He leído, ya no recuerdo
en cuántos sitios, que su semblanza de Luis Cernuda en Cuadrivio representa una suerte de declaración de principios a
propósito de su propia visión de la poesía y el oficio de poeta. Un lugar común
que me parece fecundo, y al cual quiero consagrarle algunas líneas.
Es bonito eso de leerlo
a usted comentando que Luis Cernuda al escribir sobre Paul Reverdy escribe
principalmente de sí mismo; porque usted, escribiendo sobre Luis Cernuda,
escribe principalmente de sí mismo; y yo, escribiendo sobre usted, escribo
principalmente de mí mismo. Y en este juego de muñecas rusas —precisamente
rusas, Octavio—, en este gato de pies de trapo con los ojos al revés,
contándose y contándonos a todos una vez tras otra, me parece atisbar la figura
del árbol, que tanto le hizo a usted ver y decir en sus poemas. Esa
multiplicidad hacia arriba y hacia abajo, que es una por no ser una.
Pero no quiero dejarme
llevar por la sugerencia metafórica. Íbamos a hablar de Cernuda; de usted
hablando de Cernuda. A primer golpe de presentimiento, tengo la impresión de
que Cernuda fue el poeta que a usted le hubiera gustado ser.
La poesía es siempre una
pregunta. No define, no cierra, no categoriza. De un modo que a la vez
acompaña, contradice y complementa a la meditación crítica y a la reflexión
filosófica, el decir poético también está ahí para problematizar al mundo, para
reformular su secreta complejidad al jugar a enunciarlo. Así que bajo ninguna
circunstancia me permitiría decir que la poesía de usted niega la sombra o la
contradicción. Pero considero que el tono que la poesía eligió para enunciar
sus preguntas en usted es un inequívoco tono de transparencia, de claridad, de
luz. Hasta la sombra es clara en usted, Octavio. Y suele asaltarme la sospecha
de que eso en cierto sentido le pesaba.
Cernuda, como usted
lúcidamente apunta, es un poeta con los
versos tocados por la contradicción, la imperfección, la cochambre, la
duda; su pedazo de luz lo vive y lo alimenta desde esa mugre inmanejable, desde
esa irrealización fatal entre realidad y deseo. Usted fue hasta el último día
un poeta de certidumbres, Octavio. Y otra vez quisiera ser lo más claro posible
en lo que estoy diciendo, para evitar equívocos y malas interpretaciones. Su
obra también ilumina la contradicción; ni la evade, ni la domestica, ni la
rebaja. Pero la voz poética de usted en todo momento se halla presidida por un
acento afirmativo, celebratorio, primaveral, augural. A veces incluso daría la
impresión de que se obliga a razonar para poner en entredicho tanta
certidumbre.
Hay en Libertad bajo palabra unos ejercicios
suyos en abierto homenaje a Carlos Pellicer; una suerte de continuación de la
dilatada serie de sonetos que el maestro tabasqueño agrupó bajo el título
genérico de “Horas de junio”, y que tienen en el volumen así llamado su desarrollo
más completo y su cenit. Acaso ese temprano homenaje no sea sino una suerte de
elocuente énfasis a propósito de cierta secreta y perdurable filiación entre
ambos.
José Carlos Becerra, a
quien usted le prologó El otoño recorre
las islas en unos términos y con un enfoque sobre los que espero poder volver
en otra ocasión, entrevistó alguna vez a Pellicer, a quien lo unían razones no
sólo geográficas y literarias, sino de amistad y magisterio. El testimonio ha
quedado recogido por José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid en ese mismo libro. Se
trata de una entrevista que no tiene desperdicio; como nada lo tiene, según mi
juicio, en la totalidad de la obra. No se trata sólo del diálogo entre dos
poetas individuales, sino también entre dos generaciones, dos maneras de ser y
de vivir tanto a la poesía y a la historia en general, como a la condición de
ser mexicano en específico.
Si me lo permite usted,
recordaré aquí las coordenadas generales de dicho diálogo, a fin de poder organizar
mis ideas al respecto con mayor claridad. Becerra resulta caracterizable en más
de un sentido como el James Dean de la lírica nacional. No sólo en razón de su
muerte prematura en carretera, sino de su filiación generacional y de su
angustiada madurez adolescente. Pero en esas páginas se reconoce y asume
heredero y deudor de cuanto Pellicer representa y encarna. Y contempla arrobado
cómo en las manos, las palabras y los labios del maestro, el universo entero
adquiere o revela una consistencia y una cohesión no impostadas, una plenitud
de sentido por encima de todo subterfugio. Dicha consistencia, dicha cohesión y
dicha plenitud contrastan de manera radical con lo que los ojos de Becerra —y
de su generación— miran, con lo que las palabras de Becerra nombran.
Aquel poema de José
Carlos sobre las ruinas arqueológicas de La Venta quizá sea el que con mayor
transparencia y amplitud logra narrar la paradójica zozobra: me encuentro ante
efigies sagradas de las que provengo, y a las cuales me sé en la obligación de
honrar, pero que al mismo tiempo se me han vuelto impenetrables,
indescifrables, ajenas. ¿Qué debo hacer? ¿Venerarlas desde la incomprensión
radical, circunscribiendo la sagrada ceremonia a mero convencionalismo hueco?
¿O derrumbarlas en manifiesto sacrilegio, sabiendo que ellas atesoraban la
mayor parte, no digamos de las respuestas que busco, sino de las preguntas
esenciales que intento penosamente organizar?
José Carlos optó por la
segunda opción, mientras —como usted recordará con especial nitidez— la inercia
histórica de la Revolución institucionalizada se adscribía sin disimulos ni
pudores a la hueca convención, misma que exhibiría a plenitud todas sus
aberrantes implicaciones el 2 de octubre de 1968.
Disculpe si me he
demorado en demasía sobre este punto. Era necesario. Usted perteneció a una
generación que todavía pudo sentir como propia y afirmativa la unidad del mundo
que la Revolución inventó. Usted, aunque no viviera en presente la trágica
epopeya, aún pudo abrevar directamente de sus significaciones. Cierto,
representa la conciencia crítica de dicho tono afirmativo; ya no su
celebración, conmemoración y exégesis propiamente épica, sino —me atrevería a
decir— su meditación novelística. Y al hablar de Revolución, habría quizá que
referirnos lo mismo a la específica que México transitó, que a la idea de la
Revolución en tanto acto de regeneración constitutiva integral.
Dice Alfonso Reyes que a
él desde niño lo perseguía el sol. Semejante declaratoria cabe aplicársela
también a la escritura de usted, de principio a fin. La suya es una poesía
solar; no con ese dejo de potencia celeste que adquiere, pongamos por caso, la
de Rubén Bonifaz Nuño, pero sí con las infinitas potestades de la luz cuando es
manto sobre el mundo. Poesía rayo, poesía transparencia, poesía resolana,
poesía de nutricia restitución terrestre. Usted fue siempre, para bien y para
mal, lo reitero, un poeta de
convicciones. Hasta cuando duda, duda con convicción; no digamos ya cuando
ensaya. Es capaz de compartir con Pellicer la misma inequívoca dosis de
confianza franciscana, en una proporción ya vedada para Becerra, pero al mismo
tiempo diseccionándola reflexivamente.
Pellicer puede
consentirse la inocencia sin que la voluntad de entendimiento aparezca como un
ingrediente extra, como un añadido complementario; entiende siendo inocente: su
forma de conciencia es la propia inocencia. A usted ya no le basta la pura
experiencia de la inocencia como autosuficiente entendimiento de sí misma; continúa
reclamando como propio el derecho a sus fulguraciones, pero al mismo tiempo se
impone o acata la tarea de someterlas a
la más implacable y minuciosa revisión analítica. No me atrevería a decir que
su amor es un amor más pensado que sentido; más bien se trata de que en su caso
el amor sólo es susceptible de vivirse a plenitud como amor pensado. Por
supuesto, el maestro Pellicer piensa siempre, hondamente; pero pertenece a una
estirpe —la de Federico García Lorca— a la que para pensar le bastan los ojos.
Acá en Michoacán, se
acordará usted, hubo un poeta al que persiguió siempre la sombra. Ramón
Martínez Ocaranza lidió contra sus propios ojos y contra su propia voz, antes
de asumir que la travesía de su decir estaba gobernada por la patología, la
destrucción, la muerte: el asesinato ritual como condición indispensable para
que en un futuro por ahora inconcebible pueda madurar otra vez la semilla de la
palabra y la vida. Martínez Ocaranza, tal lo atestiguan numerosos versos de sus
primeros años de escritura, persiguió con afán acentos afirmativos y
celebratorios para la poesía, para el amor, para el pensamiento: tonos que
invariablemente acababan por ensombrecérsele. Al final tuvo que reconocer y
aceptar que era en esos tonos de sombra, en esa vocación de muerte, que la
poesía había elegido pronunciarse a través suyo.
Yo estimo que con usted,
Octavio, ocurre justo lo contrario. A usted le hubiera gustado ser capaz de
madurar en el crisol de su palabra los signos del desasosiego, de la
destrucción, de lo inconciliable, de lo patológico; tan presentes siempre en
Cernuda, en López Velarde, en Pessoa, incluso en Darío. Pero tuvo que terminar
aceptando, con humildad y entereza equitativas, que la poesía se había elegido
en usted con los signos de la luz.