Hace un par de meses me encontré en
un café a Mauricio Lira. Conversación de esas de tres minutos, con un pie en el
estribo. Efusivo abrazo, meteórica puesta al día e inevitable recuento de años
y daños que este caso en particular terminó redondeando número quince. Quince
ya, ¿verdad?; habría que ver la posibilidad de hacernos nuestra fiesta, con
todo y chambelanes; no estaría mal; adiós.
Justo andan cumpliéndose por estos
días los dichosos quince años. El Mundial de Futbol de Francia 98 comenzó el 10
de junio. Si la memoria no me falla, desde un par de días antes había comenzado
a aparecer “La red”, un suplemento de La
voz de Michoacán que pretendía darle cotidiana cobertura literario-cultural
a la competencia deportiva. El urdidor de la idea y director del suplemento era
Mauricio. Como ni yo lo conocía a él, ni él me conocía a mí, desde el plazo
transcurrido no puede sino azorarme lo mucho que a la vuelta del camino terminé
debiéndole, lo mucho que le debo todavía. Verme integrado a la alineación titular de
aquel abigarrado dream team de
colaboradores, significó mi primer contacto como articulista en La Voz de Michoacán. Terminado el
Mundial de Futbol y cumplido el breve ciclo de vida de “La red”, comencé a
colaborar semanalmente en la sección cultural. Y, excepción hecha de unos
cuantos paréntesis aislados, continúe haciéndolo durante catorce años.
Mauricio pues, sin deberla ni
temerla, fue en cierta medida responsable de una travesía que, a lo largo de casi
cinco lustros, a medida que las semanas engordaban meses y los meses engordaban
años, no podía más que abismarme en razón de su obstinada puntualidad y su
dilatada longevidad. Un buen día me percaté de que no quedaba ninguno de
quienes se encontraban ahí a mi llegada. No sólo los columnistas se habían ido,
sino también sucesivos jefes de sección y reporteros. Mi columna llegó lo mismo
a crecer hasta la extensión de una plana completa, que a reducirse a la
infranqueable frontera de tres mil caracteres. Ningún recién llegado la
cuestionaba, nadie al irse dejaba instrucciones sobre su erradicación o
permanencia. Era una situación extraña. Llegó un momento en que la única persona del periódico a quien le
miraba el rostro era a la contadora, encargada de revisar mis recibos de
honorarios y entregarme el cheque correspondiente. Nunca nadie me invitó a la
cena anual de la empresa, nunca nadie me sugirió subir mi columna a internet,
nunca nadie se metió con lo que escribía; ni para bien ni para mal. Hubo apenas
un par de incidentes menores durante todo ese tiempo: un texto enviado que no
se publicó por razones de espacio, el ademán de reducir o de plano suspender el
pago correspondiente, mi fugaz paso durante un par de meses a la competencia,
el cambio de nombre de mi columna. Tan fantasmal condición me otorgó una libertad
inusual en la prensa local. Una prensa condicionada por los rígidos sobreentendidos
de autocensura que el compromiso político, la connivencia comercial y el
subsidio gubernamental imponen. No creo exagerar si afirmo que, durante catorce
años, escribí lo que quise escribir; supongo que parte de ello tiene que ver
con el desarrollo de un oficio para asumir los límites como condición de
posibilidad, y para encontrar la manera de decir las cosas cuando se insinúa en
el horizonte la opción de que no puedan ser dichas.
Escuela de escritura, escuela de
disciplina, escuela de ética, mi colaboración semanal se volvió un hábito
ritual, del que no me pasaba por la cabeza la opción de desprenderme. Hasta que
diversas circunstancias coincidieron para provocar que, hará cosa de un año, el
hábito ritual comenzara a espaciarse hasta en última instancia interrumpirse
por completo. Ningún melodrama qué remitir. Elecciones y azares entretejiéndose
urdimbre, como siempre.
Recién durante las últimas semanas,
el pulso del hábito ritual pareciera venir a buscarme en los momentos más
inopinados. Como si la sangre y la mirada hubieran sacado el provecho que
podían de su imprevisto año sabático, y reclamaran no el derecho a cuatro
páginas de reflexión suelta de cuando en cuando, sino el cíclico deber de una
cita irrecusable, con todos los placeres y angustias que ello conlleva.
Escribir sobre futbol y sobre libros, escribir sobre paisajes y política,
escribir deambulando entre la crónica, la meditación, la provocación y el
ensueño. Pensar en voz alta una vez por semana con la puerta abierta, sin
exigencia de puntualidad para nadie que no sea yo mismo.
Será que se están cumpliendo quince
años. El caso es que a estos días pareciera acompasarlos la cadencia de Lorca
según Leonard Cohen, repitiendo una vez tras otra “take this waltz, take this
waltz”. Toma este vals, toma este vals. Y deja que el vals te tome a ti.
Como ya no dispongo ni de recibos
de honorarios para que un medio pueda pagar mis colaboraciones, ni de paciencia
para andar haciendo antesalas en oficinas de personas que por lo habitual
suponen estarte haciendo un favor, he decidido que esta nueva etapa la
compartiré a través de La gambeta
infinita, un blog que abrí hace ya tiempo y al que desde entonces vengo
maltratando con mis abandonos y desatenciones.
¿Por qué este editorial? ¿Por qué
este texto? ¿Por qué no ponerme a escribir y ya, semana tras semana? No lo sé.
Tal vez porque siempre asumí mis columnas (El
largo adiós, Página Blanca, Cable a tierra, El vuelo de Apolodoro) como un
juego compartido, cuyas móviles y sencillas reglas exigían ser enunciadas. Reconviene
Hugo Hiriart en algún lado: “no estás hablando solo; no platicas para lucirte,
sino para comunicarte con otro”. Y a mí su voz que no conozco me reitera esa
frase sobre el oído cada vez que me siento a escribir. Sé atento, se cortés, sé
humilde, sé generoso. Una atención, pues, para con la silueta a la vez incontestable
y difusa del potencial lector al otro lado de la mesa. Aun cuando sienta que
las razones y los modos se me repiten en los labios. Aun cuando, al igual que
el primer día (hace quince o veinticinco años, hace dos valses, siete rondas y diez
lacrimógenos boleros) me asalte la tentación de borrarlo todo y empezar otra
vez desde la primera letra. Empezar acaso de modo más sencillo, más conciso,
más probado. Apelando, por ejemplo, a los versos iniciales de mi primer libro
de poemas: “Esta botella perdida en altamar / no es una llamada de auxilio. /
Es una invitación al naufragio”.