sábado, 17 de agosto de 2024

Apurar cielos pretendo.

 

Hay cosas que nos negamos a escribir, palabras que nos resistimos a enunciar, frases a las cuales ni siquiera permitimos articularse estructurada idea, con las comas y los puntos en su sitio dentro de nuestra cabeza. Una cobarde precaución, mezclada con cierto perfume de resignado tedio, con una prematura convicción de inutilidad, nos lleva a guardar o más bien diluir la materia con que esas hipotéticas declaratorias quedarían confeccionadas.  Y las palabras, las frases y las declaratorias propiamente dichas avanzan por otros derroteros, con otras inflexiones y otras cataduras.

Sin embargo, las materias primas así ocultas o disimuladas no desaparecen, no llegan jamás a desvanecerse en el aire o el agua de los días. Prevalecen ahí, menos como una amenaza que como una insinuación, menos como una perentoria solicitud que como un énfasis paciente y comprensivo. Lo incómodo entiende la magnitud de la incomodidad que provoca, como no podría ser de otra manera, dado que la conoce de primera mano; entiende, y en ningún momento llega a sonreír con la suficiencia socarrona de quien sabe inevitable su turno, ni a amenazar consecuencias añadidas por la postergación. Se limita a aguardar, haciendo gala siempre de la misma paciencia y la misma comprensión.

Temas a propósito de los cuales nos resistimos a hablar, a sabiendas de que habitan en nosotros todo el tiempo, que nos acompañan a cada instante como el acto mismo de respirar. Al rumiarlos tras bambalinas de modo permanente con intención de no cederles su hora de función sobre el escenario, de últimas pasan a ocuparnos atenciones mucho más amplias y más arduas en la suma del balance final, aunque consintiendo no obstante el espejismo de que resultan menos dolorosos y molestos sometidos a demora.

Mientras no lo nombremos no existe, es el íntimo y automático razonamiento que aplicamos para ellos. Las más de las veces sin apercibirnos con claridad de que así razonamos. Y no es del todo equivocada la conclusión; es, en todo caso, incompleta. Pues efectivamente, en humanos términos, la realidad representa ante todo el acto fatal o jubiloso de nombrarla. Del mismo modo que las tinieblas en la boca del abismo aguardaban a que la voz de dios dijera “hágase la luz” para dar origen al universo desde el ensimismamiento de su nada. Del mismo modo que el enamorado siente haberse hurtado desde el vacío hasta la potencial existencia mediante el talismán mil veces repetido del nombre de la persona amada, y aguarda todavía  el momento cuando esa persona enuncie el suyo en esos idénticos términos para dar paso a la existencia verdadera (no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará).

Sin embargo ni el universo tenía irrevocable garantía de existencia, ni hay hasta la fecha enamorado con anticipada garantía de que su nombre llegará a verse enunciado por obra de Amor en labios de la persona amada. Así también hay gente que se muere sin haber proferido la disculpa que llevaba media vida quemando su garganta. O quien se pasa la vida entera incubando en el vientre un estentóreo alarido, y se marcha no obstante a la tumba sin llegar a gritarlo. Odios que jamás se sinceraron, sin dejar empero de ser odios; amores que no se sinceraron, sin empero  dejar de ser amores. Tallos retraídos en la promesa para siempre incumplida de su dilatada raíz.



Así también, en el día a día, con su sabor ya acogedor o ya claustrofóbico a rutina, cada uno de nosotros va cargando consigo un arduo repertorio de potenciales brotes, a veces no propicios para la espectacularidad; esa espectacularidad correspondiente a las instancias climáticas del desamor, el rencor, la zozobra o la catástrofe. Pero que a veces atesoran tempestades dignas de Lady Macbeth, Orestes, Medea o Segismundo en el más apacible parroquiano de café, en la más discreta y anónima ama de casa camino del mercado.

Ahora mismo, mientras esto escribo, me da por preguntarme cuántos de los ocupantes de las mesas vecinas, en esta hora temprana donde el café aparece aún mayoritariamente despoblado, agradecerían que de súbito les vinieran al pecho, a la frente y a la boca —torrente abriendo de par en par con su empuje las compuertas que lo contenían— aquellas celebérrimas e indesgastables palabras de Calderón:

 

¡Ay mísero de mí, y ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así

qué delito cometí

contra vosotros naciendo…

 

Puedo imaginar con absoluta nitidez ese emblemático monólogo de La vida es sueño en cada una de las voces de quienes a mi lado conversan de futbol o de política, consultan el menú o toman la orden. Sin apelar en momento alguno a las grandilocuentes convenciones que solemos asociar a la declamación o al teatro de época, sino en cada caso desde la específica tesitura, el específico porte y la específica gestualidad de la persona en turno: el maledicente mendigo ciego, el periodista jubilado, la jovial pareja en ropa deportiva, el lustrador de calzado con su cajón a cuestas, la secretaria que bebe su café tratando de mantener intacto el trazo de labial que le delinea la boca, el diputado rodeado de subalternos que otea en torno suyo con la algo mezquina ilusión de que al menos un parroquiano llegue a reconocerlo.

 

Bastante causa ha tenido

vuestra justicia y rigor;

pues el delito mayor

del hombre es haber nacido.

 

¿Vanos delirios literarios o fílmicos? No lo creo. No sé cuándo, ni a propósito de qué. Pero a alguno, a algunos o a todos estos personajes, les llegará la hora de Segismundo tarde o temprano. La hora de articular frase, con todas sus letras, cierto incómodo sentimiento que traían incubando como nubarrón dentro del pecho desde hacía mucho tiempo.

Será de forma premeditada, cautelosa y en principio serena en medio de la sala familiar. Será de forma imprevista durante una borrachera que pretendían banal y feliz. Será de forma a la postre dictaminada vergonzosa y absurda, por obra detonante de cualquier nimiedad en la oficina o la cola del banco. Será a solas frente al espejo del baño, en compañía de un chofer desconocido desde el asiento trasero de un taxi o en el atestado pasillo de cualquier unidad del transporte público.



Lo cierto es que en cada uno de los casos, el exabrupto tendrá cierto perfume de artificio dramático, escénica anomalía, impostada representación: justo por tratarse de una excepción culminante. Visto desde fuera, nada parece menos sincero que el más sincero “te lo juro”. La extravagancia propia de lo enfático; igual que si ahora mismo nos soltáramos todos aquí, parroquianos, meseros y transeúntes, a recitar sin agua va La vida es sueño. Pero aparejada de dicha extravagancia, asoma también la transparencia que sólo al teatro corresponde: más desnudos cuanto más enmascarados.

Puede ser que tras la teatral catarsis nada en torno a la cuestión verbalizada vuelva jamás a ser igual; que el arrojo, la imprudencia, la elección o el arranque vengan acompañados por consecuencias ya sin camino de vuelta. Pero puede y suele suceder también que, tras la resaca del estallido, todo retorne al mismo exacto punto de partida. Ese sereno terror de los dramas mayores de Antón Chéjov, donde la cotidianidad impone con parsimonia su implacable “aquí no ha pasado nada” después del vértigo y la expectativa de que estaba todo por pasar; o peor aún, después de que en efecto hubiera pasado todo. Y comenzará a parecernos mentira que hayamos en verdad llegado a enunciar lo inenunciable, equidistantes otra vez entre la cautelosa cobardía, la escéptica renuncia y la aceptación resignada.

Cada cual trae todo el tiempo consigo su respectivo cúmulo de nubarrones que no serán aguacero, su propio archivo de dilaciones infinitas, su propio cúmulo de intuiciones incómodas oponiéndose tenaces a la palabra que las volvería transparentes. Nuestro propio repertorio de amenazadoras certidumbres condenadas al silencio. La monumental, invisible y terrible lucha cotidiana contra todo lo que nos atrevemos a no decirnos para mejor no saber.

Hay una valentía tristona en el vilipendiado “mejor me callo”. Y esa valentía adquiere, sin márgenes para bonificación alguna, sus más altas cotas  de heroísmo cuanto más íntima y personal resulta la materia prima con que nos atrevemos o nos resignamos a confeccionar un silencio que no es silencio. Un silencio que es más bien susurro contenido, abstruso, indescifrable.

Pedro Páramo soñó que todo podía quedar circunscrito a la frontalidad de la orden y del grito. Pero un día le deparó topar con lo único que no admitía decirse en voz alta: que Susana no iba a amarlo nunca. Entonces descubrió el susurro. Aprendió, por la mala, a descubrirse susurro él mismo. Hasta que Comala toda se le reveló como un túmulo de susurros. Hasta que, íntegras y reversibles, la vida y la muerte se le sinceraron susurro. Hasta que el universo entero quedó reducido ante sus ojos a mero torrente de murmullos ensimismados.




Imágenes:
Stan Laurel y Oliver Hardy en el cortometraje Liberty (Leo MacCarey, 1929).