Hay cosas que nos negamos a
escribir, palabras que nos resistimos a enunciar, frases a las cuales ni
siquiera permitimos articularse estructurada idea, con las comas y los puntos
en su sitio dentro de nuestra cabeza. Una cobarde precaución, mezclada con
cierto perfume de resignado tedio, con una prematura convicción de inutilidad, nos
lleva a guardar o más bien diluir la materia con que esas hipotéticas declaratorias
quedarían confeccionadas. Y las
palabras, las frases y las declaratorias propiamente dichas avanzan por otros
derroteros, con otras inflexiones y otras cataduras.
Sin embargo, las materias
primas así ocultas o disimuladas no desaparecen, no llegan jamás a desvanecerse
en el aire o el agua de los días. Prevalecen ahí, menos como una amenaza que
como una insinuación, menos como una perentoria solicitud que como un énfasis
paciente y comprensivo. Lo incómodo entiende la magnitud de la incomodidad que
provoca, como no podría ser de otra manera, dado que la conoce de primera mano;
entiende, y en ningún momento llega a sonreír con la suficiencia socarrona de
quien sabe inevitable su turno, ni a amenazar consecuencias añadidas por la
postergación. Se limita a aguardar, haciendo gala siempre de la misma paciencia
y la misma comprensión.
Temas a propósito de los cuales
nos resistimos a hablar, a sabiendas de que habitan en nosotros todo el tiempo,
que nos acompañan a cada instante como el acto mismo de respirar. Al rumiarlos tras
bambalinas de modo permanente con intención de no cederles su hora de función
sobre el escenario, de últimas pasan a ocuparnos atenciones mucho más amplias y
más arduas en la suma del balance final, aunque consintiendo no obstante el
espejismo de que resultan menos dolorosos y molestos sometidos a demora.
Mientras no lo nombremos no
existe, es el íntimo y automático razonamiento que aplicamos para ellos. Las
más de las veces sin apercibirnos con claridad de que así razonamos. Y no es
del todo equivocada la conclusión; es, en todo caso, incompleta. Pues
efectivamente, en humanos términos, la realidad representa ante todo el acto
fatal o jubiloso de nombrarla. Del mismo modo que las tinieblas en la boca del
abismo aguardaban a que la voz de dios dijera “hágase la luz” para dar origen
al universo desde el ensimismamiento de su nada. Del mismo modo que el
enamorado siente haberse hurtado desde el vacío hasta la potencial existencia mediante
el talismán mil veces repetido del nombre de la persona amada, y aguarda
todavía el momento cuando esa persona
enuncie el suyo en esos idénticos términos para dar paso a la existencia
verdadera (no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará).
Sin embargo ni el universo tenía
irrevocable garantía de existencia, ni hay hasta la fecha enamorado con
anticipada garantía de que su nombre llegará a verse enunciado por obra de Amor
en labios de la persona amada. Así también hay gente que se muere sin haber
proferido la disculpa que llevaba media vida quemando su garganta. O quien se pasa
la vida entera incubando en el vientre un estentóreo alarido, y se marcha no
obstante a la tumba sin llegar a gritarlo. Odios que jamás se sinceraron, sin
dejar empero de ser odios; amores que no se sinceraron, sin empero dejar de ser amores. Tallos retraídos en la
promesa para siempre incumplida de su dilatada raíz.
Así también, en el día a día, con
su sabor ya acogedor o ya claustrofóbico a rutina, cada uno de nosotros va cargando
consigo un arduo repertorio de potenciales brotes, a veces no propicios para la
espectacularidad; esa espectacularidad correspondiente a las instancias
climáticas del desamor, el rencor, la zozobra o la catástrofe. Pero que a veces
atesoran tempestades dignas de Lady Macbeth, Orestes, Medea o Segismundo en el
más apacible parroquiano de café, en la más discreta y anónima ama de casa
camino del mercado.
Ahora mismo, mientras esto
escribo, me da por preguntarme cuántos de los ocupantes de las mesas vecinas,
en esta hora temprana donde el café aparece aún mayoritariamente despoblado, agradecerían
que de súbito les vinieran al pecho, a la frente y a la boca —torrente abriendo
de par en par con su empuje las compuertas que lo contenían— aquellas celebérrimas
e indesgastables palabras de Calderón:
¡Ay mísero de mí, y ay,
infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así
qué delito cometí
contra vosotros naciendo…
Puedo imaginar con absoluta
nitidez ese emblemático monólogo de La
vida es sueño en cada una de las voces de quienes a mi lado conversan de
futbol o de política, consultan el menú o toman la orden. Sin apelar en momento
alguno a las grandilocuentes convenciones que solemos asociar a la declamación
o al teatro de época, sino en cada caso desde la específica tesitura, el
específico porte y la específica gestualidad de la persona en turno: el
maledicente mendigo ciego, el periodista jubilado, la jovial pareja en ropa
deportiva, el lustrador de calzado con su cajón a cuestas, la secretaria que
bebe su café tratando de mantener intacto el trazo de labial que le delinea la
boca, el diputado rodeado de subalternos que otea en torno suyo con la algo
mezquina ilusión de que al menos un parroquiano llegue a reconocerlo.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.
¿Vanos delirios literarios o
fílmicos? No lo creo. No sé cuándo, ni a propósito de qué. Pero a alguno, a
algunos o a todos estos personajes, les llegará la hora de Segismundo tarde o
temprano. La hora de articular frase, con todas sus letras, cierto incómodo
sentimiento que traían incubando como nubarrón dentro del pecho desde hacía
mucho tiempo.
Será de forma premeditada,
cautelosa y en principio serena en medio de la sala familiar. Será de forma
imprevista durante una borrachera que pretendían banal y feliz. Será de forma a
la postre dictaminada vergonzosa y absurda, por obra detonante de cualquier
nimiedad en la oficina o la cola del banco. Será a solas frente al espejo del
baño, en compañía de un chofer desconocido desde el asiento trasero de un taxi o
en el atestado pasillo de cualquier unidad del transporte público.
Lo cierto es que en cada uno de
los casos, el exabrupto tendrá cierto perfume de artificio dramático, escénica
anomalía, impostada representación: justo por tratarse de una excepción
culminante. Visto desde fuera, nada parece menos sincero que el más sincero “te
lo juro”. La extravagancia propia de lo enfático; igual que si ahora mismo nos
soltáramos todos aquí, parroquianos, meseros y transeúntes, a recitar sin agua
va La vida es sueño. Pero aparejada
de dicha extravagancia, asoma también la transparencia que sólo al teatro
corresponde: más desnudos cuanto más enmascarados.
Puede ser que tras la teatral
catarsis nada en torno a la cuestión verbalizada vuelva jamás a ser igual; que
el arrojo, la imprudencia, la elección o el arranque vengan acompañados por
consecuencias ya sin camino de vuelta. Pero puede y suele suceder también que,
tras la resaca del estallido, todo retorne al mismo exacto punto de partida.
Ese sereno terror de los dramas mayores de Antón Chéjov, donde la cotidianidad
impone con parsimonia su implacable “aquí no ha pasado nada” después del
vértigo y la expectativa de que estaba todo por pasar; o peor aún, después de
que en efecto hubiera pasado todo. Y comenzará a parecernos mentira que hayamos
en verdad llegado a enunciar lo inenunciable, equidistantes otra vez entre la
cautelosa cobardía, la escéptica renuncia y la aceptación resignada.
Cada cual trae todo el tiempo
consigo su respectivo cúmulo de nubarrones que no serán aguacero, su propio archivo
de dilaciones infinitas, su propio cúmulo de intuiciones incómodas oponiéndose
tenaces a la palabra que las volvería transparentes. Nuestro propio repertorio
de amenazadoras certidumbres condenadas al silencio. La monumental, invisible y
terrible lucha cotidiana contra todo lo que nos atrevemos a no decirnos para mejor
no saber.
Hay una valentía tristona en el
vilipendiado “mejor me callo”. Y esa valentía adquiere, sin márgenes para
bonificación alguna, sus más altas cotas de heroísmo cuanto más íntima y personal
resulta la materia prima con que nos atrevemos o nos resignamos a confeccionar
un silencio que no es silencio. Un silencio que es más bien susurro contenido,
abstruso, indescifrable.
Pedro Páramo soñó que todo podía quedar circunscrito a la frontalidad de la orden y del grito. Pero un día le deparó topar con lo único que no admitía decirse en voz alta: que Susana no iba a amarlo nunca. Entonces descubrió el susurro. Aprendió, por la mala, a descubrirse susurro él mismo. Hasta que Comala toda se le reveló como un túmulo de susurros. Hasta que, íntegras y reversibles, la vida y la muerte se le sinceraron susurro. Hasta que el universo entero quedó reducido ante sus ojos a mero torrente de murmullos ensimismados.