¿De qué modo se construye un espacio humano? Sin duda a partir de la noción de límite. La mirada que se posa sobre la amplitud indiferente y la recorta espacio habitable. En principio no hay siquiera necesidad de que el recorte se haga manifiesto. Bastan la mirada y la conciencia de quien mira. El viajero que identifica una intemperie propicia y, sin que medie modificación alguna, se la apropia, la hace suya a través del sencillo procedimiento de saberla suya. No en tanto propiedad exclusiva, sino más bien en tanto geografía recortada y reconocible; reconocible por recortada.
Cuando niños, realizábamos a menudo semejante operación. A toda hora. Pero hay que pensar sobre todo en el parque vespertino y en las salidas al campo ciertos fines de semana. De los múltiples matices combinatorios que median entre excepción y descampado, derivaban operaciones del mismo linaje pero de distinto género.
El parque cotidiano, próximo a tu casa, permitía configurar continuidades. Perímetros que delimitabas con la plena conciencia de que volverías a ellos en el corto plazo, familiaridad con el paisaje y sus objetos. Este árbol, esta afelpada porción de hierba, aquella explanada terregosa, aquel sendero con una súbita hilera de pedruscos a la mitad. Puesto que es de la continuidad que nace la función, y puesto que éramos niños, resultaba enteramente natural e impremeditado otorgarle a tales coordenadas roles claramente establecidos, si bien nunca cerrados e inflexibles. Roles que la condición pública del espacio en cuestión restringía a la conciencia de quien los asignaba, sin determinantes ni perdurables huellas capaces de someter unilateralmente la identidad de las cosas frente a los ojos de terceros.
Tú identificabas la disposición paralela, la razonable distancia y la adecuada solidez de dos árboles, y sabías que eso era una portería; y te indignabas tremendamente si alguien pretendía marcar goles en sentido inverso. Resultaba que la arbitraria asociación funcional de los dos árboles daba sitio a un derecho y un revés que, si se quería que el juego mantuviera su sentido, ya no podían violentarse de manera arbitraria. Pero ni nadie ajeno al círculo de juego estaba obligado a ver aquello como una portería, ni tú tenías la prerrogativa de condicionarlo objetivamente de acuerdo a tu visión.
Las tentativas orientadas en este último sentido caían siempre por su propio peso. La colección de ramitas que a tu hermana no le habían permitido llevar a casa, y que ella había alineado escrupulosamente, por tamaños, en el hueco de un tronco, “para seguir jugando con ellas cuando volvamos a venir”. Tu portería convertida en sostén de una hamaca. El escenario de la selvática batalla que habías proyectado entre soldados verdes y vaqueros azules, convertido en lecho de retozo para una pareja de novios.
Las esporádicas salidas al campo durante algunos fines de semana, aderezaban esos mismos juegos con un aliento a definitivo, a irrecuperable. Delimitabas el espacio con idéntica naturalidad, idéntico rigor y análogos riesgos, pero sabiendo que toda hipótesis de continuidad resultaba absurda. Hay una peculiar melancolía en la última mirada que un grupo de primos o de amigos infantiles le dedican, camino del autobús o del auto, al paraje de agua, tierra, noche o bosque, donde acaban de compartir un juego que en el fondo, oscuramente, entienden memorable, irrepetible, único.
No cabe duda que el misterio de semejantes certidumbres y hallazgos puede encontrarse también dentro del marco de juegos y espacios con una férrea legislación previamente establecida. Hasta antes del video-game, ningún territorio postulado como lúdico podía declararse impermeable a la invención creadora. Incluso el deporte profesional y los parques temáticos consienten espacio para la subversión —así sea silenciosa y anónima— del imaginario individual. Sin embargo, pareciera que las potencias primigenias del jugar tienden a desplegarse sobre todo ahí donde comienzan a escasear los asideros; en el momento donde la improvisación trasciende lo previsto al punto de subordinarlo y a veces abolirlo.
El espacio nunca vuelve a ser el mismo después de que la mirada libre se ha posado en él. Haya habido antes una norma domesticándolo, o sólo el vacío primigenio de lo informe por deshabitado, será el gesto secreto de quien se trace en él estancia o travesía lo que a final de cuentas entreabrirá a partir suyo opciones de sentido.
Al delimitar nuestros espacios, nos delimitamos a nosotros mismos.
Cuando niños, realizábamos a menudo semejante operación. A toda hora. Pero hay que pensar sobre todo en el parque vespertino y en las salidas al campo ciertos fines de semana. De los múltiples matices combinatorios que median entre excepción y descampado, derivaban operaciones del mismo linaje pero de distinto género.
El parque cotidiano, próximo a tu casa, permitía configurar continuidades. Perímetros que delimitabas con la plena conciencia de que volverías a ellos en el corto plazo, familiaridad con el paisaje y sus objetos. Este árbol, esta afelpada porción de hierba, aquella explanada terregosa, aquel sendero con una súbita hilera de pedruscos a la mitad. Puesto que es de la continuidad que nace la función, y puesto que éramos niños, resultaba enteramente natural e impremeditado otorgarle a tales coordenadas roles claramente establecidos, si bien nunca cerrados e inflexibles. Roles que la condición pública del espacio en cuestión restringía a la conciencia de quien los asignaba, sin determinantes ni perdurables huellas capaces de someter unilateralmente la identidad de las cosas frente a los ojos de terceros.
Tú identificabas la disposición paralela, la razonable distancia y la adecuada solidez de dos árboles, y sabías que eso era una portería; y te indignabas tremendamente si alguien pretendía marcar goles en sentido inverso. Resultaba que la arbitraria asociación funcional de los dos árboles daba sitio a un derecho y un revés que, si se quería que el juego mantuviera su sentido, ya no podían violentarse de manera arbitraria. Pero ni nadie ajeno al círculo de juego estaba obligado a ver aquello como una portería, ni tú tenías la prerrogativa de condicionarlo objetivamente de acuerdo a tu visión.
Las tentativas orientadas en este último sentido caían siempre por su propio peso. La colección de ramitas que a tu hermana no le habían permitido llevar a casa, y que ella había alineado escrupulosamente, por tamaños, en el hueco de un tronco, “para seguir jugando con ellas cuando volvamos a venir”. Tu portería convertida en sostén de una hamaca. El escenario de la selvática batalla que habías proyectado entre soldados verdes y vaqueros azules, convertido en lecho de retozo para una pareja de novios.
Las esporádicas salidas al campo durante algunos fines de semana, aderezaban esos mismos juegos con un aliento a definitivo, a irrecuperable. Delimitabas el espacio con idéntica naturalidad, idéntico rigor y análogos riesgos, pero sabiendo que toda hipótesis de continuidad resultaba absurda. Hay una peculiar melancolía en la última mirada que un grupo de primos o de amigos infantiles le dedican, camino del autobús o del auto, al paraje de agua, tierra, noche o bosque, donde acaban de compartir un juego que en el fondo, oscuramente, entienden memorable, irrepetible, único.
No cabe duda que el misterio de semejantes certidumbres y hallazgos puede encontrarse también dentro del marco de juegos y espacios con una férrea legislación previamente establecida. Hasta antes del video-game, ningún territorio postulado como lúdico podía declararse impermeable a la invención creadora. Incluso el deporte profesional y los parques temáticos consienten espacio para la subversión —así sea silenciosa y anónima— del imaginario individual. Sin embargo, pareciera que las potencias primigenias del jugar tienden a desplegarse sobre todo ahí donde comienzan a escasear los asideros; en el momento donde la improvisación trasciende lo previsto al punto de subordinarlo y a veces abolirlo.
El espacio nunca vuelve a ser el mismo después de que la mirada libre se ha posado en él. Haya habido antes una norma domesticándolo, o sólo el vacío primigenio de lo informe por deshabitado, será el gesto secreto de quien se trace en él estancia o travesía lo que a final de cuentas entreabrirá a partir suyo opciones de sentido.
Al delimitar nuestros espacios, nos delimitamos a nosotros mismos.