I
Orillado a las márgenes del más previsible
guiñol por la reiteración periódica (ya menos fidelidad ritual que mera inercia
condicionada), el Don Juan Tenorio de
José Zorrilla mira cómo, al menos en nuestro país, la distancia entre sus
parodias cómicas y sus versiones "serias" tiende prácticamente a
desaparecer.
Si el espacio que distingue
tradición vital de costumbre refleja, está hecho todo de valor y de sentido, a
estas alturas, vista la penuria estética de la inmensa mayoría de las puestas
en escena perpetradas bajo su referencia tutelar (sin otro aliento que el
señuelo de éxitos cuantificables garantizados), podemos decir que el Tenorio se
sostiene en exclusiva por la incondicional generosidad que su sola evocación
sigue generando en el público. Una y otra vez, el respetable estará dispuesto
no sólo a abarrotar las gradas, sino a ovacionar de pie y sin concesiones
cuanta humana presencia se coloque en proscenio tras la caída del telón, lo
mismo en la versión paródica del año (ante los cómicos de siempre y las vedetes
en turno) que en la enésima reposición del texto original (ante puestas que
imitarán fielmente, con mayor o menor voluntad, con mayor o menor fortuna, con
mayor o menor despilfarro de recursos, el muy particular estilo de los viejos
programas televisivos de Enrique Alonso).
Por lo demás, esto no es nuevo.
Cerca ya de la muerte, movido quizá a partes iguales por un exceso de celo
crítico (que lo llevaba a magnificar ciertos yerros literarios del original) y
por el resentimiento financiero (un contrato prematuro le impidió obtener
beneficio alguno por las ediciones y representaciones de su obra), Zorrilla se
jactaba amargamente de dar, con una creación insoportablemente imperfecta,
manutención a todos los teatros, empresarios y compañías de España, para
quienes la temporada anual del Tenorio representaba desde entonces garantía
irrecusable de audiencia y de taquilla.
Mucho tinta ha hecho correr esa
especial fascinación popular generada por las andanzas del peculiar personaje
en España e Hispanoamérica. Bastante tinta más, por supuesto, que la invertida
(al menos en las tierras que le prodigan o prodigaron devoción) para
desentrañar el poco prestigio de que, por contraste, goza el Tenorio en el
resto de Europa dentro del contexto general del mito de Don Juan, uno de los
más señeros para la imaginería literaria de Occidente.
Víctima de su propia popularidad,
el texto de Zorrilla parece cada vez más inhabilitado para tentar a una
sensibilidad escénica tan digna de su vigente pertinencia y de su no
esclarecida hondura, como capacitada para otorgarle el sitio que por mérito
propio debía corresponderle junto a los don juanes de Moliére, Mozart, Hoffman,
Byron o Shaw.
Y es que su universo quizá no sea
ya ni siquiera el del habla hispana. Cabría indagar de cuánto favor gozan hoy
sus representaciones en los países del resto del continente y en la propia
España, y preguntarnos si no estaremos delante de un fenómeno estricta o al
menos prioritariamente mexicano.
(Las resonancias poéticas y
espirituales del Tenorio con ciertos rasgos de la identidad nacional más
convencional —no por ello menos auténtica— son evidentes. Sus fechorías caben
íntegras en la lógica del calavera que
Pedro Infante quintaesenciara como mitad dual de su propio mito en un largo
rosario de películas. Pedro "el malo", tan incorregible como
irresistible, cábula, seductor, entrón y sólo redimible a través de la pasión
amorosa; el complemento necesario para la integridad a toda prueba encarnada en
el extremo opuesto del espectro por Pepe el Toro y sus derivados.)
Si en nuestras manos reposa el
futuro de Don Juan Tenorio, sus
expectativas difícilmente podrían enfrentar mayor adversidad. Arrebatado por la
iniciativa comercial, el hábito institucional y la (en muchos sentidos loable)
curiosidad amateur, a los creadores capaces, no de revitalizarlo, sino de
advertir y potenciar su vitalidad intacta, no les produce atracción alguna.
Poco interesará tan poco a una compañía o a un director serios, como acometer
una puesta en escena del Tenorio.
Los resultados de este desdén se
hallan a la vista.
Y, no obstante, el texto continúa
atesorando tanto las honduras poéticas inherentes al mito de Don Juan, como las
ramificaciones y connotaciones específicas con que Zorrilla lo enriqueció al
pasarlo por el tamiz del duende ibérico. Hay cosas de Don Juan que sólo el
Tenorio ha sido capaz de decir.
Ese tesoro permanece intacto en
sus musicales octosílabos, en la modesta gloria y la cómica vileza de sus
personajes, en la mucha carnalidad y el escaso platonismo de su historia de
amor, en su privilegiada síntesis de la escindida identidad española y su
prefiguración del destino que la acechaba al traspasar el umbral del siglo XX,
en sus múltiples y en ocasiones penosamente flagrantes desprolijidades,
absurdos, incoherencias y chabacanerías. La verdad poética a menudo brota como
imprevisible confluencia de empeños y de azares, poco o nada circunscritos a la
corrección formal.
El Tenorio, sin ser una maravilla
literaria, es un prodigio poético.
Un prodigio poético amparado en
la estructura de una corrida de toros. De la gestación solar a la resolución
lunar. En él laten, a su manera, las mismas arrebatadas certidumbres (no
certezas) que antes habían latido en Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya, y
que más tarde latirían en Machado, Lorca, Picasso y Falla.
Será fruto de ello la generosidad
incondicional de su público. A veces el espectador, aun cuando para hacerlo
deba superar la barrera interpuesta por toda suerte de lamentables mediaciones
(direcciones caóticas, reminicencias zarzueleras, actuaciones insufribles,
autocomplacencia absoluta), si se le pone delante una materia propicia, es
capaz de acometer los hallazgos más fecundos. No importa que luego no sea capaz
de explicarlos. Lo importante es que viven en él.
II
En principio, el planteamiento base del
Tenorio parecería menos que propicio a controversias y equívocos, toda vez que
las declaraciones del propio Zorrilla siempre compartieron y reforzaron la
superficial interpretación general de que la obra fue objeto desde sus primeras
representaciones; los múltiples reparos que hasta su muerte prodigó contra
ella, iban más bien orientados hacia sus flagrantes desaliños estilísticos (en el
uso del lenguaje y el trazo de caracteres), así como a sus muchas
inconsistencias escénicas (defectos de tiempo, lugar y acción). Que fuera
interpretada como una suerte de fábula sobre la redención del libertinaje
sacrílego por obra y gracia de la castidad y la pureza, no mereció hasta donde
sabemos objeciones de su parte; por el contrario, a tal punto era suya la misma
idea, que estaba convencido de que toda posibilidad de gloria futura para el
drama se debería a la invención de una doña Inés cristiana, en contraste con
las heroínas paganas de otros don juanes.
No obstante, en la creación artística (y acaso
no solamente en ella) la última verdad poética de la obra, única capaz de
otorgarle medida justa, escapa con frecuencia a las intenciones de su creador,
sin importar cuán elevado o ruin pueda resultar el aliento que las anima, de la
política a la moral, de la adhesión ideológica a los intereses comerciales e
institucionales, de la complicidad gremial a la animadversión intelectual.
La lectura oficializada, prácticamente
unánime, que el Tenorio ha debido padecer, y que lo circunscribe de manera
íntegra a los códigos y valoraciones no digamos de la fe cristiana, sino de un
catecismo de primera comunión, es a todas luces insuficiente para explicar la vigencia
de la fascinación poética que por encima de sus múltiples y confesos defectos
continúa ejerciendo.
Contra lo que se cree, el Tenorio, aun cuando
toma como andamiaje referencial las más previsibles convenciones del
catolicismo ibérico, no les queda circunscrito.
Es de suponer que esta fallida convicción haya
dado origen a la hoy tradicional entonación guiñolesca de sus puestas en
escena. A estas alturas, la asociación automática de entonación y obra en la
conciencia del espectador, espesa un velo que impide discernir cuál pudiera
ser, en términos estéticos, el
verdadero planteamiento original, invisible incluso para su artífice.
Lo verdadero, en términos estéticos, no puede
extraerse sino de la propia obra.
Tomemos como punto de partida (sin perder de
vista que el Don Juan Tenorio en su
conjunto ha pasado a convertirse ya en un enorme lugar común) el mayor de sus
lugares comunes: el diálogo de amor entre don Juan y doña Inés durante el
cuarto acto. Hasta el hartazgo repetida con afectación declamatoria
("...en esta apartada orilla / más pura la luna brilla..."), la
escena remite de inmediato a la imagen de una piadosa e inmaculada novicia
mirando al cielo, y de un postrado galán en trance de platónica redención. Sin
embargo, basta desprenderse del reflejo condicionado y retomar las palabras de
Zorrilla como si nunca las hubiésemos oído, para advertir, sin necesidad de
suspicacia sino apenas de sentido común, que si algo no hay en ese diálogo es
platonismo o castidad. En él, aún sin alcanzar el hondo lirismo arrebatado de
Lorca, está nítidamente prefigurada la sensualidad trágica de Bodas de Sangre y de sus propios amantes
prófugos.
"Tu presencia me enajena, / tus palabras
me alucinan, / y tus ojos me fascinan / y tu aliento me envenena" profiere
Inés, reconociendo dentro de sí la misma fuerza que anima a don Juan;
reconociéndose en don Juan al ser nombrada por él. Si, valiéndonos de los
términos habituales, concedemos que lo que ahí ocurre es en su caso una caída
("...o arráncame el corazón, / o ámame, porque te adoro"), no cabe
duda de que tal caída es hacia su propio interior; una mirada integral de sí
misma a partir del descubrimiento de las zonas, impulsos y deseos que la vida
conventual había pretendido mantener velados. Ya desde el acto tercero, sus
reacciones ante la lectura de una carta de don Juan no dejan lugar a
confusiones. La pasión que se despierta en ella (esos "sentimientos
dormidos", ese "tan nunca sentido afán", "ese encendido
color que en tu semblante no había"), está más que lejana del
sentimentalismo asexuado y la contención penitente.
"Esa palabra / cambia de modo mi ser, /
que alcanzo que puede hacer / hasta que el Edén se me abra" repone a su
vez don Juan. Tomando en cuenta que el arrebato que late tras "esa
palabra" (es decir, tras la pasión enunciada por Inés en toda la amplitud
de su iluminación carnal), es tan, digámoslo así, poco cristiano, cabría
preguntarse cómo puede abrirle a ésta o a cualquier otra alma
"descarriada" la posibilidad del cristiano cielo.
Siguiendo la lógica de capilla que ha usurpado la lectura del Tenorio,
podría argüirse que, al advertir la dimensión del sacrilegio que está por
cometer profanando con sus artes amatorias un espíritu tan puro, don Juan
retrocede aterrado, renuncia de golpe a lo que ha sido y encuentra la ruta de
su salvación a través del arrepentimiento.
No es así. Basta leer.
Don Juan no renuncia al impulso
primero que lo llevó a seducir a Inés; por el contrario, es en ese impulso, por
primera vez correspondido con proporcional intensidad y pareja estatura, que
entrevé la posibilidad de salvarse. Lo que se comienza a consumar en esa escena
es, sí, una redención. Mas no una redención de pandereta, cerrado y sacristía.
Tratándose de España, así en la historia como en el arte, toda auténtica redención
se consuma siempre a través de la carne (y de la sangre), no de espaldas a
ella.
Ahora bien: ¿salvarse de qué? ¿salvarse para
quien? ¿Salvarse del satán de pastorela que la inercia de temporadas anuales ha
acabado por perfilar tras las accciones del protagonista? ¿Salvarse para el
dios de la tradición hispana más recalcitrante, el dios que la abadesa de las
Calatravas pondera ante Inés, el del "pedazo de cielo / que por las rejas
se ve"? ¿Es el "dios de don Juan Tenorio" el del arrepentimiento
temeroso y pragmático en el borde mismo de la tumba?
No. No es así. Basta leer.
A través de la pasión como despertar pleno y
total, como mirada absoluta, Don Juan e Inés se salvan del mal dual que los
acecha (el mismo mal que ha acechado desde siempre a España) y que consiste por
un lado en la obstinación irrefrenable y hueca, y por otro en la renuncia
lacerante y estéril.
El dios de don Juan Tenorio es el de la
conciencia unitaria que el amor conquista.
Al cabo, don Juan y doña Inés no se salvan más
que para sí mismos. Es decir, se salvan para nosotros.
III
"¿Conciencia de visionario / que mira en
el hondo acuario / peces vivos, / fugitivos, / que no se pueden pescar, / o esa
maldita faena / de ir arrojando a la arena, / muertos, los peces del mar?"
se pregunta Antonio Machado en uno de sus célebres Cantares más de medio siglo después del estreno de Don Juan Tenorio en 1844. Y sus
cavilaciones son un eco de las certeras intuiciones esenciales que la obra de
Zorrilla iluminara en su momento y hasta nuestros días.
Superada en lo que cabe la
añoranza del oropel perdido (aunque esa obsesión recurrente estuviese
alimentando ya la grotesca caricatura de lo que sería el franquismo); puesta en
el trance de nombrarse más allá del apego religioso y del fasto imperial que
una vez le permitieron cohesionar transitoriamente su múltiple y contradictoria
identidad; colocada desnuda ante sí misma, España advierte durante el siglo
XIX, a través de sus más lúcidas sensibilidades (de Francisco Goya a los poetas
de la generación del 98) la amenaza de dos sombras complementarias y terribles
latiendo en su propia sangre. Esas sombras que animan por separado a don Juan y
a Inés. Esas sombras cuya dicotomía no resuelta quizá sólo España, por su
naturaleza, se atreve a exhibir a descubierto, pero que es posible reconocer en
los fundamentos mismos del malestar de toda la cultura occidental.
Hermano de Fausto, don Juan adquiere el
aparente poder sobre las cosas (el secreto para manipularlas instrumentalmente)
a costa de su alma; es decir, a costa de la pérdida absoluta de sentido, sin
más valor que la cuantificación mecánica de conquistas mediante las cuales le
está vedado reconocerse.
No puede reconocerse quien ha renunciado a
ser.
Por su parte, Inés adquiere el aparente poder
sobre sí misma a costa de renunciar al mundo. Enunciada por la abadesa de su
convento, la atroz virtud que se le propone ("la virtud de no saber")
consiste, no digamos en la aceptación de su humana ignorancia ante las
inescrutables honduras fundamentales del ser, sino en la adopción voluntaria de
la ingenuidad y la estupidez, en la dudosa paz de quien cierra los ojos, aparta
la vista y se entierra en vida.
No puede ser quien ha renunciado a reconocerse como parte del mundo.
¿Qué camino tomar entre la conciencia
abstraída y el afán obstinado? ¿Qué ruta elegir entre la mera luna (esa luna
hispana, tan propicia para la fantasmagoría y el delirio) y el puro sol (ese
lacerante sol hispano que reseca la tierra y marchita los campos)? ¿Doña Inés o
don Juan?
En su Tenorio, Zorrilla no se limita a
confrontar a estos dos personajes (estos dos impulsos, estos dos principios),
ni procede a anticipar con ese simplismo conciliador, característico de nuestra
época, la solución no conquistada de un analgésico término medio. En un juego
de móviles simetrías, perfilará ante nosotros los caracteres en su estado
"puro", las variantes posibles de su mutua influencia (junto con los
nuevos equívocos que de ello pueden derivarse) y la ardua y laberíntica
constitución redentora de un sentido de vida que le restituye el valor de lo
real a los actos y el entendimiento.
Su primera parte está regida por el sol y por
don Juan. La propia Inés, una Inés que en la pasión se desborda y reconoce,
aparece como una suerte de luna solar, y la voluntad que desencadena la acción
es siempre la del personaje masculino, exceptuando el breve y decisivo lapso
durante el cual Inés refrena su ímpetu para nombrarlo ("Tal vez Satán puso en vos / su vista
fascinadora, / su palabra seductora / y el amor que negó a Dios"). No será
suficiente la repentina autoconciencia de esa voluntad en acción para consumar
la Obra. Será obligadamente en la acción que esa voluntad deberá redimirse. Al
final de la primera parte, pretendiendo ante don Gonzalo y don Luis el amparo
de una palabra cuyo valor él mismo se encargó de destruir, entrevisto apenas el
umbral del paraíso del sentido, don Juan se confronta ante la evidencia de que
deberá andar un largo trecho todavía antes de hallar su sitio en el mundo y en
sí mismo. Mata y huye, dejando detrás suyo una mujer, como tantas veces hasta
ese momento. La diferencia es que, por primera ocasión, huye en compañía de
aquello de lo cual no puede huirse: su propia conciencia, revelada por la
pasión de Inés. Él, para quien nombrar lo conquistado representaba la condena
de un inventario infinito, sólo entrevé la posibilidad de la salvación al ser
nombrado; es decir, al entreverse.
La segunda parte está regida por la luna y por
Inés. En vano, y sin mucho afán, se empeña don Juan delante de sus viejos
conocidos en simular que sigue siendo el mismo. Vuelve enlunecido,
fantasmagórico y fúnebre. En las antípodas de Hamlet, para quien locura,
melancolía y diálogo con los muertos son en todo momento simulación,
representación y cálculo (la loca real es Ofelia), don Juan Tenorio, aunque
produzca en cuantos asisten a su retorno efectos acaso similares, ni simula, ni
representa, ni calcula. Es un sonámbulo, tan verdecido de luna como la
protagonista del más célebre romance lorquiano (¿y no habrá sido precisamente
Inés aquella niña amarga que, esperando, soñaba "el barco sobre la mar y
el caballo en la montaña"?). Puede argüirse que durante todo este tiempo,
su carácter se ha mantenido invariable, que desafía al escultor de los
sepulcros con la misma insolencia de siempre, que pese a las manifestaciones
ultraterrenas que lo acechan no deja de irse con los amigos a relatar sus
hazañas. Pero incluso las hazañas relatadas han sufrido una radical
transformación. En la primera parte, don Juan viajaba a su aire, sin rendir
cuentas ni someterse a la autoridad de nadie; no tenía casa, ni la necesitaba;
ahora, no sólo la tiente, sino que vuelve al amparo del emperador, por los
favores dispensados. Ha tomado lugar en un mundo que ya no se restringe a la
medida de su obstinación individual. Y, sin embargo, eso no basta; pues el
hecho de quedar circunscrita a un referente institucional, por sí mismo no
otorga sentido a una acción que continúa siendo vacía, despojada incluso de la
simpatía libertina que antaño conseguía generar. El doble filo de las bromas se
ha vuelto áspero, abstraído, incierto. Imposibilitado tanto para recobrar su
talante originario, como para alcanzar la plenitud que fugazmente la pasión
amorosa le permitió adivinar, don Juan afecta un profundo desprecio por la
vida, que paradójicamente no hace sino agudizar en él un terror supersticioso
ante la muerte.
Por lo que a Inés respecta, se ha transformado
en aquello que, tras los muros del convento, sin don Juan, estaba condenada a
ser: una muerta. Una muerta que no puede morir. La tensión entre estas dos
negaciones a la vez dispares y complementarias, quintaesencia de los terrores
históricos más recurrentes del pueblo y la nación hispanos, dota a la segunda
parte del Tenorio de una enrarecida gravidez.
La salvación de Inés no depende de la de don
Juan porque haya caído en la tentación del pecado, y el dios católico le haya
impuesto desde su sitial la penitencia de devolverlo al camino del bien, así
sea mediante una declaración de arrepentimiento y fe proferida por conveniencia
ya con un pie en el sepulcro. Si su destino es salvarse juntos o condenarse
juntos, se debe a que la visión del cielo de la conciencia les fue revelada
precisamente cuando a través del otro fueron capaces de romper el círculo cerrado
de sus particulares inercias egocéntricas (la acción ciega, la conciencia
ciega).
Si el dios de don Juan Tenorio es el dios de
la conciencia unitaria recobrada, el hecho de que la alcance al pie de la
sepultura, no significa más que la demarcación del margen dentro del cual esa
conquista (la única conquista verdadera) puede alcanzarse.
Desde tal perspectiva, no existe sino una
moraleja capaz de serle atribuida legítimamente a la obra: el límite del
sentido sólo es posible trazarlo en el espacio de la vida.