El loco no elige su locura. Puede
en todo caso elegir el camino que conduce a ella. El propio Rimbaud, tan
requerido a modo de aval siempre que se trata de reivindicar la impostación del
delirio, postula al poeta trastornado por sus visiones como una consecuencia
posible, acaso inevitable, pero jamás como fin supremo al que debieran
orientarse a priori todos los afanes de la creación.
La dignificación intelectual del
artista loco está obligada por principio a traicionar aquello mismo que ensalza;
sin embargo, los contenidos de dicha traición pueden resultar muy diversos.
Personalmente, aprecio la traición lúcida, que reivindica las travesías límite
en cuanto tienen de singulares, individuales, intransferibles e inalcanzables,
pero entendiendo que, por paradójico que parezca, sólo merecen leerse y
pensarse en la medida que iluminan el inexcusable, cotidiano e infinitamente
menos espectacular espacio de ser con los otros. Por el contrario, desconfío de
quien empuña la locura como bandera de coartada, afectando intensidades que ni
lo han venido a buscar jamás, ni jamás tampoco ha sido capaz de buscar con el obstinado rigor (reverso total
de la autocomplacencia) que exigen.
Supongo que tales filias y fobias
bien pueden analogarse con las que en algún pasaje de El Danubio manifiesta Claudio Magris hacia los libertinos. Magris
expresa, si no admiración, al menos sí respeto ante el libertino que asume su
filosofía y sus actos como una elección personal, sin pretensiones de
amonestación o redención frente a terceros. Y denuesta con acritud a aquellos
que pretenden no sólo justificarse, sino además atribuirle a su voluntad de
pasársela bien hipótesis de espiritual pertinencia y universal trascendencia.
Semejante reflexión resulta de una
enorme actualidad en una época que ha reducido la noción de sentido a la
búsqueda de la felicidad, circunscrito la idea de felicidad a la esfera del
goce personal, y condicionado el goce personal desde la predatoria lógica de la
cosificación y el consumo. No nos basta elegir la banalidad, queremos convencer
y convencernos de que nuestra banalidad constituye una instancia superior del
espíritu, un privilegiado estatus de conciencia, una fresca alternativa de
legitimación existencial e intelectual.
Y por banalidad no me refiero aquí
a la gratuidad libérrima del niño que juega sin otra pretensión que la del
juego mismo. La banalidad neoliberal, sin importar los acentos cool con que
pretenda pintárnosla Coca-Cola (“yo soy el que pone columpios por todos lados”)
se llama inversión y se apellida plusvalía.
Hacernos los locos no nos vuelve
realmente locos, ni mucho menos convierte nuestra locura en digno referente de
interlocución para los otros.
Mucho más sencillo entusiasmarse
con Artaud que comprenderlo. No entenderlo (aunque buena parte de lo que
escribió esté ahí para ser racionalmente meditado y no, como suele más bien
ocurrir, festivamente celebrado), comprenderlo. Ponernos en su lugar y, desde
la distancia que nos separa de su irrepetible travesía, proyectar y asumir la
medida de la nuestra.
La legitimación intelectual de la
locura calculada, acaba parando casi siempre en elemental y grosera
desvergüenza, abusivo individualismo, anulación del prójimo, autismo narcisista.
Me autorizo a pasar por encima de los otros, en razón de la enrevesada supremacía
de mi supuesta amoralidad.
Los grandes poetas locos de la
historia no sólo nos legaron obras plenas de resonancias en las que continuamos
encontrando enunciadas nuestras propias preguntas. Nos regalaron una actitud en
la que creo que se repara poco: jamás tuvieron garantías, jamás se sintieron
autosuficientes. Acataban con plena intransigencia la tarea de decir lo que
tenían que decir, devorados al mismo tiempo por la íntima zozobra de la duda.
Privilegiados exploradores de las fronteras del ser, intuían con transparencia:
pero no sabían (mucho menos presumían saber). Y, más allá de los pintorescos
aspavientos que el anecdotario guste enfatizar, si uno afina la mirada
distingue como rasgo definitorio la más íntima de las humildades.
Desconfiemos del loco seguro de sí
mismo y feliz con su locura.