Además de padre de la
poesía michoacana, Manuel Martínez de Navarrete, fraile franciscano natural de
Zamora, admite reclamar para sí sin excesivo abuso el título de último poeta
lírico novohispano. Nace en 1767 y muere
en 1809, es decir un año antes del grito de Dolores.
Su nombre se halla
asociado de manera indeleble al Diario de
México, primer órgano periodístico de aparición cotidiana en la historia
nacional, y fundamental impulsor de la causa independentista. Fundado en 1805,
el Diario invitaba a cualquier
persona que deseara enviar textos para ser publicados, y durante un tiempo
acostumbró al público lector a incluir un poema en su primera página. Fue ahí donde
Navarrete, siempre desde algún rincón de la provincia michoacana,
guanajuatense, potosina o tamaulipeca, saltó a la fama, y donde estableció
contacto epistolar con el resto de los autores encargados de formar la Arcadia
Mexicana.
La Arcadia original se
había fundado en Roma hacía más de un siglo, como una de las muchas academias
en boga desde el Renacimiento, aunque teniendo en su caso dos peculiaridades:
oponerse a los excesos del Barroco, y exigir que sus miembros adoptaran nombres
pastoriles, extraídos de la poesía bucólica helenística o latina. A poco de su
fundación, contaba ya con sucursales de enorme influencia en varios otros
países. Se trató, pues, de una de las matrices clave de la estética neoclásica.
La Arcadia Mexicana pretendió formarse a imagen y semejanza de su ilustre
modelo italiano. Sus prosélitos adoptaron motes en griego o adaptaron sus
propios nombres a través de anagramas. Las páginas del Diario de México se convirtieron
en arena de su aglutinamiento, pleno de enconadas polémicas, acerbas
descalificaciones con respuesta y contra-respuesta, aludes de versos y multitud
de presuntos poetas, lo mismo estables que de ocasión.
Es común que dichas
polémicas literarias, centradas ante todo en la corrección o incorrección de
estilo, la crítica al gongorismo o la exaltación del talento novohispano frente
al talento peninsular, quieran subrayarse en exceso como expresión de la flema
revolucionaria en ciernes; o siquiera como válvula de escape para una
beligerancia contenida, imposible de encausar abiertamente hacia temas
políticos. Sin negar alguna dosis de verdad en asertos tales, lo cierto es que
pocos nexos ideológicos de fondo hubo entre los recalcitrantes liberales
responsables del Diario, y los
árcades con nombre de pastor. Muchos de los primeros son en aquel momento
miembros de la sociedad secreta de los Guadalupes, y acabarán por desempeñar
destacados papeles entre las filas de la insurgencia independentista durante
los siguientes años. La mayor parte de los segundos abrazará el partido
realista a lo largo de la guerra, y desaparecerá por completo de la escena
literaria al consumarse la independencia, siendo quizá las únicas excepciones
notables en ambos sentidos el emeritense Andrés Quintana Roo y el vallisoletano
Francisco Manuel Sánchez de Tagle.
El triunfo literario
de la Arcadia Mexicana sobre sus adversarios desde la tribuna del Diario de México, debe poco a los
desplantes y a las disertaciones teóricas de sus miembros, y casi todo a la
valía poética de las colaboraciones de Navarrete, identificado por la
posteridad como el único autor digno de perdurable memoria correspondiente a
dicho período. Y sin embargo, tampoco es que su lectura y su estudio se hayan
cultivado en demasía, si los comparamos con la atención que no cesan de
ameritar Sor Juana, Sigüenza o Bernardo de Balbuena.
No resulta sencillo
convertirse hoy en lector de fray Manuel Martínez de Navarrete. Sus versos
suelen sugerir de primera impresión un sosiego próximo a lo anodino. “La general
somnolencia de su poesía” llega a resumir Alfonso Reyes. Sin embargo, superando
ese dictamen inicial, es posible advertir en él una violenta colisión de
imposibles. La suya constituye en toda regla una travesía “de contrarios
principios engendrada”, para emplear la fórmula que la investigadora Margarita
León Vega eligiera como lúcida llave con la cual introducirse en la vida y la
obra de Concha Urquiza (acaso la más grande poeta novohispana del siglo
XX).
¿Qué es Manuel
Martínez de Navarrete? ¿Un fraile franciscano que atraviesa con el hábito y las
sandalias del siglo XVI la frontera del siglo XIX? ¿Una convencional prenda
menor del neoclásico hispano? ¿Un adelantadísimo romántico, que con su vocación
espiritual, sus mundanas pasiones, su amanerado idealismo, su fallecimiento
prematuro y sus poemas quemados en el lecho de muerte está sirviendo de profeta
para los Rodríguez Galván, los Acuña y hasta los Nervo por venir? ¿Un anacronismo
encargado de perpetuar cómicamente usos y atavíos del más remoto pasado, o un
privilegiado anticipo de los tiempos por venir? Probablemente todo eso a la
vez. Las fecundas semillas de futuro latentes en su obra resultan innegables.
No obstante, deben aquilatarse desde el entendimiento de que se trató de un
hombre de la Nueva España, enteramente ajeno a lo que vino después; un
novohispano sin manera de saberse morador de postrimerías; un perfil ya por
completo inconcebible no digamos consumada la independencia, sino durante los
diez años de guerra civil y vorágine insurgente que se avecinaban.
Hoy resulta sencillo
decir que los signos del inminente quiebre estaban por todas partes, y que
hubiera sido imposible no percatarse de ello. Pero igual de cierto resulta
aseverar lo contrario; esto es, que la configuración y la dinámica de la
sociedad virreinal estaban a tal punto arraigadas, resultaban tan familiares,
llevaban tamaño plazo de vigencia, que cualquier perspectiva de radical ruptura
se les presentaría a sus integrantes como lo más inconcebible de este mundo.
Manuel Martínez de Navarrete y sus poemas encarnan de manera ejemplar semejante
ambigüedad. Cada determinado trecho, los versos que escribe pasan a impregnarse
de notas tempestuosas e intimistas, donde su temperamento y su tiempo se asoman
a lo desconocido, y donde nos equivocaríamos al pretender hallar meras
reminiscencias de la melancolía barroca:
La turbación pesada / del letargo me vuelve: un sudor frío / me cubre de
los pies a la cabeza; con súbita extrañeza / huye cansado el brío. / ¡Oh, de
los cielos Soberana Alteza, / que imperas las nocturnas sombras mustias, /
envía las deseadas / luces del alba, viendo mis angustias!
Ante esos arrebatos de
inminencia, las neoclásicas convenciones pastoriles constituyen para Navarrete
menos el lugar del que proviene, que el sitio al cual retorna para encontrar
seguridad y refugio: la protección conocida ante lo ignoto. Cuando se abisma en
semejante seguridad, es cuando más nos agobia con su tediosa sucesión de silvas
y zagalas. Sin embargo, no debemos perder de vista que a su hora se trató de un
tedio confortable y compartido; en el cual no sólo el poeta, sino su entusiasta
legión de lectores, hallaron el sosiego que empezaba a faltarles sin saber por
qué. Podrá argüirse que el territorio del cual provenían no era ese de entonación
latina e inofensiva imaginería pagana, sino el de la exuberancia barroca,
disimuladora del vacío. Pero el desasosiego no nace aquí en exclusiva de las
emociones y las sensaciones nuevas, sino del agotamiento de todo lo conocido.
Lo primero que hace
cualquier página de historiografía literaria al caracterizar a Navarrete en
particular y a la Arcadia Mexicana en general, es enfatizar su manifiesto
rechazo contra el gongorismo precedente. Así pues, los árcades no pretendieron
retornar al pasado real, sino a un artificioso pasado ideal, deliberadamente
asumido y literariamente confeccionado.
Ese mismo había sido
el origen de la poesía bucólica, desde los tiempos helenísticos de Teócrito y
desde los tiempos latinos de Virgilio. Cuando este último evoca, idealiza y
reinventa los paisajes y paisanajes campesinos de su infancia, lo hace física e
intelectualmente asentado en Roma. No con fines escapistas y nostálgicos, sino
empleando la idealización de la vida en el campo como herramienta de
distanciamiento estético para focalizar los conflictos sociales y políticos del
ámbito citadino. La Arcadia, ese país imaginario poblado de ninfas y pastores,
no se erigió con objeto de darle la espalda a la ciudad, sino de contemplar la
ciudad desde lo alto. Tarea para la que los árcades mexicanos no estaban aún
capacitados, y sólo comenzaría a verificarse de manera cabal hasta el
Modernismo. Los nombres esenciales del neoclásico decimonónico no serían a la
postre Juan María Lacunza, José María Villaseñor ni Mariano Laranzábal, sino
José Joaquín Pesado, Ipandro Acaico, Manuel José Othón. A la distancia, más
allá de su relevancia historiográfica y sociológica, los árcades aglutinados en
el Diario de México parecen sin
remedio insulsos, involuntariamente cómicos, huecamente rígidos. Con la sola
excepción del fraile Navarrete, a quien además de la destreza técnica —muy por
encima de la media dominante en su contexto—, lo proyectan a otro nivel esas
continuas irrupciones de intimismo prerromántico. A través de ellas, la falta de
una conciencia crítica y autocrítica, así en lo existencial como en lo
histórico, se ve suplida por la lucidez del sentimiento.
La violenta colisión
de imposibles, la realidad de contrarios principios engendrada que fue Nueva
España, hallaba así su postrera estrategia de conciliación, su postrer prodigio
de armonía. Como los que ensayaran obra literaria, según el respectivo turno correspondiente,
Bernal Díaz del Castillo, Bernardino de Sahagún, Antonio Valeriano, Francisco
de Terrazas, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Juan Ruiz de Alarcón o Diego José Abad. Como los que ensayaran
vivencia cotidiana millones de seres humanos de toda catadura a lo largo de
aquellos tres siglos. Tres siglos que, en más sentidos de aquellos que nos
gusta reconocer, aún conservan vida y vigencia aquí: en los seres de contrarios
principios engendrados que hoy somos, que todavía seguimos siendo.