico. Desde cierta
perspectiva, el Neoclasicismo se admite como la perpetuación aristocrática de
los modelos clásicos; desde otra, como el arranque de la revolución burguesa
contra la autoridad aristocrática y sus modelos artísticos referenciales. ¿Son
más neoclásicas las actualizaciones de los mitos griegos acometidas por Racine
que las innovaciones burguesas de los dramas de Diderot? ¿Aspiró el Neoclásico
a retraerse en pos de los marcos normativos de la antigua Grecia, la antigua
Roma y el Renacimiento? ¿O por el contrario, pretendió otorgarle la misma
autoridad de esos marcos normativos a los aportes de un arte totalmente nuevo,
de una época totalmente nueva?
¿Todas esas opciones a la vez? ¿Ninguna
de esas opciones en absoluto? ¿Algunas obras y personalidades corresponden a
ciertos rasgos hasta cierto punto? ¿Algunas otras todo lo contrario?
Escojo a propósito el
Neoclásico para la enunciación de dicha zozobra, porque solemos suponer que es
justo en él donde cada cosa está más clara, precisa, delimitada. ¿No se trataba
después de todo de obedecer a la guía de la razón, establecer reglas
inapelables universalmente válidas? Otra vez, sí y no. Otra vez, depende de
quién, depende de dónde, depende de cuándo; y, sobre todo, depende de por qué y
de para qué. No es lo mismo Defoe que Moratín. No es lo mismo Feijoo que
Lafontaine.
Si esto ocurre con el que se
supone cuadrado, aburrido y predecible Neoclásico, cuánto no sucederá con el
Romanticismo, al que de inmediato nos apresuramos a reputar de espontáneo,
indómito, tempestuoso. Máxime si aceptamos, como sostuviera en su momento
Octavio Paz, que la revolución romántica se mantiene aún en curso, y que
nosotros hemos de reconocernos apenas como los más recientes partícipes de su
travesía. Pero ya que a las meditaciones de Paz aludimos, aprovechemos para
recordar que él entendía a la Ilustración del siglo XVIII y al Romanticismo del
siglo XIX como un binomio inseparable, como la génesis fundamental de lo que
gustaba llamar Modernidad, y yo prefiero llamar sociedad burguesa.
Si toda cartografía exige una
elevada dosis de arbitrariedad en su intención de ser útil al navegante, acaso
no reste al cartógrafo otra merced que sincerar del modo más honesto, hasta
donde él mismo sea capaz de distinguirlo, el margen de sus respectivas
arbitrariedades.
Yo, por mi parte, me inclino
por caracterizar el tránsito del Neoclásico al Romanticismo como un período de
franca confrontación entre nobleza y burguesía, por entronizarse como cima del
orden social. Dicha confrontación es tan antigua como la civilización cristiana,
y aun en las grandes culturas antiguas resulta posible rastrear, con matices
diversos, el mismo cíclico perfil de conflicto. Esto es, un linaje señorial
originario que se extiende y ramifica hasta generar en su seno virulentas
acechanzas por el poder; exigiendo, lo mismo de quien ocupa el trono que de
quienes aspiran a él, un respaldo material y político por parte de clases
advenedizas que así van poco a poco conquistando privilegios y capacidad de
influencia en el rumbo del reino, la ciudad, el señorío, el imperio.
Al iniciarse el Neoclásico, la
burguesía tiene significativos espacios de poder conquistado, que ya no perderá.
En múltiples casos, cabe quizá aseverar que ya es suyo el poder económico, aun
cuando los poderes político, ideológico, social y cultural aparezcan
sólidamente aferrados todavía a su milenaria raíz aristocrática. Al culminar el
Romanticismo, las noblezas europeas habrán cedido también el control de esos poderes,
no obstante que en diversos países vayan a mostrarse capaces de conservar parte
de sus funciones y sus privilegios, mismos que en numerosos ejemplos mantienen
hasta hoy. Pero no nos engañemos. Basta contrastar el alcance de esa influencia
y esos privilegios con el alcance y la influencia de los privilegios de esa
misma nobleza durante los siglos precedentes, para que la magnitud de la
pérdida se nos revele en toda su (para ella) catastrófica dimensión.
Sin embargo, nos equivocaríamos
si cediéramos a esa tendencia escolar refleja, acostumbrada a dictaminar un
Neoclásico eminentemente aristocrático en simétrica oposición frente a un
Romanticismo eminentemente burgués. Aun cuando las horas doradas del Neoclásico
sobrevengan dentro del esplendor cortesano de las monarquías absolutas,
significativa parte de su contextura y sus valores se hallan por completo
asociados a lo que identificamos como burgués de manera más típica: el
racionalismo, el sentido pragmático, la administración usurera de recursos, etc.
Asimismo, las más sublimes horas de la tempestad romántica suelen antojarse a
menudo un aferramiento entre desesperado y nostálgico a múltiples nociones y
jerarquías nobiliarias en declive; limitémonos a mencionar su sentido de
aristocratismo espiritual y su intransigente reivindicación de lo irracionalmente
sagrado.
El devenir de esta dilatada y
compleja transición histórica no será pues lineal ni unívoco. Tendremos
aristócratas liberales y burgueses monárquicos. Tendremos las más diversas
modalidades de alianza entre individuos, grupos y corporaciones de la nobleza,
la monarquía y la burguesía, con la participación del resto de las clases
sociales como inestable fiel de la balanza, dada su sostenida proporción
mayoritaria y su acumulado inventario de postergamientos y agravios. Limitémonos
a apuntar aquí un único botón de muestra al respecto: representando el decisivo
punto de quiebre para el advenimiento del siglo de las revoluciones liberales, la
guerra de independencia de Estados Unidos es en principio, y hasta su
consumación, antes que nada un conflicto para que entre sí diriman sus afanes
de protagonismo imperial las coronas de Inglaterra, Francia y España.
Cuando enfocamos el Neoclásico
desde los ojos de Corneille, nada nos parece menos neoclásico que Voltaire. Cuando
enfocamos el Romanticismo desde los ojos de Gérard de Nerval, nada nos parece
más neoclásico que Voltaire. La Revolución Francesa y el imperio napoleónico, principalísimas
prendas de la convulsión romántica, hallarán inmortalizada para la memoria
futura su más significativa evocación visual dentro de parámetros estrictamente
neoclásicos, a través de la primera etapa creativa del pintor Jacques-Louis David.
Cuán puntual no resultará esta
compleja reversibilidad, este ir y venir de vasos comunicantes, cuando
desplazamos la mirada hacia nuestro propio país. La herencia neoclásica
consolidada durante el Siglo de las Luces, no sólo constituye el postrer legado
educativo y cultural novohispano: durante todo el siglo XIX, con matices y
ramificaciones que consiguen prolongarse hasta entrado ya el siglo XX, servirá
de fundamento y columna vertebral para significativa parte de las travesías artísticas
y literarias del flamante estado-nación mexicano. No podía ser de otra manera. Enfrascadas
en dirimir el horizonte de un nuevo modelo de país, en medio de un sostenido
clima de inestabilidad política y social, con recurrentes períodos de franca guerra
civil y ante la permanente acechanza de la voracidad imperial extranjera, los
protagonistas de todos los bandos debieron echar mano del último referente
formativo sólido, institucionalmente validado. Son ya a estas alturas asunto
debatido y aceptado, tanto los inequívocos alientos románticos presentes en el epítome
de nuestro Neoclasicismo, Manuel Martínez de Navarrete, como las hondas
filiaciones neoclásicas de románticos tan recalcitrantes como Fernández de
Lizardi o el Nigromante. Manuel Acuña, prenda emblemática de aquello que los
especialistas han dado en denominar segundo romanticismo mexicano, incubó en su
breve y malograda travesía poética un
manifiesto espíritu positivista, que en Europa mal hubiera casado con el ideal
romántico; forzando un poco las tornas cabría decir que, con su escritura y su
suicidio, Acuña le otorga banderazo de salida lírico a la porfiriana casta de
los Científicos.
Otra disposición habitual en
este tipo de asuntos tiene que ver con la inmoderada exaltación o el inmoderado
menosprecio de lo que nos es más inmediatamente propio. De un lado, los
cáusticos descalificadores, según los cuales la Ilustración y el Romanticismo de
tradición hispánica carecen de toda relevancia y valor, como no sea para
especialistas académicos de lo insignificante. Del otro, las exaltaciones
panegíricas que, con todo género de superlativos, proceden a dar por sentada la
equivalencia de alcances entre Samaniego, Swift, Schiller y Sterne, entre
Espronceda, Keats, Pushkin y Leopardi.
Acá, sin renunciar a la fatal propensión
partidista de cada quien, se hace indispensable como siempre apelar a la mesura
crítica y autocrítica. Situando las puntuales valías y falencias de cada caso,
los románticos y neoclásicos de España, América Latina y México, fueron
nuestros directos partícipes, nuestro efectivo margen de interlocución con las
profundas transformaciones que estaban aconteciendo en el orbe. El trabajo que
realizaron no cesa de agigantar a la distancia su mérito de conjunto. Para mal,
pero sobre todo para bien, no seríamos quienes somos sin sus curiosidades, sus
osadías, sus estrategias, sus preguntas, sus amagos de respuesta.
Carece de sentido preguntarse
en qué peldaño del escalafón quedan situados José Antonio Bartolache respecto
de Montesquieu o Isabel Prieto Landázuri respecto de Victor Hugo. Más
provechoso resultaría aceptar y discernir nuestro deber de eterna gratitud hacia
ellos y sus pares. No sólo por haber sabido convertirse en lúcida ventana y
generosa puerta de acceso, sino por haber adelantado los cimientos de una
habitación propia; una habitación que, a final de cuentas, sigue siendo todavía
la nuestra.
Imágenes:
1. La muerte de Abel (México, 1851). Santiago Rebull.
2. La radeau de la Méduse (Francia, 1819). Théodore Géricault.
3. Le serment de jeu de paume (Francia, 1791). Jacques-Louis David.
5. El descubrimiento del pulque (México, 1869). José María Obregón.