imagen de Hugo Hiriart
(en memoria de Frida Lara Klahr)
Tenía veinte años la primera vez que impartí clases. Debía hacerme cargo de una hora de taller de teatro a la semana, con cada uno de los seis grupos de una primaria particular. Mirando en perspectiva, no cabe duda que la zozobra que signó de principio a fin aquella efímera experiencia de poco más de un semestre, obedeció más a mi condición de novicio que al específico perfil de mis alumnos. No obstante, por si las dudas, jamás he vuelto a probar suerte como maestro, ni siquiera ocasional, de especímenes de nivel básico. Hasta la sola conjetura de imaginarme dando clases a adolescentes de secundaria consigue llenarme de terror, y acometo con una mezcla de entusiasmo y alivio mi ya prolongada actividad docente frente a bachilleres y universitarios.
Recuerdo nítidas aquellas mañanas de hace dos décadas. Mi cándida y rígida voluntad de planificación debía estrellarse ante la cotidiana evidencia de niños que no respondían nunca como yo lo había presupuestado. Mi natural más bien dubitativo se las veía negras para sortear sin perder el tipo la innata inquietud infantil, que yo leía como muestra permanente de aburrimiento, incomprensión, distracción y hasta animadversión. Y mi tendencia al melodrama me hacía acoger con desencajado talante el fatal, cíclico, consabido momento donde la paciente cortesía de mis interlocutores cedía a la desbandada (“¿y ahora cómo hago que se callen?”, “y ahora cómo hago que se sienten?”).
Mentiría si dijera que se trató de un martirio llano y liso. Esa breve experiencia abarcó para mí, aunque fuera en insinuante germen, todos los rasgos, las exigencias, los prodigios y los hallazgos que la enseñanza atesora para quienes habitan del lado del pizarrón. Las prendas venturosas de aquellas semanas las tengo a estas alturas bien esclarecidas y ordenadas en su estante de lecciones y recuerdos; y no son pocas. Pero todos sabemos lo imposible que resulta casi siempre conciliar en simultáneo entender y vivir. Así que, en honor a la verdad, debo decir que en aquellos días la sensación de pareja tortura me la paliaban sólo dos cosas. El cheque de la quincena. Y Nordy.
Uno de los descubrimientos más importantes para todo aquel que pretende trabajar de profesor, consiste en entender, no a nivel meramente retórico o discursivo, sino desde la sangre misma, que no hay alumnos buenos ni malos; que un aula es un espacio de encuentro para travesías humanas con roles de coyuntura clara y legítimamente distribuidos, pero que en primera y última instancia lo de verdad relevante son las travesías y no los roles. Sin embargo, para el maestro en ciernes, lanzado de cabeza y sin paracaídas que valga al primer aprendizaje de su oficio, cuan necesario, reconfortante y decisivo resulta contar con el eco cómplice de al menos una mirada que le reafirme, no la irrelevante valía de su persona o su currículum, sino la abierta opción de que cuanto hace y dice puede llegar a tener algún sentido.
Eso era Nordy para mí. Esa mirada, esa opción abierta, ese guiño cómplice. Nordy tenía entonces siete años, y los ojos infinitos, alimentados por un antiguo oficio de mirar. Sé que puede sonar raro, pero nada tiene de falso ni de absurdo. ¿Una niña de siete años con un antiguo oficio de mirar, transparente, en los ojos? Por aquellos mismos días, sin que en ello tuvieran nada que ver ni la escuela ni las clases (otra prueba de la puntualidad implacable del azar) conocí a su madre. Y comencé a explicarme de dónde venían la transparencia y la hondura de aquel antiguo oficio de mirar.
Durante años, alimenté con la poeta Frida Lara Klahr una amistad hecha de intermitencias fulgurantes y secretamente doloridas. La leía de cerca y la veía de lejos. Hoy pensaba consagrarle este espacio a su poesía y a su persona. Escribir unas líneas más literarias que sentimentales. Consagradas más a la artista que a la mujer (qué absurdo, como si fuera posible separarlas, romperlas por el talle). Reseñar en retrospectiva el primer conjunto de poemas suyos que leí, agrupados justamente bajo el título “Mi antiguo oficio de mirar”.
Pero no puedo. Estoy aquí, pensando en el oficio de maestro y en los ojos de Nordy. A lo mejor porque Frida Lara Klahr fue, aunque apenas a través de un par de talleres, uno de los escasos y esenciales maestros literarios de cuerpo presente en la errática travesía formativa de este escritor autodidacto. O a lo mejor porque, ahora que me he enterado de su muerte, me ha regresado de pronto aquel impulso de hace dos décadas por tomar a Nordy entre mis brazos y arrullarla. En mutuo pacto y cómplice consuelo, asomado a sus ojos; extraviado en la heredada transparencia de su antiguo oficio de mirar.
Recuerdo nítidas aquellas mañanas de hace dos décadas. Mi cándida y rígida voluntad de planificación debía estrellarse ante la cotidiana evidencia de niños que no respondían nunca como yo lo había presupuestado. Mi natural más bien dubitativo se las veía negras para sortear sin perder el tipo la innata inquietud infantil, que yo leía como muestra permanente de aburrimiento, incomprensión, distracción y hasta animadversión. Y mi tendencia al melodrama me hacía acoger con desencajado talante el fatal, cíclico, consabido momento donde la paciente cortesía de mis interlocutores cedía a la desbandada (“¿y ahora cómo hago que se callen?”, “y ahora cómo hago que se sienten?”).
Mentiría si dijera que se trató de un martirio llano y liso. Esa breve experiencia abarcó para mí, aunque fuera en insinuante germen, todos los rasgos, las exigencias, los prodigios y los hallazgos que la enseñanza atesora para quienes habitan del lado del pizarrón. Las prendas venturosas de aquellas semanas las tengo a estas alturas bien esclarecidas y ordenadas en su estante de lecciones y recuerdos; y no son pocas. Pero todos sabemos lo imposible que resulta casi siempre conciliar en simultáneo entender y vivir. Así que, en honor a la verdad, debo decir que en aquellos días la sensación de pareja tortura me la paliaban sólo dos cosas. El cheque de la quincena. Y Nordy.
Uno de los descubrimientos más importantes para todo aquel que pretende trabajar de profesor, consiste en entender, no a nivel meramente retórico o discursivo, sino desde la sangre misma, que no hay alumnos buenos ni malos; que un aula es un espacio de encuentro para travesías humanas con roles de coyuntura clara y legítimamente distribuidos, pero que en primera y última instancia lo de verdad relevante son las travesías y no los roles. Sin embargo, para el maestro en ciernes, lanzado de cabeza y sin paracaídas que valga al primer aprendizaje de su oficio, cuan necesario, reconfortante y decisivo resulta contar con el eco cómplice de al menos una mirada que le reafirme, no la irrelevante valía de su persona o su currículum, sino la abierta opción de que cuanto hace y dice puede llegar a tener algún sentido.
Eso era Nordy para mí. Esa mirada, esa opción abierta, ese guiño cómplice. Nordy tenía entonces siete años, y los ojos infinitos, alimentados por un antiguo oficio de mirar. Sé que puede sonar raro, pero nada tiene de falso ni de absurdo. ¿Una niña de siete años con un antiguo oficio de mirar, transparente, en los ojos? Por aquellos mismos días, sin que en ello tuvieran nada que ver ni la escuela ni las clases (otra prueba de la puntualidad implacable del azar) conocí a su madre. Y comencé a explicarme de dónde venían la transparencia y la hondura de aquel antiguo oficio de mirar.
Durante años, alimenté con la poeta Frida Lara Klahr una amistad hecha de intermitencias fulgurantes y secretamente doloridas. La leía de cerca y la veía de lejos. Hoy pensaba consagrarle este espacio a su poesía y a su persona. Escribir unas líneas más literarias que sentimentales. Consagradas más a la artista que a la mujer (qué absurdo, como si fuera posible separarlas, romperlas por el talle). Reseñar en retrospectiva el primer conjunto de poemas suyos que leí, agrupados justamente bajo el título “Mi antiguo oficio de mirar”.
Pero no puedo. Estoy aquí, pensando en el oficio de maestro y en los ojos de Nordy. A lo mejor porque Frida Lara Klahr fue, aunque apenas a través de un par de talleres, uno de los escasos y esenciales maestros literarios de cuerpo presente en la errática travesía formativa de este escritor autodidacto. O a lo mejor porque, ahora que me he enterado de su muerte, me ha regresado de pronto aquel impulso de hace dos décadas por tomar a Nordy entre mis brazos y arrullarla. En mutuo pacto y cómplice consuelo, asomado a sus ojos; extraviado en la heredada transparencia de su antiguo oficio de mirar.