Hacia el final del primer capítulo de Rayuela, Horacio Cortázar y Julio Oliveira nos comparten su serena aceptación de lo prodigioso, como una constante a la vez impredecible y fatal de la existencia. Una constante acostumbrada a colarse menos por los espectaculares zaguanes del vestíbulo que por las modestas ventilas que el uso cotidiano se afana en domesticar hasta la invisibilidad.
“Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales” comenta. Y un poco más adelante ejemplifica: “…oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van”.
Pensaba en eso hace unos días, mirando el Eje Central Lázaro Cárdenas desde el último piso de la Torre Latinoamericana. Si los miradores inmediatos inferiores del rascacielos se abren a los cuatro puntos cardinales a través de cristal, ese culminante punto del ascenso lo hace mediante una sólida malla metálica, que permite filtrar al desnudo las corrientes del aire, los haces diversamente ambarinos de la resolana y los rumores en sordina de la inmensa ciudad.
Será la evidencia de altura que la intemperie sin disimulo denuncia, la inexistencia de máquinas despachadoras o puestos de suvenires, la estrechez del espacio hasta para tomarte una foto. Será que llegando a semejante punto, de verdad no queda demasiada alternativa más allá de mirar. Lo cierto es que la atalaya final predispone al recogimiento, la cavilación solitaria, el diálogo breve y como en susurro. O eso me parecía a mí en aquel instante. Habíamos llegado a la taquilla de la planta baja a media mañana, y delante nuestro sólo había una persona aguardando turno. En el elevador habíamos viajado holgados (sin apretujones de ninguna especie), frente a las cristaleras no había sido necesario disputar sitio con nadie, y ahora mismo la mayor parte de los catalejos y binoculares de monedas estaban disponibles para quien quisiera usarlos.
Así que era posible y hasta diría yo que inevitable cierta sensación de intimidad y apartamiento. Asomarse al horizonte cuadrangular, dejando que te invadiera con presunciones de marea en asenso la inimitable y honda melancolía de esa ciudad. “La ciudad con las caras más tristes del mundo” la llamó alguna vez Jerome Charyn.
En principio, no reclamó mi atención que hasta aquellas apartadas alturas alcanzara a llegar música de organillo. Había visto al organillero en la esquina antes de subir. De hecho le había dado unas monedas porque estaba tocando “La barca de oro”, esa obra maestra del inconsciente colectivo nacional a la que tan sabio partido supo sacarle Alejandro Jodorowsky en Santa Sangre. Por lo demás, el arrullo del organillo lleva décadas fungiendo de omnipresente fondo sonoro en el centro histórico capitalino, y antes bien lo que extraña es no encontrártelo a la vuelta de cualquier recodo cuando caminas por él. Pero mientras desde el último piso de la Torre Latinoamericana miraba yo como miniaturas de maqueta las tolderías del ambulantaje en la Alameda Central, me vinieron de pronto a la memoria las bocinas a todo volumen de los puestos de discos, así como los amplificadores y bafles de algunos merolicos y músicos ambulantes. Y por añadidura, los muchos establecimientos comerciales de la zona con estridencia electrónica compartida hacia la calle. Me pareció entonces que, obedeciendo a la más elemental de las lógicas, si las notas del organillo alcanzaban a escucharse, debían poder escucharse y deslindarse también otros sonidos. Agucé el oído por un rato. Inútilmente. Cuanto conseguía distinguirse sin género de dudas era un rumor uniforme de motores, el susurro del viento… y la tonada del organillo. Pude tal vez ir a probar suerte en alguno de los otros tres frentes de la torre, mas me abstuve de ello; el timbre del organillo, aunque nítido, resultaba sutil, y temía que se desvaneciera por los caminos del aire si me movía de mi puesto.
Lo prodigioso o lo ridículo, o la comicidad terrena con que lo prodigioso se precave de rigideces y sacralizaciones, aconteció justo ahí. Maravillado por la comprobada evidencia de que la única música discernible era la del organillo, en un momento dado me pareció advertir que lo que estaba tocando era “Caminos de Michoacán”. Excesivo, lo sé. Y así lo pensaba, mientras con apaciguado desespero hacía intento de aislar del telón de barullo automotor el hilo de las notas. Tiene que ser un error o un alucine, me decía. Y me punzaba en el estómago la certidumbre de que en cualquier segundo iba a terminarse lo que fuera que el organillo estaba tocando en realidad, dando sitio a otra pieza. Cuando yo consiguiera focalizar sin obstrucciones la música, ya estaría sonando otra cosa; “No volveré” o “Las mañanitas”, maldije. Y me quedaría para siempre con la molesta duda y la inepta ilusión. Sí, en ese orden. Inepta e ilusión. Ya que lo a todas luces racional y evidente era que no podía tratarse, bajo ninguna circunstancia, de “Caminos de Michoacán”. En fin, la mezquina sensatez con que ya en automático devaluamos el milagro, por modesto que este sea, cuando al fin consiente entreabrirnos su incontestabilidad.
La sensación de ridículo me la acentuaba el hecho de que, apenas la noche anterior, en el Sanborn’s del Ángel de la Independencia, mientras Bárbara compraba algo en farmacia y Emilio y yo mirábamos juguetes, desde el departamento de discos comenzó a escucharse a todo volumen un espantoso popurrí michoacano, cuyo leitmotiv central era “Juan Colorado”
Indiferente a mis conflictos y complejos, el organillo siguió repitiendo una y otra vez los mismos idénticos motivos. Siempre como a punto de diluirlos por los caminos del aire, cada vuelta sosteniéndole su intacto margen a la duda. Férreo y sutil, inaprensible y monótono. De piedra y viento. Como es esa ciudad; como es el corazón de la obsidiana. A fuerza de reiteración, terminó por quedar claro que, pese a mi vergüenza, mi indignación y mis escrúpulos, lo que estaba sonando era sin lugar a dudas “Caminos de Michoacán”.
Como había hecho la noche anterior, le compartí a Bárbara ese desliz de absurdo, pretendiendo no sólo acompañar el azoro, sino también tal vez disponer a futuro de un aval o un testigo. Ociosa pretensión. De modo saludable, y a pesar del tiempo acumulado, Bárbara sigue sin ser capaz de identificar ni las más reconocibles prendas del folklore michoacano. Así que aquel absurdo exceso de geometría quedaba para mí solo, sin agregadas garantías que al volverlo testimonio fueran a servir de comprobación ante potenciales escuchas o lectores.
Emprendida la vuelta a tierra firme, ya desde el mirador acristalado del piso inmediato inferior nos sorprendió la cantidad de gente que marchaba en sentido inverso. Filas, grupos, corrillos. Adolescentes vociferando a voz en cuello, ancianas acomodando familiares para la foto, niños apelotonados frente a las maquinas de golosinas. En la planta baja, una dilatada hilera de turistas aguardaba turno para llegar a taquilla. Y no era que nosotros hubiéramos arribado precavida o llamativamente temprano. Era sólo que nos había tocado hallarnos allá arriba durante el único lapso y bajo las propicias condiciones para que yo pudiera escuchar “Caminos de Michoacán” al organillo. Seguro que para ese entonces, en el último piso, ya era más bien difícil permanecer demasiado rato en el mismo lugar, o escuchar algo que no fueran las voces de la propia multitud de visitantes.
Cuando salí a la calle, la sensación de ridículo había cedido. Aunque, como en Horacio y Julio, mantenía sobre mí la impronta suficiente para evitar el abuso de sentirme Maldoror de bolsillo, demiurgo trastocado por la gracia. Era, ni más ni menos, un tipo igual a los miles que en aquel mismo instante aguardaban conmigo el cambio de la luz en el semáforo. Cada uno con su personal catálogo de insólitos gratuitos y elocuentes; ninguno de los cuales sirve para revelar si dios existe, si un mundo nos vigila, si vamos de la nada hacia la nada. Pero a la luz del mismo, la vida te recuerda hasta el final que es bastante más amplia de lo que te supones. Busqué con la mirada y el oído al organillo. Estaba en el mismo rincón donde lo había dejado. Tocaba “Las Mañanitas”.
Cambio la luz, atravesé la calle. Y no iba solo.
“Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales” comenta. Y un poco más adelante ejemplifica: “…oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van”.
Pensaba en eso hace unos días, mirando el Eje Central Lázaro Cárdenas desde el último piso de la Torre Latinoamericana. Si los miradores inmediatos inferiores del rascacielos se abren a los cuatro puntos cardinales a través de cristal, ese culminante punto del ascenso lo hace mediante una sólida malla metálica, que permite filtrar al desnudo las corrientes del aire, los haces diversamente ambarinos de la resolana y los rumores en sordina de la inmensa ciudad.
Será la evidencia de altura que la intemperie sin disimulo denuncia, la inexistencia de máquinas despachadoras o puestos de suvenires, la estrechez del espacio hasta para tomarte una foto. Será que llegando a semejante punto, de verdad no queda demasiada alternativa más allá de mirar. Lo cierto es que la atalaya final predispone al recogimiento, la cavilación solitaria, el diálogo breve y como en susurro. O eso me parecía a mí en aquel instante. Habíamos llegado a la taquilla de la planta baja a media mañana, y delante nuestro sólo había una persona aguardando turno. En el elevador habíamos viajado holgados (sin apretujones de ninguna especie), frente a las cristaleras no había sido necesario disputar sitio con nadie, y ahora mismo la mayor parte de los catalejos y binoculares de monedas estaban disponibles para quien quisiera usarlos.
Así que era posible y hasta diría yo que inevitable cierta sensación de intimidad y apartamiento. Asomarse al horizonte cuadrangular, dejando que te invadiera con presunciones de marea en asenso la inimitable y honda melancolía de esa ciudad. “La ciudad con las caras más tristes del mundo” la llamó alguna vez Jerome Charyn.
En principio, no reclamó mi atención que hasta aquellas apartadas alturas alcanzara a llegar música de organillo. Había visto al organillero en la esquina antes de subir. De hecho le había dado unas monedas porque estaba tocando “La barca de oro”, esa obra maestra del inconsciente colectivo nacional a la que tan sabio partido supo sacarle Alejandro Jodorowsky en Santa Sangre. Por lo demás, el arrullo del organillo lleva décadas fungiendo de omnipresente fondo sonoro en el centro histórico capitalino, y antes bien lo que extraña es no encontrártelo a la vuelta de cualquier recodo cuando caminas por él. Pero mientras desde el último piso de la Torre Latinoamericana miraba yo como miniaturas de maqueta las tolderías del ambulantaje en la Alameda Central, me vinieron de pronto a la memoria las bocinas a todo volumen de los puestos de discos, así como los amplificadores y bafles de algunos merolicos y músicos ambulantes. Y por añadidura, los muchos establecimientos comerciales de la zona con estridencia electrónica compartida hacia la calle. Me pareció entonces que, obedeciendo a la más elemental de las lógicas, si las notas del organillo alcanzaban a escucharse, debían poder escucharse y deslindarse también otros sonidos. Agucé el oído por un rato. Inútilmente. Cuanto conseguía distinguirse sin género de dudas era un rumor uniforme de motores, el susurro del viento… y la tonada del organillo. Pude tal vez ir a probar suerte en alguno de los otros tres frentes de la torre, mas me abstuve de ello; el timbre del organillo, aunque nítido, resultaba sutil, y temía que se desvaneciera por los caminos del aire si me movía de mi puesto.
Lo prodigioso o lo ridículo, o la comicidad terrena con que lo prodigioso se precave de rigideces y sacralizaciones, aconteció justo ahí. Maravillado por la comprobada evidencia de que la única música discernible era la del organillo, en un momento dado me pareció advertir que lo que estaba tocando era “Caminos de Michoacán”. Excesivo, lo sé. Y así lo pensaba, mientras con apaciguado desespero hacía intento de aislar del telón de barullo automotor el hilo de las notas. Tiene que ser un error o un alucine, me decía. Y me punzaba en el estómago la certidumbre de que en cualquier segundo iba a terminarse lo que fuera que el organillo estaba tocando en realidad, dando sitio a otra pieza. Cuando yo consiguiera focalizar sin obstrucciones la música, ya estaría sonando otra cosa; “No volveré” o “Las mañanitas”, maldije. Y me quedaría para siempre con la molesta duda y la inepta ilusión. Sí, en ese orden. Inepta e ilusión. Ya que lo a todas luces racional y evidente era que no podía tratarse, bajo ninguna circunstancia, de “Caminos de Michoacán”. En fin, la mezquina sensatez con que ya en automático devaluamos el milagro, por modesto que este sea, cuando al fin consiente entreabrirnos su incontestabilidad.
La sensación de ridículo me la acentuaba el hecho de que, apenas la noche anterior, en el Sanborn’s del Ángel de la Independencia, mientras Bárbara compraba algo en farmacia y Emilio y yo mirábamos juguetes, desde el departamento de discos comenzó a escucharse a todo volumen un espantoso popurrí michoacano, cuyo leitmotiv central era “Juan Colorado”
Indiferente a mis conflictos y complejos, el organillo siguió repitiendo una y otra vez los mismos idénticos motivos. Siempre como a punto de diluirlos por los caminos del aire, cada vuelta sosteniéndole su intacto margen a la duda. Férreo y sutil, inaprensible y monótono. De piedra y viento. Como es esa ciudad; como es el corazón de la obsidiana. A fuerza de reiteración, terminó por quedar claro que, pese a mi vergüenza, mi indignación y mis escrúpulos, lo que estaba sonando era sin lugar a dudas “Caminos de Michoacán”.
Como había hecho la noche anterior, le compartí a Bárbara ese desliz de absurdo, pretendiendo no sólo acompañar el azoro, sino también tal vez disponer a futuro de un aval o un testigo. Ociosa pretensión. De modo saludable, y a pesar del tiempo acumulado, Bárbara sigue sin ser capaz de identificar ni las más reconocibles prendas del folklore michoacano. Así que aquel absurdo exceso de geometría quedaba para mí solo, sin agregadas garantías que al volverlo testimonio fueran a servir de comprobación ante potenciales escuchas o lectores.
Emprendida la vuelta a tierra firme, ya desde el mirador acristalado del piso inmediato inferior nos sorprendió la cantidad de gente que marchaba en sentido inverso. Filas, grupos, corrillos. Adolescentes vociferando a voz en cuello, ancianas acomodando familiares para la foto, niños apelotonados frente a las maquinas de golosinas. En la planta baja, una dilatada hilera de turistas aguardaba turno para llegar a taquilla. Y no era que nosotros hubiéramos arribado precavida o llamativamente temprano. Era sólo que nos había tocado hallarnos allá arriba durante el único lapso y bajo las propicias condiciones para que yo pudiera escuchar “Caminos de Michoacán” al organillo. Seguro que para ese entonces, en el último piso, ya era más bien difícil permanecer demasiado rato en el mismo lugar, o escuchar algo que no fueran las voces de la propia multitud de visitantes.
Cuando salí a la calle, la sensación de ridículo había cedido. Aunque, como en Horacio y Julio, mantenía sobre mí la impronta suficiente para evitar el abuso de sentirme Maldoror de bolsillo, demiurgo trastocado por la gracia. Era, ni más ni menos, un tipo igual a los miles que en aquel mismo instante aguardaban conmigo el cambio de la luz en el semáforo. Cada uno con su personal catálogo de insólitos gratuitos y elocuentes; ninguno de los cuales sirve para revelar si dios existe, si un mundo nos vigila, si vamos de la nada hacia la nada. Pero a la luz del mismo, la vida te recuerda hasta el final que es bastante más amplia de lo que te supones. Busqué con la mirada y el oído al organillo. Estaba en el mismo rincón donde lo había dejado. Tocaba “Las Mañanitas”.
Cambio la luz, atravesé la calle. Y no iba solo.