sábado, 24 de junio de 2023

Pessoa, realismo y objetivismo.

 

Si alguna fundamental piedra de toque cabe en primera instancia reconocer como organizadora general en la producción del portugués Fernando Pessoa, según se encargaron de insistir una y otra vez él mismo y sus diversos heterónimos, es Alberto Caeiro: único poeta moderno reconocido por ellos como capaz de inhabilitar —al menos durante cierto período de su producción— las múltiples patologías espirituales, emotivas, reflexivas y perceptuales del subjetivismo, para indicar a los seres humanos el camino de regreso hacia el objetivismo pagano puro. La empresa propuesta y ejecutada por Pessoa a través de Caeiro contempla, en el orden de la percepción, las más lúcidas y pertinentes tentativas que en su momento propusiera el realismo —rápidamente inhabilitadas o siquiera invisibilizadas por la institucionalización y el cliché— aun cuando bajo ninguna circunstancia quepa tipificarlas dentro del marco de las convenciones terminológicas que se han establecido como realistas.

El realismo decimonónico, así en la pintura como en la narrativa, desde donde se le traslada al teatro, surge dentro de un contexto bien delimitado, respondiendo a las particulares circunstancias de dicho contexto. La reacción contra los abusos subjetivistas del Romanticismo, así como contra las postreras inercias del idealismo y el control que durante siglos habían encumbrado en el poder a las aristocracias nobiliarias, provocan que a la hora de los recuentos y las definiciones se privilegien los aspectos de orden más inmediatamente social y político; lo cual no tendría nada de censurable, si no fuera porque en la operación acaban por inhabilitársele al movimiento sus más decisivas y constitutivas implicaciones metafísicas. De ahí, no resulta azaroso que el indómito impulso realista originario acabe servilmente circunscrito a los sobreentendidos legitimatorios del peor positivismo, enseñoreado de la actual escena neoliberal y sus cada vez más frontales matices neofeudales con la misma impune omnipotencia que en los albores de la sociedad burguesa, a despecho de sus múltiples y estridentes camuflajes retóricos.

Si la examinamos dejando de lado los supuestos que se aprestan a dictaminar las cosas antes de que hayamos llegado a mirarlas y a meditarlas, advertiremos lo próxima que la tentativa realista en la Europa del siglo XIX resulta en varios de sus aspectos  a algunas manifestaciones tradicionales del arte oriental. Sobre todo aquellos que corresponden al saneamiento de la captación sensorial y la representación estética del mundo.

Por su parte, significativa porción de los escritos críticos de Fernando Pessoa y sus diversos heterónimos —Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Antonio Mora, el Barón de Teive, Alexander Search— permiten deslindar con puntualidad la opción de objetivismo que propone, respecto del utilitario pragmatismo objetivista entronizado por la sociedad burguesa y la cultura del capital a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Semejante deslinde puede antojarse debatible, tenue o no evidente, dado el abierto enfoque proselitista de mucho más largo plazo que Pessoa se ha echado a cuestas contra la civilización cristiana, y que es lo que a cada momento viene a plantársenos en primer plano cuando lo leemos. Hay incluso momentos de entusiasmo en algunos miembros del repertorio de identidades pessoanas, que cabría considerar manifestación de abierta simpatía hacia el cientificismo positivista; por ejemplo, la fascinación de Campos ante el mundo de las máquinas, o ciertas sentencias y planteamientos de Antonio Mora.

No obstante, preciso es por un lado recordar que parte medular de la propuesta de Pessoa tiene que ver con la ubicación de abismales discrepancias de matiz posibles, sobre la base de un acuerdo fundamental unánime; paganos todos, las estrategias de cada uno de los perfiles involucrados en la escritura plural del lisboeta pueden diferir y alejarse entre sí, hasta de plano mostrarse irreconciliablemente encontradas; difícil concebir al conservador, sosegado y amargo greco-latinista Ricardo Reis fascinado por la modernidad maquinista y por sus respectivos sustentos ideológicos. Al final del camino —incluyendo tan inquietantes desafíos y tan geniales desplantes como su Banquero anarquista— Pessoa puede ser celebrado por casi todo y acusado de casi todo, pero resultará difícil y forzado tipificarlo apólogo de la modernidad liberal o servil apóstol profético de la posmodernidad neoliberal. Para las sociedades capitalistas, lo mismo que para aquello que se ha dado en llamar “socialismo real”, el objetivismo constituyó, desde un inicio, ante todo una herramienta productiva para la administración, el lucro y el control; para Pessoa, el objetivismo es un principio metafísico, una disposición espiritual y la prenda de coronación dentro de una hipotética depuración integral para la especie humana.

Esta disposición coincide en términos prácticamente literales con varios de los postulados básicos que dieron origen al realismo. El programa que Gustave Courbet de alguna suerte emblematiza en los dominios de la pintura, partió de una fórmula tan ambiciosa como engañosamente simple: limpiar la mirada. Casi al punto, dada la personalidad y los intereses del artista francés, el programa de la corriente —tal sucederá dentro de la narrativa con el realismo devenido naturalismo en manos de Émile Zola— se decantó hacia inmediatas implicaciones sociológicas, militantes y de denuncia, con las que en principio Pessoa tiene ya poco que ver. Sin embargo, por un lado habría que no minimizar el valor nodal de aquella consonancia primigenia, y por otro preguntarnos hasta qué punto y bajo qué modalidades intentaron sucesivas promociones de pintores y escritores en la escena europea llevar a efecto tal tentativa de limpieza para la mirada humana.

Cuando procedemos a despachar al movimiento impresionista de Manet y compañía como llana y festiva distorsión de la voluntad fotográfica en la plástica, y por tanto como mero antecedente para la abstracción entendida cumbre suprema del subjetivismo, solemos olvidar las a menudo obsesas tentativas emprendidas por buena parte de sus representantes para privilegiar en sus lienzos, no lo que la gente cree que ve frente a determinada escena, sino lo que en efecto queda registrado en su retina: la fragmentación de los cuerpos en movimiento, el juego de nitideces y empañaduras provocado por los diversos planos visuales, las caprichosas violencias de la sombra y la luz fuera del estudio del pintor, el énfasis circunstancial de un color por encima de los otros. La voluntad de representar en sus obras la más fiel impresión óptica obtenida de la contemplación directa de la realidad cotidiana, convirtió a los pintores impresionistas en puntuales herederos de la escuela realista, por más que sus cuadros parezcan justo elaborados para distanciarse radicalmente de ella.

Los diversos escritores que Fernando Pessoa jugó a ser, no sólo dialogan con estas y otras muchas cuestiones cruciales para el arte moderno en todas sus disciplinas, sino que contribuyen de manera ejemplar a organizarlas y reproblematizarlas. Partiendo del acuerdo básico de que el paganismo puro nació y murió con Alberto Caeiro —referencia central, pero al mismo tiempo instancia irrepetible e inimitable— Pessoa y el resto de sus heterónimos se lanzan a la monumental aventura de preguntar todo lo que Caeiro, por no necesitarlo, no preguntó.

Si la disposición pagana ante el mundo volvía innecesaria toda religión y toda pretensión de formalidades expresivas, ¿cómo sería no obstante una poesía religiosa ceñida a estrictas demandas formales y de expresión, al surgir en fidelidad plena al espíritu pagano?; es ahí donde nace Ricardo Reis. Si la disposición pagana ante el mundo determina que lo definitorio de las sensaciones radica en los objetos y sucesos exteriores que las posibilitan, ¿cómo sería no obstante una poesía pagana donde quedaran privilegiados los componentes subjetivos de la sensación, incluidos aquellos abiertamente distorsionadores de la materialidad de los hechos y las cosas?; es ahí donde nace Álvaro de Campos. Si la disposición pagana ante el mundo volvía innecesaria toda metafísica, ¿cómo sería no obstante una metafísica pagana, así como el desarrollo teórico sistematizado de sus implicaciones estéticas, religiosas, morales, éticas y políticas?; es ahí donde nace Antonio Mora. Si la disposición pagana corresponde en sentido estricto al universo sin restitución posible de las culturas griega y romana, ¿cómo serían no obstante las viables tentativas de resurgimiento del paganismo, en el contexto histórico, artístico y psíquico del siglo XX, y cómo cabría enfocarlas desde una perspectiva que fuera a la vez histórica y literaria, nacional y universal?; es ahí donde eleva su inconmensurable estatura, su identidad o desidentidad insustituibles, su vigente y provocadora demanda, todo el conjunto de la obra de Fernando Pessoa.

sábado, 10 de junio de 2023

Rincones oscuros.

 

Los padres de James Ellroy se separaron cuando él tenía seis años de edad. Luego del consabido proceso de divorcio, quedó establecido que él viviría con su madre y pasaría los fines de semana con su padre. Cuatro años más tarde, la madre de James Ellroy fue asesinada. Era fin de semana, y él se hallaba por tanto en compañía de su padre.

Ese fin de semana, James Ellroy había asistido al cine. La película que él y su padre vieron se llamaba Los vikingos, y era protagonizada por Kirk Douglas y Tony Curtis.

Recuerdo la película. Yo también la vi un fin de semana. Yo también era un niño. Sólo que mis fines de semana no se parecían a los suyos. Pertenecía a otro tipo de familia, de generación y de país. Aunque los cines —inmensas salas con programas dobles de permanencia voluntaria— aún podían consentirle al Hollywood de veinte años atrás uno que otro desliz nostálgico, mi mayor dotación de Cinemascope la obtuve por vía televisiva. Durante aquella temporada, el canal ocho programaba por la tarde del domingo una ración de tres o cuatro películas de aventuras; formaciones romanas, cargas de caballería, fortalezas medievales defendidas a punta de calderos de aceite hirviendo. Si los ánimos o el dinero no daban para salir a ningún lado, mis padres, mis hermanas y yo nos arropábamos en un montón de cobijas frente al televisor, hasta que la noche o las deserciones debidas al aburrimiento y al sueño daban por terminada la sesión.

No logro precisar con nitidez el argumento de Los vikingos. Recuerdo haber padecido como en carne propia los infortunios de Tony Curtis, y haberme impresionado vivamente por el modo en que un halcón le arrancaba un ojo a Kirk Douglas, cierta travesía en canoa cercada por la bruma, el clásico perfil de un barco en la tormenta. Poco más.

Siempre me pareció fraudulenta, impostada, aquella capacidad del estadunidense promedio, así en la realidad periodística como en la ficción, así en las páginas de una novela como en la pantalla del cine o en la breve cápsula de un noticiero televisivo, para rendir puntuales enumeraciones de todos los pormenores de su pasado, incluso con respecto a episodios cuya relevancia sólo se manifestaba o justificaba a posteriori. La camarera de un bar que, al ser interpelada por la policía respecto a cierta específica fecha del mes anterior, en la que sin saber le habría servido café y huevos con jamón a un sospechoso de asesinato, es capaz de reconstruir, detalle por detalle, todo lo sucedido, al punto de aventurar cronologías precisas y marcos contextuales no menos minuciosos.

De acuerdo con mi particular experiencia, la memoria funciona más bien como un impredecible cúmulo de prendas, seleccionadas en virtud de méritos que sólo muy rara vez llegan a resultar racionalmente satisfactorios. Recordar la infancia implicaría para nosotros la redacción de un impersonal inventario, si no fuese por la presencia de ciertos rasgos que se fijan obedeciendo a motivos rara vez explicables, y a partir de los cuales, sin margen para infalibles precisiones estadísticas, una cartografía más bien flexible consiente amagar articularse. Obedeciendo a su errático, impredecible influjo, podemos derivar coherencias que a menudo semejarán reconstruir el pasado con prodigiosa fidelidad, pero nunca ocultarán del todo las costuras. Cualquiera que afine la vista estará en condiciones de advertir que no importa mucho si el dibujo final está trucado, como de hecho habrá de estarlo siempre cada referencia a cuanto somos capaces de fijar recuerdo. No importa,  si somos capaces de volver perdurable —siquiera como un eco— lo que su aliento fue.

No dudo que, para algunos, Mis rincones oscuros (1996), de James Ellroy, consienta leerse como efectista, morbosa y mercenaria añagaza editorial, acometida sin ningún género de escrúpulos por un apenas mediano autor de best sellers. La fórmula, como otras de Ellroy, pareciera partir de la base de un éxito comercial asegurado: escritor de novela policiaca con una filiación política más bien inclinada hacia la derecha, rastreando hasta sus más mínimos y escabrosos detalles las circunstancias que envolvieron el irresuelto caso de violación y asesinato de su propia madre.

Yo en cambio creo que, sin abandonar del todo los terrenos de una estrategia comercial y editorial alevosamente diseñada, Ellroy escribió una valiente autobiografía novelada cuyo tema central es la memoria. Y que la valentía no reside tanto en que haya sido capaz de plantar en un tablero de corcho, frente a su mesa de trabajo, las fotos del cadáver de Jean Ellroy tomadas por la policía. Sino en asumir la recuperación del pasado como un riguroso ejercicio de invención, donde la posibilidad de la luz sólo resulta permisible a partir de un puntual delineamiento de la sombra. Los rincones oscuros terminan al final siendo tan suyos como nuestros.

James Ellroy dice que, en la película Los vikingos, a Tony Curtis le cortan una mano, y que la funda de cuero negro que desde ese instante y hasta el fin de la película se encarga de cubrir el muñón le valió una pesadilla el día que la vio. Mi memoria ha omitido por completo tales detalles. Apurando un poco, creo poder reunir algunas prendas dispersas correspondientes al episodio en turno, y armar a partir de ellas mi personal, incómodo, perturbador descubrimiento de que los héroes no son invulnerables. Pero apenas el fotograma añadido da la impresión de pegarse como necesaria parte recuperada al resto de la cinta del recuerdo, me pregunto si no se tratará más bien de un absoluto invento. Si no será pura voluntad narrativa lo que ordena a toro pasado las cosas, otorgándoles una coherencia que jamás tuvieron, y que impuesta arbitrariamente cuanto consigue es suplantarlas, desvirtuarlas, mentirlas, corromperlas.

Me viene a la cabeza una instantánea igual de apropiada que el enfundado muñón de Tony Curtis para ilustrar el tema de la vulnerabilidad del héroe. Una historieta de La liga de la justicia adquirida a mis cinco o seis años. Es probable que se trate de la primera ocasión, si no la única, en que experimenté el analfabetismo como franco, impotente y corrosivo desasosiego. Aunque advirtiera que aquella revista no constituía sino un episodio intermedio dentro de una zaga, y que su fin no significaba fin, sino una alevosa manera de decir “continuará”, sabía también que las preguntas quedaban respondidas al menos en parte por el texto escrito que acompañaba los dibujos.

Era un ejemplar Serie Águila de 32 páginas de editorial Novaro. Los miembros de la pléyade básica de DC Cómics, versión años 70, caían abatidos uno a uno, cuadro tras cuadro, a manos de un enemigo que en la remembranza se me vuelve difuso. El hecho por sí mismo resultaba inadmisible. Pero para mayor ambigüedad y zozobra, el último trecho de la historieta recapitulaba a manera de close up ciertos detalles que las panorámicas de la batalla no habían consentido revelar en su momento: los héroes carecían de superpoderes; los habían simulado mediante artificios tecnológicos. Puedo evocar con especial detalle las pequeñas turbinas en la suela de las botas de Flash, así como las tenazas que al tomar a Aquamán por el cuello y apartar sus rubios rizos, le delataban sobre los oídos los auriculares de un imperceptible casco. Por supuesto, había algo anormal en todo aquello, mas yo no estaba en condiciones de adivinar qué. ¿Se trataba de impostores tratando de ocupar un sitio que no les correspondía? ¿O, al contrario, los campeones del Bien habían perdido por alguna razón sus privilegiados dones, viéndose obligados a sustituirlos para poder seguir cumpliendo el irrecusable deber encomendado? ¿O, la más temida opción: todo había sido mentira desde el primer momento?

Me provocaba un malestar casi físico repasar con masoquista minucia aquel galimatías. Y sin embargo, el episodio de la mano mutilada de Tony Curtis, pese a su potencial falsedad, pese a su más que probable condición de recuerdo espurio, me parece mucho más elocuente y más fiel a la hora de procurar transmitir la especial tensión de aquel drama infantil. Aun inventado, o quizá precisamente por eso, posee mayor verdad en tanto testimonio del ayer.

Ellroy sabe de eso. En algún punto de Mis rincones oscuros, con certera lucidez atina a formular pregunta lo que por mi parte apenas alcanzo oscuramente a presentir respuesta:

 

¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse como instrumento de percepción?

 

Y por si no quedara claro, añade todavía, más adelante:

 

Tenía la mente clara y precisa. Y una memoria sólida. Podía contrarrestar los fallos sinápticos con las descargas de fantasía. Era capaz de rememorar escenas alternativas.

 

Ningún empacho le causa imaginar su propio pasado. Y es en la invención donde el violento ejercicio de memoria que decidió emprender encuentra su más íntimo sentido de verdad. Sólo que semejante derecho únicamente puede ganarse a fuego y sangre, en el extremo opuesto del consuelo.

Quien hurgue en su pasado buscando justificarse (encontrar una coartada para algo que ya no está dispuesto a alterar), siempre terminará mintiendo. Por más libres vuelos que la imaginación le conceda. Por más neuróticas comprobaciones que el recuento le exija.