Un libro, como podemos
comprobar ahora mismo echando mano de cualquier volumen a nuestro alcance, se
confecciona a partir de varios pliegos de papel doblados y encartados. Para mantener
unidos y en orden los cuadernillos independientes que resultan de dicho
encartamiento, es menester fijarlos mediante costura o pegado a través de un
proceso de encuadernación. Una hoja volante se define como un solo pliego
doblado o varios pliegos encartados que no han sido sometidos a proceso de
encuadernación alguno.
El rápido auge de la imprenta durante
la segunda mitad del siglo XV, que estimuló la aparición de talleres a lo largo
y a lo ancho de todo el continente europeo, trajo consigo la necesidad de legislaciones
y normas regulatorias emitidas por las autoridades competentes. En 1502, los
Reyes Católicos promulgaron un conjunto de leyes para impresores, libreros,
imprentas y librerías, que imponían estrictas regulaciones y engorrosos
trámites a la producción y venta de libros dentro de sus dominios, mas no así a
otro tipo de materiales impresos. Pueden identificarse dichas leyes como el
detonante decisivo para la proliferación de hojas volantes y pliegos sueltos,
llamados también pliegos de cordel. No obstante, el auge de tales publicaciones
no fue inmediato. Tanto la definición de su perfil como su destacado sitio en
el favor de un público al que debieron encargarse de formar, irían consolidándose
paso por paso a lo largo de muchas décadas.
El término “pliegos de cordel” puede
haber surgido por detalles de manufactura o por los modos en que estos impresos
solían ser ofertados para su venta. En la actualidad permite además
distinguirlos de otros materiales, como las gacetas, que son en sentido estricto
también hojas volantes, pero cuyo perfil resultaría muy distinto.
Desde el siglo XIX hasta
nuestros días, el llamado Pliego suelto
del terremoto de Guatemala ha venido siendo presentado por numerosísimas
fuentes como la primera pieza periodística y la primera hoja volante aparecida
en la Nueva España. Lírica, narrativa y
dramáticamente hablando, ningún perfil más tentador que el suyo para confiarle
el acta de nacimiento oficial de nuestras publicaciones literarias.
Primero, se trataría de un
pliego suelto impreso en 1541, es decir apenas a veinte años de la derrota del
señorío mexica. Segundo, reproduciría de manera más o menos fiel un informe de
primera mano transmitido a España por el conquistador Juan Rodríguez Cabrillo;
informe que suele reconocerse como el
primer texto periodístico escrito en el Nuevo Mundo. Tercero, habría salido del
taller de Juan Pablos, primer mítico impresor en la historia de América.
Cuarto: inmortalizaría una truculenta historia relacionada con la suerte final
del conquistador Pedro de Alvarado, capitán responsable en ausencia de Cortés
de la matanza perpetrada dentro del Templo Mayor de Tenochtitlan en mayo de
1520.
¿No parecen los datos así dispuestos
estar perfilando ya por sí solos el material de una apasionante novela? Tienta
por demás cerrar los ojos y conjeturar a las gentes de aquella Ciudad de México
aún en obra negra, leyendo por cuenta propia o escuchando por boca de algún
comedido la primera hoja volante de nuestra historia. Pero lo cierto es que
ninguna de esas hipotéticas escenas pudo tener lugar, dado que el presunto Pliego suelto del terremoto de Guatemala
impreso por Juan Pablos nunca existió. No podía existir. Ninguna condición había
para posibilitar que se imprimiera, ni en lo que hace al amplio marco de la
situación sociocultural de Nueva España y el imperio español hacia 1541, ni en
lo que hace a las específicas circunstancias de las personas que habrían debido
involucrarse en semejante proyecto.
Un contenido predilecto de los
pliegos de cordel a lo largo de su dilatada historia —una historia que se
extiende desde el siglo XV hasta la actualidad— corresponde al muy amplio marco
genérico de la “relación de sucesos”. Es dentro de este rubro donde se ubicaría
la presunta hoja volante impresa en México por Juan Pablos en 1541.
Temáticamente, dentro de la relación de sucesos cabían la reseña de efemérides
civiles y religiosas, la crónica de hechos históricos, los relatos de milagros
y prodigios naturales, el testimonio biográfico y autobiográfico, las
truculencias propias de nuestra prensa sensacionalista y de nuestra nota roja,
etc.; de hecho, las fronteras entre semejantes bloques temáticos a menudo no
solían resultar demasiado claras. Estilísticamente, las relaciones de sucesos
admitían lo mismo la prosa que el verso; significativa parte de los romances
populares que han llegado hasta nosotros proceden de los pliegos de cordel.
Por lo que respecta al auge
gradual de las relaciones de sucesos
aparecidas en hojas volantes durante el siglo XVI, como preludio para su
éxito masivo a partir del siglo XVII, la investigadora española María Sánchez
Pérez, Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, ha
elaborado una interesante tabla. Por supuesto, se trata de una tabla elaborada
a partir de materiales conservados, que debe aquilatarse sobre el marco de
referencia de una abrumadora mayoría de materiales perdidos; dada su
manufactura y su enfoque, los pliegos de cordel fueron siempre altamente
perecederos. No obstante, la propia abundancia o carencia de ejemplares
correspondientes a un año u otro admite tomarse sin duda como muestra
representativa de la evolución del fenómeno.
De acuerdo con dicha tabla, las
relaciones de sucesos en pliego de cordel que conservamos dentro del ámbito
hispánico, correspondientes al plazo que va
de 1500 a 1550, suman escasamente un total de catorce; los
correspondientes al plazo 1551-1600 suman en cambio ciento veintinueve. Del año
1509 subsiste un solo ejemplar; del año 1596 subsisten quince ejemplares. Del
año en que habría aparecido el supuesto Pliego
suelto del terremoto de Guatemala de Juan Pablos, curiosamente la
producción en la península ibérica no nos ha legado un solo ejemplar. Como
señala la Doctora Sánchez Pérez, la definitiva implantación del género parece
haberse dado hacia 1570, encarando ya el último cuarto del siglo. No hay
motivos pues para sobreestimar la presencia de las relaciones de sucesos en
pliegos sueltos como un fenómeno consolidado en España antes de dicha fecha;
menos aún en sus posesiones recién conquistadas allende el océano.
Claro que los pliegos de cordel
acabarían convertidos en las primeras “revistas” literarias de la historia de
México, prolongando una inercia que había iniciado en Europa con la
popularización de la imprenta. Pero lo harían de manera mucho más tardía,
cuando hubiera suficiente número de impresores para sostener la oferta, y
mínimo favor público para garantizar la demanda.
La merecidísima aura mítica que
rodea a Juan Pablos como primer impresor de América, no debe hacernos olvidar
los precarios recursos de que él y su equipo de trabajo dispusieron durante los
primeros años, así como las severas restricciones de todo tipo que por contrato
debía obedecer. Al llegar a la Ciudad de México en 1539, nada era suyo. Ni los
195 000 maravedíes que portaba para la compra de insumos, útiles, provisiones y
gastos; ni su movilidad durante los siguientes diez años, pues quedaba
comprometido a no abandonar la ciudad en ese lapso; ni los privilegios reales que certificaban el
taller a su cargo como la única imprenta autorizada de todo el continente; ni
los materiales y herramientas de trabajo que traía consigo; ni el esclavo negro
incorporado como batidor; ni la potestad de elegir al tirador de la imprenta,
que podía ser removido y sustituido en el momento que se lo ordenaran; mucho
menos las potenciales ganancias que el taller consiguiera rendir, mismas que se
comprometía a remitir íntegras a España y de las cuales debía corresponderle al
cabo la quinta parte, tras los respectivos descuentos por inversión
capitalista, por pérdida o estropicio de bienes del taller, por gastos de
traslado, y por manutención de él y su esposa, Jerónima Gutiérrez. Ni siquiera
eran suyos el nombre Juan Pablos con que pasaría a la historia, ni el reino
español desde el cual arribaba, pues se llamaba en realidad Giovanni Pauli y
había nacido en Brescia, Italia.
El verdadero beneficiario de
aquella iniciativa era su patrón, Juan Cromberger, cuyo padre, el alemán Jacobo
Cromberger, había logrado convertirse durante el primer cuarto del siglo XVI en
el más importante impresor de Sevilla (principalísima ciudad para el naciente
imperio español ya desde entonces). El patriarca de los Cromberger supo obtener
de la corona ventajosos favores que le permitirían no sólo ampliar y
diversificar intereses comerciales en Europa, sino incorporarse a lo que en
aquella época comenzó a llamarse la “Carrera de Indias”. Por su parte, sin
descuidar el negocio que había dado origen a la prosperidad familiar, Juan
Cromberger orientó esfuerzos hacia una consolidación mercantil de amplio
espectro, que incluía desde el préstamo de dinero hasta el comercio
ultramarino, desde la actividad inmobiliaria hasta el tráfico de esclavos. Por
lo que hace a su empresa americana, pese al rigor de las leoninas cláusulas
impuestas a Juan Pablos, la verdad es que Cromberger manifestó muy poco interés
en el monopolio que se le había concedido como única persona autorizada para la
impresión e importación de libros en el Nuevo Mundo; su atención y la de sus
herederos se consagró casi íntegra a las ricas explotaciones de plata
conseguidas en Sultepec y Taxco.
La llegada de la imprenta a la
Nueva España había tenido su principal promotor en el franciscano Fray Juan de
Zumárraga, primer obispo de México, quien adquiere su mayor celebridad popular
en la memoria mexicana por haber sido el primero en mirar a la Virgen de
Guadalupe en el ayate de Juan Diego, según narran la tradición y la leyenda. Como
casi siempre que de humanos asuntos se trata, acaso sea menester repartir
equitativamente su empeño bibliófilo entre el amor, la necesidad, el interés,
las responsabilidades y los compromisos adquiridos. Zumárraga amaba los libros.
Zumárraga era consciente de la importancia de una imprenta para las labores
evangelizadoras y educativas del incipiente virreinato. Y Zumárraga tenía un
adeudo monetario por préstamo no saldado con la familia Cromberger.
No parece descabellado
conjeturar una decisiva influencia del obispo de México para beneficiar los
negocios del empresario sevillano en Nueva España. Lo más importante aquí es en todo caso establecer que Juan Pablos
inició su labor impresora condicionado en un extremo por el despotismo
patronal y la desidia editorial de Juan Cromberger, y en otro por los
requerimientos e intereses institucionales de Fray Juan de Zumárraga. Es en
estos últimos que debemos centrar ahora nuestra atención. Apenas instalada la
flamante imprenta en la llamada Casa de las Campanas, las funciones que se
aguardaban de ella no correspondían prioritariamente a la manufactura de
libros.
La habilitación de un taller
tipográfico en la Nueva España obedeció a objetivos bien definidos por parte de
la corona, la iglesia y el virrey Antonio de Mendoza. Por una parte, apoyar el
proceso de evangelización con la publicación de doctrinas, catecismos,
confesionarios, manuales de sacramentos, etc.; por otra, respaldar el proceso
de hispanización mediante la elaboración de vocabularios, artes de lengua,
cartillas para aprender a leer, etc.; por último, pero no menos importante,
facilitar las labores civiles y administrativas sacando a la luz impresos
burocráticos como edictos, cédulas, formularios y calendarios, actualmente
denominados “literatura gris”.
Hay consenso en distinguir una
notable desproporción cualitativa y cuantitativa entre la producción
bibliográfica del taller de Juan Pablos al servicio de Cromberger, y el taller
ya con Juan Pablos como propietario y titular. Y en esa desproporción tienen
peso innegable la precariedad y las prohibiciones impuestas por la familia
Cromberger. Sin embargo no debe minimizarse como otra causa importante la
demanda de materiales religiosos, lingüísticos y administrativos que Juan
Pablos y su equipo de trabajo debieron cubrir por sí solos durante aquellos
años, sin la colaboración ni la competencia de ningún otro impresor, y
padeciendo encima las al parecer atávicas crisis por carencia y carestía de
papel.
Escaso margen y sentido pues
para el desliz de una relación de sucesos en hoja volante durante 1541. Y sin
embargo, las referencias que dan como un hecho la existencia del Pliego suelto del terremoto de Guatemala
son desde el siglo XIX hasta la actualidad abundantísimas, comenzando con el Diccionario Universal de Historia y
Geografía publicado en nuestro país en 1854, y terminando con las vigentes
entradas que ahora mismo puede consultar cualquiera ingresando a Wikipedia.
Continúan difundiéndose con profusión las fotografías del impreso, cuyo colofón
luce con todas sus letras la leyenda: “Imprimióse en la gran ciudad de México.
Año de mil y quinientos y cuarenta y uno en casa de Juan Cromberger”.
El auge de los pliegos de
cordel en Nueva España, aun cuando muy precariamente documentado, cabe ubicarlo
hasta ya entrado el siglo XVII. Y además con notables matices respecto de las
características que adquiriría el género del otro lado del mar. En la
península, siguiendo una proporción más o menos equitativa, las hojas volantes
de corte piadoso en sus diversas modalidades coexistieron desde un principio
con materiales autorizados a licencias más profanas; cumplidas las respectivas
fórmulas de circunstancias en elogio de este santo, esa virgen o aquella
autoridad, podían lectores y escuchas dar rienda suelta a su llana curiosidad,
a su lírica avidez, a su descarado morbo.
Para Nueva España las cosas
fueron muy distintas. La vigilancia y la censura de la iglesia y la corona se
mantuvieron siempre quisquillosas y alertas respecto del riesgo que pudieran
acarrear determinadas libertades. En el caso que nos ocupa, es decir, el de lo
que podía ser impreso y leído o no en el Nuevo Mundo, una de las más tempranas y
férreas proscripciones le correspondió justamente a lo fabuloso y lo profano.
Sabemos que a partir del siglo XVII, en materia de relación de sucesos, se
imprimieron romances, milagros, noticias de actualidad y crónicas de desastres.
Pero sin hurtarle nunca el sitial de privilegio a la reseña de procesiones, o
de festividades tanto civiles como religiosas. Todo indica que hasta el fin del
virreinato, tratándose de pliegos sueltos, el eje dominante hay que enfocarlo
primero desde la óptica del proceso de evangelización, y después desde la
óptica de las obligaciones que —en tanto súbdito y feligrés— la autoridad
aguardaba de un pueblo ya plenamente evangelizado. Y que el resto de las
temáticas características de la literatura de cordel quedaron confiadas a otras
manifestaciones culturales, como la tradición oral, la copla callejera, la
música popular, más algún temerario desliz de cuando en cuando desde la escena
teatral. Para expresarse de manera abierta a través de la página impresa de
distribución masiva, el gusto por el chisme escabroso y la peripecia sangrienta
tendría que aguardar entre nosotros hasta la llegada de la Independencia.
Guadalupe Rodríguez Domínguez,
investigadora de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí y Doctora en
Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, se ha encargado de
demostrar
que la versión del Pliego suelto de
Guatemala difundida como mexicana es reelaboración de dos hojas volantes
impresas en España en fecha sin determinar, y que no pudo salir del taller a
cargo de Juan Pablos, dado que ni la tipografía, ni las orlas, ni los grabados
utilizados corresponden a aquellos de los que dispuso el bresciano. Materiales
estos últimos que, por su parte, se hallan plenamente identificados a partir de
aquellas obras que Juan Pablos efectivamente imprimió.
Tras la comprobación técnica,
quedaba empero en pie la cuestión de la procedencia de aquel impreso espurio. A
Rodríguez Domínguez le llamó la atención que durante cerca de tres siglos no
hubiera habido referencia alguna sobre esa hoja volante. Y que tanto la primera
noticia a propósito de ella, así como las ulteriores ratificaciones que procedieron
a acreditarla, procedieran todas de un selecto y ceñido núcleo de bibliógrafos,
encabezados por el célebre humanista decimonónico Joaquín García Icazbalceta.
En su obra de ficción La novela de mi vida, del año 2002, el
escritor Leonardo Padura polemiza a propósito de Espejo de paciencia, poema con que el escritor canario Silvestre de
Balboa habría fundado la literatura cubana hacia 1620. Padura postula de manera
abierta que tanto el poema como el escritor nunca existieron, y que fueron obra
de un puñado de escritores del Romanticismo, decididos a otorgarle a la isla un
antecedente ilustre del cual carecía, equiparable a la mexicana Crónica de Bernal, a la chilena Araucana de Ercilla y a los peruanos Comentarios Reales del Inca Garcilaso.
De manera análoga, la Doctora
Ramírez Domínguez plantea que el pliego suelto del terremoto de Guatemala
atribuido a Juan Pablos, fue creación de García Izcabalceta y su círculo de
allegados. Quién sabe si como broma erudita, como venganza personal contra otros
especialistas, o como jactancia de su capacidad para incorporarle a la realidad
un fruto de la pura fantasía, de la pura ficción.
Acaso nos hemos equivocado y
nuestra historia no es una novela. Sino un cuento. De Jorge Luis Borges.