sábado, 27 de octubre de 2012

BARBARIE

Imagen: Bárbara Cortazar

I
 Hay días que no puedo salir de casa. Por culpa del espejo.
 Bueno, no exactamente. No es del espejo la culpa. Es en el espejo donde la culpa ocurre.
 Porque, dispuesto a precipitarme en pos de la calle, cumplo antes de abrir la puerta el hábito añejo (practicado desde los días de infancia) de ver mi imagen. No por vanidad, sino me atrevería a decir (vanidosamente) más bien por lo contrario. Me busco en el espejo antes de salir, para ratificar la corporeidad sensible y compartible del yo que me siento sin de modo cabal llegar a darlo por sentado. ¿Te imaginas que fuese yo en la calle un mero perfume, una transparente cavilación ensimismada, un ansia sin latido, un andar sin peso de pasos? ¿Te imaginas que pidiese yo la hora y no me oyera nadie? Mejor ratificar, antes de cualquier hipotética zozobra, antes de cualquier histérico e invisible papelón, que sigo siendo una instancia compartible.
 Sólo que a últimas fechas viene sucediéndome mirar al espejo y no encontrarme.
 La primera vez no sé cómo mantuve el sentido para aproximarme al cristal y rastrear en todos los rincones del reflejo, hasta dar con que la imagen no se había esfumado, sino sólo desentendido de mí, demasiado ocupada en recordarte, en anhelar tu rastro, en deletrear tu nombre. Ahí estaba, sentada en un rincón, mirando el cielo purísimo a través de la ventana, acariciando quién sabe qué huella que dejaste en el aire, y que del lado interior del espejo casi alcanza todavía a delinearse perfil.
 Inútiles los ruegos, las invectivas, las amenazas. La imagen hace su voluntad, y yo debo esperarla. No es cosa de andar saliendo al mundo sin reflejo. Cualquier alucinado se sentirá de pronto con derecho de emplazarme a linchamiento por vampiro.
 Así que espero. Así que acepto (como se acepta la lluvia) invertir los papeles. Ser yo quien se ajuste a los humores del espejo, duplicar sus melancolías, sus incandescencias, sus pueriles ademanes de nostalgia, sus bochornosos arrebatos, su aplicado velar en pos de tu retorno.
 Hay días que no puedo salir de casa. Por culpa del espejo.

Imagen: Bárbara Cortazar

 II
 Resulta muy fácil olvidar que el amor, siendo vuelo, primero que vuelo es ala. Y si se fija usted bien, cuando vuelan los pájaros no se andan revisando las plumas. Si lo hicieran, se vendrían abajo como mala ratificación empírica de lo que los imanes de antemano saben: que las cosas y las almas caen por su peso, pero se elevan por lo que, no pesando de suyo en ellas hacia arriba, ha de aprender a ganarse.
 Es el amor quien nos topa. No hace falta ir a buscarlo. Él, a su tiempo, siempre llega. Para después preservarlo (y esto –fíjese bien— es importante) no necesitamos estarlo revisando cada dos segundos, como cuenta de banco. No necesitamos verlo. No se puede ver. Lo que necesitamos es algo infinitamente más a la mano, y por ello mismo infinitamente más complicado: dejarnos mirar por él; aprender a mirarnos con él; saber mirarnos en él.
 La mayoría de las personas obran con el amor como esos bobos que, habiendo hallado una moneda en la calle, se niegan a gastarla para que en nada mengüe la impresión de que es suya, de que les pertenece. Como si alguien pudiese declararse dueño del azar. Como si los milagros fuesen un llano pretexto para que las flores se marchiten adentro de los templos y no una invitación y un desafío para ver qué tan capaces somos de hacer que, sin más ayuda que la de nuestros pasos, la peregrinación llene de flores los caminos.
 Flaca prueba de amor es eso de tirarse a llorar por ausencia. Vergonzosos afanes los de quien espera en el reencuentro la mezquina oportunidad de balbucear en tono de reproche: “mira cómo he sufrido por ti”.
 El amor no se prueba sufriendo, se prueba viviendo. Haga usted de luz su casa, en honra de la luz que el amor le ha confiado, y cuando ella regrese a una estancia hecha a la medida del sol, dígale como quien enciende el alba: “mira cómo he vivido por ti”. Y ella entenderá no que usted le pertenece, no que ella le pertenece, sino que juntos le pertenecen a algo que ocurre a través nuestro pero no se agota en nosotros. Y nadie sentirá la tentación de irse cuando hayan encontrado la fórmula sin rejas de ya nunca marcharse.

Imagen: Bárbara Cortazar

III

Pero el corazón no entiende. Para el corazón, entelerido erizo de blandas púas multicolores, las razones no que no existan, sino que llanamente son otras.
 Y el corazón se empecina en preguntar a diestra y siniestra, en todas las gavetas verticales que abre y cierra el aire, si no es una falta de respeto, una irresponsabilidad, una injuria para la floración de los mirasoles y la germinación de las estrellas granulares, eso de andar manteniendo separadas en su cenit las dos mitades de la incandescencia milagrosa que mutuamente encarnamos.
 El corazón dice que habiendo tantos que están juntos sin quererse, desqueridos, malqueridos, requeridos, es crimen equiparable a traición a la patria eso de mantenerlo a él en cuarentena. Que se separen los que no se quieren, dice el tonto. Que no se vean los que no ven temblar de sed sus venas ante la sola mención del nombre amado, clama el irresponsable. Que guarden distancia los que extraviaron todos los joyeles de su milagrería, exige el simple. Que se den plazos los que puedan hacer de la transparente urgencia, del sagrado canibalismo, de la ansiedad fosfórica, motivo de cálculo, estrategia de guerra, especulación bursátil, medición ingenieril.
 ¿Qué hago yo con estos ramos de llamarada desbordándome las manos? ¿Qué hago yo con la irrepetible ofrenda de mi devoción de hoy? ¿Qué hago con los besos que en la boca se escarchan no pasado mañana, no el día que el planificado quinquenio estalinista de las prudentes razones dé comienzo? ¿Qué hago con el amor de ahorita? ¿Qué hago con las quemaduras de hielo bajo la almohada ahora?
 Óyelo nada más, al infeliz. Lanzado al aire en su delirio como un pájaro gordo. Guajolote carmín que en pleno vuelo se recordara espécimen de corral, gallina frankenstein, y se precipitara a tierra pintando en el azul una franja colorada, clamando a voz en cuello y ahora qué hago yo con tantas nubes, con tantos papalotes, con tantas serpentinas erizadas. Si yo no tengo serpentinas mañana. Si yo no tengo mis papalotes plegados en la agenda. Si las nubes no están como globos en bolsa, esperando.
 Yo soy nube, papalote y serpentina hoy. Yo estoy aquí volando hoy, y me pides que teja en torno mío (cabeza sin entraña) una especie de crisálida en mitad de la caída, para ajustar mi nacimiento de ayer y mi mirar de hoy a la medida de tus asépticos mañanas.
 Qué sabes tú de los volcanes, escuadra milimétrica. Qué sabes tú de los latidos como estampida de corceles sobre el horizonte de la carne, metronómico archivador de la sangre en carpetas. Qué sabes tú, saber, de los sabores que duran un día. Qué sabes de la urgencia del instante por ser siempre presente.
 No entiende el corazón. Y promete venganzas, represalias, hecatombes y crímenes. No se dejan marchitar impunemente en el pecho, por prudente que sea la prudencia, flores como éstas, clama el atroz. No se conserva en refrigerador el bebedizo que madura en su ansiedad la hora. No se hace eso. No se hace, va obstinándose con la frente sobre las manecitas, acompasando retuntún sus aspavientos.
 Que pongan tierra de por medio entre sí las costas. Que platonicen cuerdos los satélites que no sabrán nunca estrellarse en el espacio. Que planeen los aeroplanos. Que proyecten los proyectores. Yo soy corazón ahora. Yo soy hoguera ahora. Yo tengo los pétalos abiertos ahora. ¿Qué diantre de catalepsia quieren que aplique? ¿Qué puñetero letargo me proponen? ¿Qué paciencia pueril me están pidiendo?
 ¿Quién se atreve a pedirle a una quemadura que detenga el sol? ¿Quién es el imbécil capaz de sugerirle a la marea una noche sin luna? ¿Cuándo han oído de vampiros que confíen su mordedura al arbitrio del alba? Yo soy ámpula aquí. Yo huracanezco aquí. Yo me desangro aquí.
 No tienten a la suerte para ya no encontrarme cuando a buscarme vengan. No tienten a la suerte para hallarme distinto cuando lleguen.
 No jueguen a enviarme por correo adonde ya llegué, adonde yo los traje, adonde tan desesperado le trazo su apremio real a la esperanza.

Imagen: Bárbara Cortazar

IV

Hoy no te escribo por amor. Te escribo por oficio, por disciplina literaria.
 No le hagas caso a mi corazón. Él se engaña, se eriza, se ufana, creyéndose el alma de esto que ni a fiesta llegar pretende.
 No le hagas caso a mis venas. Están locas. Se han habituado a vestir de serpentinas ante la más leve insinuación de tu inminencia. Se ponen a agitarse como culebras borrachas a la menor barbaridad.
 No le hagas caso a mi piel. Es llanamente tonta. Le vienen resolanas imprevistas con sólo apoyarle encima el recuerdo de la tuya (ya lo ves, al tocarte, sin más ni más, se incendia).
 No le hagas caso a mis ojos. Se están quedando miopes, y propenden a hacer brotar dondequiera minerales honduras de agua, especialmente ahí donde les salen al paso las tenues coloraciones de desearte a lo lejos.
 No hagas caso. Estoy apenas tratando de escribir unas líneas epistolarmente correctas. Algo que tenga cierto vaguísimo aroma a prosa de Arreola. Frases que no tropiecen al andar.
 Si parece que vuelan estas letras, no hagas tampoco caso. Es que las letras son al mismo tiempo tontas, locas, miopes y borrachas, y últimamente anda figurándoseles que cada nueva cosa que dicen no es sino una manera distinta de repetir una y otra vez Bárbara, Bárbara, Bárbara, Bárbara...

(de El canto de las ranas. Verdehalago, IMC, 2004)

Imagen: Bárbara Cortazar


viernes, 12 de octubre de 2012

ESTA BOCA ES MÍA



(Meditaciones para el esbozo de un Arte Poética personal)*
Cada vez que me pongo a teorizar sobre poesía, antes que poeta o ensayista, me siento profesor de bachillerato. Algo tendrá que ver sin duda el hecho de que soy profesor de bachillerato, y que a lo largo de los años la mayor parte de mis tentativas por compartir con otros lo que intuyo y entiendo que es la poesía, ha tenido lugar en un salón de clase, delante de personas de más de quince años y menos de veinte.
Más de quince años y menos de veinte. La edad del todo o nada; incluso en esta época de letárgicos e indefinidos términos medios. Ante semejantes auditorios, sutilezas del tipo “cada quien tiene su respetable y potencialmente válida opinión respecto de lo que las cosas son o dejan de ser”, o doctas ambigüedades pacianas estilo “nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales” no tienen cabida alguna. La necesidad de delimitarse para darle forma y cauce a la vertiginosa, inaprensible realidad de su ser en devenir —que tantas dificultades le causa a la hora de dimensionarla dentro de su espacio personal— el joven bachiller tiende a reivindicarla con transparente, implacable intransigencia cuando interpela a lo que queda más allá de él.
Aun cuando sean capaces de entender perfectamente el modo en que las excepciones contradicen toda preceptiva, exigen conocer con puntualidad la insuficiente norma que hace que ciertos textos se llamen poemas y nadie los confunda con un aforismo, una tragedia o un relato. Y la verdad sea dicha, ejerciendo semejante derecho sin consentirte excusas, te devuelven una de las evidencias más elementales de la actividad artística en general, del quehacer literario en particular y del decir poético en específico: la capacidad de responsabilizarte con tu punto de vista. A menudo pienso que Poesía no es sino el modo más enfático y más puro encontrado por la voz humana para decir esta boca es mía.
Por supuesto, después de Pessoa y de Pirandello, ninguna definición de identidades puede tomarse demasiado al pie de la letra, y donde con mayores aspavientos se pregona eterno un contenido, inalterable una forma, más cabe sospechar histéricos e impostados disimulos de vacío. Nadie es igual a sí mismo. Pero salvaguardar la conciencia de cuán efímera y precaria acaba resultando a final de cuentas la definición de rasgos en cualquier rostro, en modo alguno nos exime de la responsabilidad de esbozar dichos rasgos con el más aplicado esmero. Jurar amor eterno no significa demarcarle, con suficiencia aritmética, rígidos márgenes de futuro a las furtivas corrientes del corazón, sino honrar la realidad de un hallazgo consumado, y a partir suyo asumir nuestras intuiciones de voluntad ante el horizonte posible.
No de muy diversa manera procede ante su obra el poeta. De entre la infinita variedad de lo apenas existente —que al interior de la patria del poema sólo él mientras escribe y el lector al reescribir pueden elevar a la estatura de lo propiamente real—, elige y es elegido por ciertas fuerzas y materias específicas. Su primer aprendizaje consiste en asumir que el abismo entre la libertad aparente de lo informe y la libertad verdadera de lo multiforme, lo delimita cada forma singular, captada y enunciada en un tiempo y un espacio específicos.
He dicho captada y enunciada así, de modo sucesivo, a falta de un término que reúna simultáneos y unísonos ambos atributos. El decir poético nombra mirando y mira nombrando, sin establecer distinción alguna entre percepción y expresión. Probablemente sea esa cualidad originaria la que imposibilita separar forma de fondo, anulando todo distingo entre sonoridad y significado.
Evitemos confusiones. Lo mismo como norma de procedimiento general que como tentativa excepcional, el poeta goza de plena licencia para enfatizar uno de ambos factores en aparente desmedro del otro. Semejante énfasis puede retraerse incluso hacia las herramientas y componentes más elementales con que elabora su obra. Es un hábito mayoritario considerar, por ejemplo, que la imagen poética corresponde ante todo al ámbito de la significación discursiva, siendo que, en tanto unidad verbal mínima a partir de la cual el poema detona universo, consiente verse referida con idéntico privilegio hacia los territorios de la pura musicalidad  (o de la pura sugerencia visual, cuando la obra elige circunscribirse a los parámetros de la palabra impresa).
No obstante, si el poema es en verdad un poema, el más autosuficiente de los desarrollos significativos devendrá a final de cuentas valor sonoro: será música. Y asimismo, toda tentativa por privilegiar música las palabras sin excesivo interés por lo que puedan estar diciendo, significará; en el contexto específico de la lengua castellana, hace un siglo que los protagonistas de la travesía modernista hicieron patente para nosotros las hondas connotaciones espirituales (morales, éticas, políticas, históricas) que implica ensanchar con aparente gratuidad los horizontes del ritmo y la prosodia.
Puede argüirse que semejante rasgo no corresponde en exclusiva a la poesía, y que acaba aludiendo de últimas no sólo al resto de los géneros literarios, sino a toda manifestación humana asentada en el concurso del lenguaje, hablado o escrito. Y en efecto, así es. Pero la irrompible reversibilidad entre sonar y decir sólo en la poesía resulta vitalmente imprescindible. Si ningún área del hacer estético a través de la palabra puede obviarla por completo, ninguna tampoco se halla condicionada por ella de manera tan inexcusable. Son sin duda numerosos los ejemplos de narradores, ensayistas y dramaturgos que convirtieron la fidelidad a la imagen en rasgo fundamental de su travesía creadora. Siempre, sin embargo, han podido escribirse novelas, cuentos y obras de teatro colocándola en segundo o tercer término para privilegiar otros énfasis (la multiplicidad narrativa, la tensión interna, el desarrollo conceptual, la noción escénica, etc.); prerrogativa que ningún poema puede consentirse sino a costa de sí mismo.
Referido a la imagen, el término fidelidad apunta hacia lo que acaso constituya la más importante condición para un cabal ejercimiento del oficio poético. No bastan las imágenes por sí mismas. No basta la virtud de generarlas con llamativa originalidad, ni la capacidad para multiplicarlas con inagotable inventiva, ni el vigor para enlistarlas hasta el apabullante tumulto, ni la destreza para ordenarlas con atinado cálculo, ni el genio para ensamblarlas con admirable sutileza; dentro de su aparente heterogeneidad, méritos tales apenas si establecen diferencias de grado en un mismo orden unidimensional: el de la acumulación.
Una imagen poética es apenas la fulguración augural de ciertos potenciales cosmos; el oficio del poeta consiste en develar (presenciar, asistir, acometer) el devenir constitutivo de esa entrevisión primigenia. Lejos de acontecer como suma más o menos afortunada de elementos independientes, el poema emerge totalidad indivisible, demandando se le mire entero: demandando, plena, la integridad de la mirada. Es con tal perspectiva que Daniel González Dueñas plantea a la figura y no a la imagen como su componente esencial, como la unidad básica a partir de la cual es posible ubicar toda la amplitud de sus potencias y de su horizonte de sentido.
Los poemas verdaderamente grandes, sea que engrosen varias centenas de versos, que completen tres párrafos o tres páginas de apretada prosa, o que no lleguen a superar las diez palabras, se resisten siempre al subrayado. No porque cada sucesiva idea suelta resulte genial, sino precisamente porque no hay ninguna idea suelta. Incluso en aquellas piezas donde las únicas normas perceptibles son la fragmentación y el balbuceo, el poema se impone figura completa. Y al hacerlo, nos impone intuir figura completa al universo entero, comenzando por nosotros mismos.
Un poema verdaderamente grande, aunque tenga por reconocible plataforma de soporte a la literatura y a la lengua, antes que como construcción lingüística o patrimonio literario adquiere esa grandeza, impermeable a toda cuantificación competitiva, por su específica, inédita, irrepetible encarnación de la multiplicidad en devenir. Se trata ante todo de una privilegiada instancia de redimensión para lo real. Después de cada nueva lectura, sabemos y sentimos (sabemos porque sentimos, sabemos sintiendo) que las cosas dentro y en torno nuestro ya no son las mismas, que el mundo ha sido transmutado de una forma tan esencial como secreta.
Tal es, al menos, la poesía que me interesa. Tal el aliento y la demanda que imitar procuro en mis poemas. Tal el compromiso que, todo o nada, mis alumnos bachilleres renuevan cada vez que sus preguntas cristalizan forma nuestro mutuo devenir, obligándome (con una boca que no es mía, o que en todo caso no es más mía que suya) a la inagotable renovación de nuestro primer soberano compromiso: decir esta boca es mía.
* (Texto originalmente publicado en el número 4 de la revista PalabraPoesía)