(Meditaciones para el esbozo de un Arte Poética personal)*
Cada vez que me pongo a teorizar sobre poesía, antes que poeta o ensayista,
me siento profesor de bachillerato. Algo tendrá que ver sin duda el hecho de
que soy profesor de bachillerato, y que a lo largo de los años la mayor parte
de mis tentativas por compartir con otros lo que intuyo y entiendo que es la poesía,
ha tenido lugar en un salón de clase, delante de personas de más de quince años
y menos de veinte.
Más de quince años y menos de veinte. La edad del todo o nada; incluso en
esta época de letárgicos e indefinidos términos medios. Ante semejantes
auditorios, sutilezas del tipo “cada quien tiene su respetable y potencialmente
válida opinión respecto de lo que las cosas son o dejan de ser”, o doctas
ambigüedades pacianas estilo “nada prohíbe considerar
poemas las obras plásticas y musicales” no tienen cabida alguna. La necesidad
de delimitarse para darle forma y cauce a la vertiginosa, inaprensible realidad
de su ser en devenir —que tantas dificultades le causa a la hora de dimensionarla
dentro de su espacio personal— el joven bachiller tiende a reivindicarla con
transparente, implacable intransigencia cuando interpela a lo que queda más
allá de él.
Aun cuando sean capaces
de entender perfectamente el modo en que las excepciones contradicen toda
preceptiva, exigen conocer con puntualidad la insuficiente norma que hace que
ciertos textos se llamen poemas y nadie los confunda con un aforismo, una
tragedia o un relato. Y la verdad sea dicha, ejerciendo semejante derecho sin
consentirte excusas, te devuelven una de las evidencias más elementales de la
actividad artística en general, del quehacer literario en particular y del
decir poético en específico: la capacidad de responsabilizarte con tu punto de
vista. A menudo pienso que Poesía no es sino el modo más enfático y más puro
encontrado por la voz humana para decir esta boca es mía.
Por supuesto, después
de Pessoa y de Pirandello, ninguna definición de identidades puede tomarse
demasiado al pie de la letra, y donde con mayores aspavientos se pregona eterno
un contenido, inalterable una forma, más cabe sospechar histéricos e impostados
disimulos de vacío. Nadie es igual a sí mismo. Pero salvaguardar la conciencia
de cuán efímera y precaria acaba resultando a final de cuentas la definición de
rasgos en cualquier rostro, en modo alguno nos exime de la responsabilidad de esbozar
dichos rasgos con el más aplicado esmero. Jurar amor eterno no significa demarcarle,
con suficiencia aritmética, rígidos márgenes de futuro a las furtivas
corrientes del corazón, sino honrar la realidad de un hallazgo consumado, y a
partir suyo asumir nuestras intuiciones de voluntad ante el horizonte posible.
No de muy diversa
manera procede ante su obra el poeta. De entre la infinita variedad de lo
apenas existente —que al interior de la patria del poema sólo él mientras
escribe y el lector al reescribir pueden elevar a la estatura de lo propiamente
real—, elige y es elegido por ciertas fuerzas y materias específicas. Su primer
aprendizaje consiste en asumir que el abismo entre la libertad aparente de lo
informe y la libertad verdadera de lo multiforme, lo delimita cada forma
singular, captada y enunciada en un tiempo y un espacio específicos.
He dicho captada y
enunciada así, de modo sucesivo, a falta de un término que reúna simultáneos y
unísonos ambos atributos. El decir poético nombra mirando y mira nombrando, sin
establecer distinción alguna entre percepción y expresión. Probablemente sea
esa cualidad originaria la que imposibilita separar forma de fondo, anulando
todo distingo entre sonoridad y significado.
Evitemos confusiones. Lo
mismo como norma de procedimiento general que como tentativa excepcional, el
poeta goza de plena licencia para enfatizar uno de ambos factores en aparente
desmedro del otro. Semejante énfasis puede retraerse incluso hacia las
herramientas y componentes más elementales con que elabora su obra. Es un
hábito mayoritario considerar, por ejemplo, que la imagen poética corresponde
ante todo al ámbito de la significación discursiva, siendo que, en tanto unidad
verbal mínima a partir de la cual el poema detona universo, consiente verse
referida con idéntico privilegio hacia los territorios de la pura
musicalidad (o de la pura sugerencia
visual, cuando la obra elige circunscribirse a los parámetros de la palabra
impresa).
No obstante, si el
poema es en verdad un poema, el más autosuficiente de los desarrollos
significativos devendrá a final de cuentas valor sonoro: será música. Y
asimismo, toda tentativa por privilegiar música las palabras sin excesivo
interés por lo que puedan estar diciendo, significará; en el contexto
específico de la lengua castellana, hace un siglo que los protagonistas de la
travesía modernista hicieron patente para nosotros las hondas connotaciones
espirituales (morales, éticas, políticas, históricas) que implica ensanchar con
aparente gratuidad los horizontes del ritmo y la prosodia.
Puede argüirse que
semejante rasgo no corresponde en exclusiva a la poesía, y que acaba aludiendo
de últimas no sólo al resto de los géneros literarios, sino a toda
manifestación humana asentada en el concurso del lenguaje, hablado o escrito. Y
en efecto, así es. Pero la irrompible reversibilidad entre sonar y decir sólo
en la poesía resulta vitalmente imprescindible. Si ningún área del hacer
estético a través de la palabra puede obviarla por completo, ninguna tampoco se
halla condicionada por ella de manera tan inexcusable. Son sin duda numerosos
los ejemplos de narradores, ensayistas y dramaturgos que convirtieron la
fidelidad a la imagen en rasgo fundamental de su travesía creadora. Siempre,
sin embargo, han podido escribirse novelas, cuentos y obras de teatro
colocándola en segundo o tercer término para privilegiar otros énfasis (la
multiplicidad narrativa, la tensión interna, el desarrollo conceptual, la
noción escénica, etc.); prerrogativa que ningún poema puede consentirse sino a
costa de sí mismo.
Referido a la imagen,
el término fidelidad apunta hacia lo que acaso constituya la más importante
condición para un cabal ejercimiento del oficio poético. No bastan las imágenes
por sí mismas. No basta la virtud de generarlas con llamativa originalidad, ni la
capacidad para multiplicarlas con inagotable inventiva, ni el vigor para enlistarlas
hasta el apabullante tumulto, ni la destreza para ordenarlas con atinado
cálculo, ni el genio para ensamblarlas con admirable sutileza; dentro de su
aparente heterogeneidad, méritos tales apenas si establecen diferencias de
grado en un mismo orden unidimensional: el de la acumulación.
Una imagen poética es
apenas la fulguración augural de ciertos potenciales cosmos; el oficio del
poeta consiste en develar (presenciar, asistir, acometer) el devenir
constitutivo de esa entrevisión primigenia. Lejos de acontecer como suma más o
menos afortunada de elementos independientes, el poema emerge totalidad
indivisible, demandando se le mire entero: demandando, plena, la integridad de
la mirada. Es con tal perspectiva que Daniel González Dueñas plantea a la figura y no a la imagen como su
componente esencial, como la unidad básica a partir de la cual es posible
ubicar toda la amplitud de sus potencias y de su horizonte de sentido.
Los poemas
verdaderamente grandes, sea que engrosen varias centenas de versos, que
completen tres párrafos o tres páginas de apretada prosa, o que no lleguen a superar
las diez palabras, se resisten siempre al subrayado. No porque cada sucesiva
idea suelta resulte genial, sino precisamente porque no hay ninguna idea suelta. Incluso en aquellas piezas donde las
únicas normas perceptibles son la fragmentación y el balbuceo, el poema se
impone figura completa. Y al hacerlo, nos impone intuir figura completa al
universo entero, comenzando por nosotros mismos.
Un poema verdaderamente
grande, aunque tenga por reconocible plataforma de soporte a la literatura y a
la lengua, antes que como construcción lingüística o patrimonio literario
adquiere esa grandeza, impermeable a toda cuantificación competitiva, por su
específica, inédita, irrepetible encarnación de la multiplicidad en devenir. Se
trata ante todo de una privilegiada instancia de redimensión para lo real.
Después de cada nueva lectura, sabemos y sentimos (sabemos porque sentimos,
sabemos sintiendo) que las cosas dentro y en torno nuestro ya no son las
mismas, que el mundo ha sido transmutado de una forma tan esencial como
secreta.
Tal es, al menos, la
poesía que me interesa. Tal el aliento y la demanda que imitar procuro en mis
poemas. Tal el compromiso que, todo o nada, mis alumnos bachilleres renuevan
cada vez que sus preguntas cristalizan forma nuestro mutuo devenir, obligándome
(con una boca que no es mía, o que en todo caso no es más mía que suya) a la
inagotable renovación de nuestro primer soberano compromiso: decir esta boca es
mía.
* (Texto originalmente publicado en el número 4 de la revista PalabraPoesía)