Si alguna fundamental piedra de
toque cabe en primera instancia reconocer como organizadora general en la
producción del portugués Fernando Pessoa, según se encargaron de insistir una y
otra vez él mismo y sus diversos heterónimos, es Alberto Caeiro: único poeta moderno
reconocido por ellos como capaz de inhabilitar —al menos durante cierto período
de su producción— las múltiples patologías espirituales, emotivas, reflexivas y
perceptuales del subjetivismo, para indicar a los seres humanos el camino de
regreso hacia el objetivismo pagano puro. La empresa propuesta y ejecutada por
Pessoa a través de Caeiro contempla, en el orden de la percepción, las más lúcidas
y pertinentes tentativas que en su momento propusiera el realismo —rápidamente
inhabilitadas o siquiera invisibilizadas por la institucionalización y el
cliché— aun cuando bajo ninguna circunstancia quepa tipificarlas dentro del
marco de las convenciones terminológicas que se han establecido como realistas.
El realismo decimonónico, así en la pintura como en la narrativa, desde donde se le traslada al teatro, surge dentro de un contexto bien delimitado, respondiendo a las particulares circunstancias de dicho contexto. La reacción contra los abusos subjetivistas del Romanticismo, así como contra las postreras inercias del idealismo y el control que durante siglos habían encumbrado en el poder a las aristocracias nobiliarias, provocan que a la hora de los recuentos y las definiciones se privilegien los aspectos de orden más inmediatamente social y político; lo cual no tendría nada de censurable, si no fuera porque en la operación acaban por inhabilitársele al movimiento sus más decisivas y constitutivas implicaciones metafísicas. De ahí, no resulta azaroso que el indómito impulso realista originario acabe servilmente circunscrito a los sobreentendidos legitimatorios del peor positivismo, enseñoreado de la actual escena neoliberal —y sus cada vez más frontales matices neofeudales— con la misma impune omnipotencia que en los albores de la sociedad burguesa, a despecho de sus múltiples y estridentes camuflajes retóricos.
Si la examinamos dejando de
lado los supuestos que se aprestan a dictaminar las cosas antes de que hayamos
llegado a mirarlas y a meditarlas, advertiremos lo próxima que la tentativa
realista en la Europa del siglo XIX resulta en varios de sus aspectos a algunas manifestaciones tradicionales del arte
oriental. Sobre todo aquellos que corresponden al saneamiento de la captación
sensorial y la representación estética del mundo.
Por su parte, significativa
porción de los escritos críticos de Fernando Pessoa y sus diversos heterónimos
—Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Antonio Mora, el Barón de
Teive, Alexander Search— permiten deslindar con puntualidad la opción de
objetivismo que propone, respecto del utilitario pragmatismo objetivista
entronizado por la sociedad burguesa y la cultura del capital a partir de la
segunda mitad del siglo XIX. Semejante deslinde puede antojarse debatible,
tenue o no evidente, dado el abierto enfoque proselitista de mucho más largo
plazo que Pessoa se ha echado a cuestas contra la civilización cristiana, y que
es lo que a cada momento viene a plantársenos en primer plano cuando lo leemos.
Hay incluso momentos de entusiasmo en algunos miembros del repertorio de
identidades pessoanas, que cabría considerar manifestación de abierta simpatía
hacia el cientificismo positivista; por ejemplo, la fascinación de Campos ante
el mundo de las máquinas, o ciertas sentencias y planteamientos de Antonio
Mora.
No obstante, preciso es por un
lado recordar que parte medular de la propuesta de Pessoa tiene que ver con la
ubicación de abismales discrepancias de matiz posibles, sobre la base de un
acuerdo fundamental unánime; paganos todos, las estrategias de cada uno de los
perfiles involucrados en la escritura plural del lisboeta pueden diferir y
alejarse entre sí, hasta de plano mostrarse irreconciliablemente encontradas;
difícil concebir al conservador, sosegado y amargo greco-latinista Ricardo Reis
fascinado por la modernidad maquinista y por sus respectivos sustentos
ideológicos. Al final del camino —incluyendo tan inquietantes desafíos y tan geniales
desplantes como su Banquero anarquista— Pessoa puede ser celebrado por
casi todo y acusado de casi todo, pero resultará difícil y forzado tipificarlo
apólogo de la modernidad liberal o servil apóstol profético de la posmodernidad
neoliberal. Para las sociedades capitalistas, lo mismo que para aquello que se
ha dado en llamar “socialismo real”, el objetivismo constituyó, desde un
inicio, ante todo una herramienta productiva para la administración, el lucro y
el control; para Pessoa, el objetivismo es un principio metafísico, una
disposición espiritual y la prenda de coronación dentro de una hipotética
depuración integral para la especie humana.
Esta disposición coincide en
términos prácticamente literales con varios de los postulados básicos que
dieron origen al realismo. El programa que Gustave Courbet de alguna suerte
emblematiza en los dominios de la pintura, partió de una fórmula tan ambiciosa
como engañosamente simple: limpiar la mirada. Casi al punto, dada la
personalidad y los intereses del artista francés, el programa de la corriente —tal
sucederá dentro de la narrativa con el realismo devenido naturalismo en manos
de Émile Zola— se decantó hacia inmediatas implicaciones sociológicas,
militantes y de denuncia, con las que en principio Pessoa tiene ya poco que
ver. Sin embargo, por un lado habría que no minimizar el valor nodal de aquella
consonancia primigenia, y por otro preguntarnos hasta qué punto y bajo qué
modalidades intentaron sucesivas promociones de pintores y escritores en la
escena europea llevar a efecto tal tentativa de limpieza para la mirada humana.
Cuando procedemos a despachar
al movimiento impresionista de Manet y compañía como llana y festiva distorsión
de la voluntad fotográfica en la plástica, y por tanto como mero antecedente para
la abstracción entendida cumbre suprema del subjetivismo, solemos olvidar las a
menudo obsesas tentativas emprendidas por buena parte de sus representantes
para privilegiar en sus lienzos, no lo que la gente cree que ve frente a
determinada escena, sino lo que en efecto queda registrado en su retina: la
fragmentación de los cuerpos en movimiento, el juego de nitideces y empañaduras
provocado por los diversos planos visuales, las caprichosas violencias de la
sombra y la luz fuera del estudio del pintor, el énfasis circunstancial de un
color por encima de los otros. La voluntad de representar en sus obras la más
fiel impresión óptica obtenida de la contemplación directa de la realidad
cotidiana, convirtió a los pintores impresionistas en puntuales herederos de la
escuela realista, por más que sus cuadros parezcan justo elaborados para
distanciarse radicalmente de ella.
Los diversos escritores que
Fernando Pessoa jugó a ser, no sólo dialogan con estas y otras muchas
cuestiones cruciales para el arte moderno en todas sus disciplinas, sino que
contribuyen de manera ejemplar a organizarlas y reproblematizarlas. Partiendo
del acuerdo básico de que el paganismo puro nació y murió con Alberto Caeiro
—referencia central, pero al mismo tiempo instancia irrepetible e inimitable—
Pessoa y el resto de sus heterónimos se lanzan a la monumental aventura de
preguntar todo lo que Caeiro, por no necesitarlo, no preguntó.
Si la disposición pagana ante el mundo volvía innecesaria toda religión y toda pretensión de formalidades expresivas, ¿cómo sería no obstante una poesía religiosa ceñida a estrictas demandas formales y de expresión, al surgir en fidelidad plena al espíritu pagano?; es ahí donde nace Ricardo Reis. Si la disposición pagana ante el mundo determina que lo definitorio de las sensaciones radica en los objetos y sucesos exteriores que las posibilitan, ¿cómo sería no obstante una poesía pagana donde quedaran privilegiados los componentes subjetivos de la sensación, incluidos aquellos abiertamente distorsionadores de la materialidad de los hechos y las cosas?; es ahí donde nace Álvaro de Campos. Si la disposición pagana ante el mundo volvía innecesaria toda metafísica, ¿cómo sería no obstante una metafísica pagana, así como el desarrollo teórico sistematizado de sus implicaciones estéticas, religiosas, morales, éticas y políticas?; es ahí donde nace Antonio Mora. Si la disposición pagana corresponde en sentido estricto al universo sin restitución posible de las culturas griega y romana, ¿cómo serían no obstante las viables tentativas de resurgimiento del paganismo, en el contexto histórico, artístico y psíquico del siglo XX, y cómo cabría enfocarlas desde una perspectiva que fuera a la vez histórica y literaria, nacional y universal?; es ahí donde eleva su inconmensurable estatura, su identidad o desidentidad insustituibles, su vigente y provocadora demanda, todo el conjunto de la obra de Fernando Pessoa.