Cada atisbo de frase que acude a tu
cabeza cuando quieres ponerte a hablar del mar sabe a banalidad, a reiteración
estúpida, a saturadísimo lugar común. Y sin embargo el mar, con esa indiferente
capacidad de seducción que lo caracteriza, impone más allá de toda resistencia
posible que uno se suelte a palabrear sin remedio, recurriendo a los más
diversos acentos: desde la salmodia hasta la vociferación, desde la xilofónica
cantinela infantil hasta el marmóreo arrebato épico.
Resulta llamativo que algo o Alguien
tan recurrentemente asimilado al silencio (sea por física desmesura, metafísica
impenetrabilidad o cósmico desborde) estimule de inmediato, incontenible, a la
enternecedora y patosa perorata humana. Y no, no considero que sea menester
presentar disculpas por el hecho de que entre los orfebres de dicha perorata se
hallen un Lautréamont, un Perse o un Homero. Porque lejos estoy de empuñar la
caracterización empleada con intenciones denigratorias o con pereza nihilista. Mediante el término “perorata” me permito en
primerísimo lugar honrar nuestro más privilegiado margen de dignidad y de
belleza, desde la complicidad jubilosa de quien se distingue apenas uno entre
los miles de millones alguna vez apabullados por el mar. Si patosos peroramos es porque, comparadas con la elocuencia indescifrable y monumental de cualquier
espectáculo marino, nuestras palabras no pueden sino antojarse balbuceos;
incluso aunque se trate de las palabras más elocuentes y monumentales que la
voz humana haya sido capaz de proferir (la cólera de Aquiles canta, diosa, /
sobre el fondo del mar color de vino).
El renovado turista que asume haber
comprendido ya el ritmo y el plazo de las olas para sortearlas sin vergonzosos
revolcones (siempre cerca de la playa, por más avezado nadador que se considere y por más intrusiones al mar abierto
de que se jacte) acaba tarde o temprano zarandeado patas arriba, con la boca
colmada de espuma. Del mismo modo, cada afán literario de homenaje, indagación
o vilipendio, debe rendirse ante la evidencia de que nada ni nadie cuenta,
interroga o maldice al mar con la hermosura sagrada que él por sí solo
despliega hasta en el más humilde de sus embates. Ese embate, por ejemplo, que
ahora mismo, mientras la claridad de la tarde da en extinguirse ya sin camino
de vuelta ante mis ojos, alboroza allá abajo a los últimos bañistas del día.
Sus voces llegan hasta mí tal si se tratara antes bien de gaviotas, albatros, o
acaso inclusive difusos ecos provocados por el propio oleaje.
El mar nos mesura e iguala pues a todos
dentro de la tribu humana, por vía de democrático apabullamiento. Buena parte de
nosotros somos extranjeros de tierra adentro, que por época, condición y
destino sólo aspiramos al contacto con su divina inmensidad durante mansas
excepciones de recreo; visitantes ocasionales que, aun sublevándonos airados al
calificativo de turistas, no podemos sino asumirnos circunscritos a éste
durante nuestras breves escalas playeras. Abundan quienes suponen con imbécil
petulancia que las tarjetas de crédito otorgan derecho de propiedad sobre los
paisajes y sus artífices, sean estos naturales o humanos; pero si conservamos
mínimo sentido de la decencia y del ridículo, resulta inevitable que
experimentemos una sensación liliputiense cada vez que, frente al eterno
alzarse y romperse de las olas, se nos vienen a la cabeza los capitanes de
Conrad, los piratas de Salgari y de Stevenson, los marineros de Melville.
Sobrepongámonos no obstante a ese balde de agua
fría bañando nuestro amor propio. Una serena meditación a propósito de aquellos heroicos,
limítrofes y ejemplares destinos, basta para reparar en que los seres de
tormenta, ensueño y altamar que los acometieron se hallan infinitamente más cerca de nosotros que del
corazón del enigma marítimo; enigma a través suyo asediado de maneras tan
prodigiosas e inolvidables, como a final de cuentas infructuosas. Al término de
cada una de tales travesías, la cifra del misterio oceánico prevalece igual de intocada e insondable que al principio, sea que nuestros ojos madurados y
(ellos sí) ya jamás iguales, abracen la imbatible distancia redescubierta con
risueño júbilo, con serena aceptación o con horrorizado estupor.
Y por su parte el mar no consagra a la
tripulación —pongamos por ejemplo del Pecquod en Moby Dick— aspavientos ni furias mayores a las que cada niño,
incauto y temeroso ante su primera experiencia marina, siente abatirse sobre
sí; los pies todavía firmemente apoyados en la arena, y el nivel del agua a una
altura que si consiguiera erguirse no alcanzaría a mediarle el pecho. Pero el
caso está justo en que de pronto ese niño no logra erguirse, por mucho que lo
intente. Un estruendo de infinito le embota hasta la sordera los oídos, y una
memoria de honduras cuyo insuficiente símil más a mano es el vientre materno le
acompaña la súbita sospecha de que no podrá salir, la irracional urgencia de
recobrar a bocanadas el extraviado hilo del aire.
El niño regresa trastabillando, sin que
el cristalino reverberar de la ola ya rota que viene, ni la espumeante resaca que
va, consiga elevarse más allá de sus tobillos. Los adultos ríen desde la más
pasiva de las serenidades, y el resto de los niños, si no es que partícipes a
pie juntillas de su mismo drama, le dedican burlonas puyas que por alguna
extraña razón resultan indoloras.
Lo cierto es que a su manera, como en
semilla, él trae ya entre los dedos y bajo la lengua la misma inquietud y la
misma sabiduría del único sobreviviente del Pecquod; ese que, no bien abierta
la primera página del libro, te sale abrupto al paso para solicitar “llámame
Ismael”. Y tú no requieres explicación en ninguno de ambos casos para entender
a quién tienes delante: a uno que viene de atisbar el reflejo del rostro de
Dios… y que regresó para contártelo.
(para
Milo, amor de mi sangre abierta)