I
En
2014, es decir hace diez años, fui invitado a prologar una antología en ciernes,
donde se incluían siete poetas de Michoacán con fecha de nacimiento correspondiente
a la década 1980: Moisés Ramírez, Jorge Arturo Reyes, Leonarda Rivera, Armando
Salgado, José Agustín Solórzano, Magdiel Torres y Daniel Wence.
La
antología, titulada Discoteca Paradise (poesía
en acetato), no llegaría a la imprenta, quedando como uno de tantos
proyectos al final inconclusos, consustanciales a la vida cultural de cualquier
ciudad. Lo cual no impidió en modo alguno que la totalidad de aquel elenco siguiera
consolidando fecundas trayectorias no sólo en los territorios de la poesía,
sino también en los de la narrativa y el ensayo. Hoy se trata de nombres significativos,
de inobjetable y legítima pertinencia para nuestra actualidad literaria, sea
que permanezcan en michoacanas tierras o hayan emigrado a otras entidades.
No
me pareció ocioso recobrar tras una década y en perspectiva dicho prólogo.
II
Dice
Cesar Pavese que a los cuarenta años
cada persona es responsable de su cara. ¿Significa que antes de la fecha fatal
podemos desentendernos con jubilosa irresponsabilidad de nuestros rasgos, o que
cuantos afanes empecinemos en perfilarnos identidad se hallarán condenados al
fracaso? ¿Significa que, llegada la fecha fatal, quedarán proscritas las
enmiendas, los añadidos y las divergencias, y de ahí hasta la postrera caída
del telón nos veremos pétreamente condenados a perdurar iguales a nosotros
mismos?
No
lo creo. Como todas las fronteras humanas, la señalada por Pavese es una
frontera móvil, aproximativa, abierta por partes iguales al matiz y a la
excepción que la confirma. Y ello sin que vea menguados en lo más mínimo su
implacable veracidad, su puntual cumplimiento, su cotidiana confirmación. A los
cuarenta años, cada persona es responsable de su cara.
Porque
trae en la maleta —acumulado— un patrimonio de experiencias y elecciones que en
adelante condicionarán sin remedio tanto sus sostenidas fidelidades como sus
imprevistas rupturas. Porque hasta a incertidumbres, hallazgos y zozobras, los
filtra un colador de vida vivida impregnado de sabores familiares, dispuesto
según hábitos de los que resultará ya difícil desprenderse por mucho que
empecinemos voluntad en ello (la verdad es que para entonces la voluntad se
empecina más bien en otras cosas).
José Agustín Solórzano |
Se
dirá —puesto que ninguno de los poetas incluidos en Discoteca Paradise
ha alcanzado los cuarenta años, y todos ellos se encuentran más bien remotos
aún de dicha demarcación— que esta entrada es ociosa y estoy hablando más de mí
que de ellos. La órbita biográfica de los aquí antologados gira en torno a la
treintena.
Me
disculpo de antemano por la posible confusión. Nada más lejos de mi interés
que impostarme protagonista de una
fiesta a la que he sido generosamente invitado en términos de presentador. Lo
que sucede es que, pasados los cuarenta años, uno entiende que sólo puede ver y
decir desde la cara de que es responsable, y consideré de mínima honradez poner
bien abiertas mis cartas sobre la mesa como primer paso.
Pero
también se trata de algo más. Dando por buena la sentencia de Pavese, ninguno
de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es todavía responsable de
su cara. Pero todos han entrado ya en el trecho de camino que trazará
decisivamente los rasgos de la cara de que deberán responsabilizarse.
Moisés Ramírez |
Ninguno
de ellos es ya un poeta joven; y sin embargo todos lo son. Al menos por estos
rumbos, hay que ser cuidadoso con eso de andar administrando etiquetas de
juventud a diestra y siniestra. Lo habitual es estacionar al prójimo en la
condición de eterno augurio, como recurso —quiero creer inconsciente— para
disimular en el espejo y el currículum propios tanto el paso del tiempo como
las incómodas sugerencias de caducidad .
Ninguno
de los poetas incluidos en Discoteca Paradise es un poeta joven, porque
ninguno puede ser tomado como escritor primerizo. Sus respectivas travesías
creadoras ya alcanzan a medirse en páginas y en años. Además, tras su franja
generacional hay un par de promociones más noveles, integradas o en trance de
integrar al quehacer literario michoacano con perspectivas de
profesionalización.
Y,
sin embargo, todos los poetas incluidos en Discoteca Paradise son
jóvenes. A sus diversas, disímiles tesituras, así como a la variopinta amplitud
de lo que miran, las ritma una curvatura ascendente, un sentido augural y
propiciatorio (así en la meditación como en el responso, así en la invectiva
como en la blasfemia), una inequívoca impronta de camino de ida. Y dicha
impronta me parece necesaria de resaltar a la hora de proyectarla hacia el azar
o la elección de vivir en Michoacán, de escribir desde Michoacán.
Leonarda Rivera |
Es posible y plenamente lícito que la filiación michoacana no interese en demasía a alguno de estos poetas. No la propongo como indispensable ni como la más importante; menos aún como la única necesaria de situar. Sino apenas como una de tantas posibles, reivindicando en todo caso para ella opciones de pertinencia y validez.
Desde
hace varios años, una automática pregunta se dibuja en los ojos de tus
interlocutores cada vez que andas de viaje fuera del estado. A menudo ni
siquiera hay intervalo de salto entre ojos y labios para dicha pregunta: ¿Cómo
puedes vivir en Michoacán? ¿Cómo pueden vivir en Michoacán?
Por
curioso que parezca, y aun cuando el michoacano promedio no haya sentido a lo
largo de estos tres sexenios —y contando— la menor tentación de suscribir los
apaciguadores y triunfalistas argumentos gubernamentales y empresariales (“aquí
no pasa nada”, “las cosas no están tan mal”, “la situación es grave pero está
bajo control”, “Michoacán ya cambió”), lo cierto es que tales interrogatorios
suelen generar en uno cierta automática dosis de incomodidad e indignación.
Magdiel Torres |
¿Cómo
vivimos? Como todo el mundo. Vamos al trabajo, llevamos a los niños a la
escuela, nos quejamos del tráfico, llenamos los cafés en los portales, vemos
alimentar una floreciente vida nocturna que hace tres décadas (a lo menos en Morelia)
hubiera resultado inconcebible, asistimos al cine y al futbol, rebuscamos
saldos en las librerías de viejo. Y hacemos todo eso sin andar pensando cada
dos segundos (pero también sin olvidar) que estamos parados en un azaroso campo
minado, en una feria de horror donde la adversa ley de las probabilidades no
hace sino ceñir su cepo alrededor de nosotros. Acaso el posible saldo de
esperanza de estos años terribles deba contabilizarse íntegro en dichos
términos: los michoacanos hemos reivindicado intransigentes y sin aspavientos
nuestro derecho de habitabilidad, incluso en aquellos instantes y vórtices
donde con mayor virulencia ha parecido proscrita la posibilidad de asumirnos
habitantes.
Muchos
de los versos que el lector recorrerá a continuación son testimonio fiel de esa
batalla. Ninguno aborda de manera frontal —convirtiéndola en tema, moraleja o
anécdota— la circunstancialidad histórica que ha acompañado los primeros
lustros del siglo XXI en michoacanas tierras. Pero será imposible leerlos sin
la conciencia de que se trata de versos, visiones y vidas construyéndose
sentido, zozobra o sinsentido precisamente durante los primeros lustros del XXI
michoacano.
Testimonio
de que aquí se defendió el empeño de habitar. Y de que parte de ese empeño
consistió en escribir poesía. Cuán significativa o cuán periférica resultará
esa específica porción del empeño, sólo podrán decirlo los lectores y los años
transcurridos. Pero aquí, en este paisaje que desde la distancia puede parecer
a menudo llano decorado apocalíptico, donde acaso asalte la impresión de que no
queda espacio más que para declararse cómplice ejecutor o indefensa víctima de
la barbarie y la rapiña, hubo jóvenes que justo durante las horas más álgidas
eligieron ser poetas, se hicieron adultos escribiendo y leyendo versos, le
abrieron paso a la continuidad de una herencia que no importa demasiado si
aman, respetan, desprecian o sencillamente ignoran (pues en cualquier caso es
suya).
Armando Salgado |
Arraigo
o desarraigo son proporcionalmente fecundos y riesgosos. Celebro como
conquistado hallazgo y augurio promisorio, tanto las reconocibles resonancias
ante la tradición lírica michoacana de algunas de estas páginas, como la
manifiesta impermeabilidad de otras. Y lo mismo puede decirse de la alusión o
no a nuestro pedazo de tiempo y tierra compartido.
Jorge
Arturo Reyes se ocupa de la quejumbre antigua en las piedras de Tzintzuntzan,
como para ensimismarse en la dolorida música del vasto linaje a que pertenecen.
Armando Salgado formula que nunca arrinconará el nombre de sus difuntos ni el
aroma del cempasúchil recién cortado, como una suerte de bendición en la puerta
de la casa antes de salir a extraviarse y descubrirse en las múltiples patrias
íntimas y públicas por las que se siente convocado. Daniel Wence y Moisés Ramírez
ensayan entonaciones de metafísica amplitud con tentación de desmesura,
encarado uno a la sacra solemnidad demonológica, y el otro como arrullado por
las armonías de una naturaleza aún traducible y entonable en términos de
cántico. Dice Charly García (en acetato) que no va en tren, sino en avión;
Magdiel Torres y José Agustín Solórzano prefieren ir a pie, y desde el paso, el
dialecto y la mirada cotidianos, construir la cautelosa sacralización o la
pendenciera desacralización de El Día y
los días. Leonarda Rivera asedia a la ciudad como realidad global, como
patria específica, como metáfora, alegoría y concepto, como impiadoso doble en
el espejo. Nadie habla pues de Michoacán. Nadie deja de hablar pues de
Michoacán.
Daniel Wence |
Tal
sucede con cualquier antología, la que tenemos delante es apenas un botón de
muestra; lo mismo en relación al conjunto de la obra que los incluidos están
madurando, que en términos de la promoción generacional a que pertenecen. Tal
sucede con cualquier antología, estas páginas los han reunido como resultado de
diversos azares, decisiones, encuentros, desencuentros, filias y fobias. Tal
sucede con cualquier antología, su verdadero valor ha de medirse menos en razón
de las envidias que consiga generar o de las estimas que consiga elevar, y más
de cara a su efectiva utilidad pública (sin importar cuán absurdo pueda sonar
aquí dicho término).
Tengo
la impresión de que, en un escenario donde la febril necesidad de publicar y la
no siempre sencilla posibilidad de hacerlo, tienden a menudo a perfilar en el
gremio literario un aire de estridencia e insustancialidad, Discoteca
Paradise lleva ya de suyo garantizada cierta elemental garantía de
pertinencia, lo mismo para el instante actual que para los años por venir.
No es lícito ponerse a profetizar quiénes serán estos autores el día que les toque asumirse plenamente responsables de su cara. Pero estimo que en una década no nos sentiremos defraudados al venir a buscar, entre sus poemas, reveladores rasgos de nuestro propio rostro: acordes extraviados de una canción común ya cantada, y sin embargo siempre todavía por cantar.
Jorge Arturo Reyes |