Elegir, elegir, elegir. Enhebrados
en la cadena de las decisiones como un eslabón más. Ya indiscernible e
indiferente lo que es deliberación preliminar, acción ejecutora, balance final.
Condenados a la elección, condenados a la decisión: nuestra prenda de
privilegio, nuestra inexcusable sentencia.
Nos hemos habituado a la
resignada y algo comodina lamentación por todo aquello que queda fuera del
alcance de nuestra mano, por el cada vez más restringido margen de maniobra
para el albedrío; por los cada vez más refinados y sutiles mecanismos de todo
género implementados para hacernos sentir que decidimos, justo ahí donde se nos
ha cancelado toda opción (por mínima que sea) de decidir. Sin embargo, los
márgenes de la elección dentro de las específicas condiciones de posibilidad de
cada cual se mantienen tan intactos y tan fatales como el día en que Héctor
consultó el oráculo para enterarse de que Troya irremediablemente caería, a
despecho de sus esfuerzos, los de su gente, e incluso los de sus dioses
protectores (aquellas figuras del panteón olímpico alineadas por diversas
afinidades al lado de Afrodita y de Paris). Héctor pudo hacer el intento de
escapar, sumirse en la desesperación o en el tedio nihilista, abismarse en la
duda de qué sentido tenía seguir peleando frente a tamaña certidumbre de
derrota; pero eligió quedarse a combatir.
Creo que fueron los existencialistas quienes con mayor
minucia, a menudo casi morbosa, demoraron su meditación en el implacable
reducto de que la elección dispone, así sea frente a las circunstancias más
opresivas y adversas. Es natural. La historia les había concedido el incómodo
honor de ser los primeros en meditar formas de coerción tan peculiarmente
depuradas como democráticamente compartidas por las diversas modalidades de
autoritarismo vigentes, formando parte de una sociedad de masas que apenas se
estrenaba a nivel planetario en tanto tal. Por un lado, surgían recursos de
vigilancia, control, manipulación y represión inéditos; por otro, la progresiva
consolidación de los mass media
posibilitaba —no sin infinitos obstáculos y disimulos que sortear— la visibilización
de métodos, prácticas e instrumentos añejos, pero otrora sólo detectables para
sus directos ejecutores y víctimas.
Cada vez que me siento tentado
a maldecir las dificultades que afronto desde mi trabajo de escritor, así sea
para procurarme una subsistencia material mínimamente digna, o para hallar
canales de comunicación efectiva entre lo que escribo y el potencial público lector;
cada vez que, como a casi cualquiera consagrado a este tipo de lides, me da por
considerar que el destino es por demás injusto, que no dispongo de los
espacios, tiempos y medios para escribir como quisiera, lo que quisiera y
cuando quisiera, ni para ser leído cuanto y donde quisiera; cada vez que, como
todo aquel condenado a padecer el inexcusable tributo de egolatría consustancial
al oficio literario, me da por perfilarme ante el espejo como el más
infortunado de los hombres, el más incomprendido de los talentos, el más
acotado de los destinos; cada una de estas veces, apelo a la eficaz disciplina
de recordar al uruguayo Mauricio Rosencof. Y un golpe de decencia, mesura y
elemental sentido del ridículo viene de inmediato a conjurarme toda
melodramática histeria, y me lleva de vuelta a mi eterna pila de libros por
leer, a mi libreta en turno por terminar de colmar con bichitos de tinta; al
teclado y la pantalla de la computadora donde procedo siempre a escribir lo que
quiero, como quiero y cuando quiero, dentro del espacio y el tiempo reales de
aquello que soy y de aquello que habito; no desde la banal ensoñación de quién
sabe cuáles idealizadas fábulas.
Conocí a Mauricio Rosencof hace
muchísimos años. (Abisma darte cuenta de que se llega el día donde los plazos
de vida admiten ya medirse en décadas). Resulta no obstante excesivo aseverar
que lo conocí. Más exacto resultaría decir que tuve oportunidad de conocerlo, y
que desperdicié la oportunidad. Pero tampoco quiero encarnizarme con las
elecciones de uno de aquellos tantos que alguna vez fui; una de las estrategias
predilectas del ego del escritor consiste justo en la autoflagelación y el
autovilipendio. A mediados de los años noventa tuve oportunidad de conocer a Mauricio Rosencof, y elegí no
conocerlo. La vida en aquel momento me invitaba, como invita al bañista el agua
del río apenas se hunde hasta la cintura en él, hacia otras direcciones. De
modo que al terminar la charla y lectura que Mauricio Rosencof ofreciera en el
entonces flamante foro La Mueca de Morelia, en vez de sumarme a la cena y
conversación que vino después para departir en términos más íntimos con él, me
marché; la verdad es que no recuerdo ya con quiénes ni a qué.
Eliges, decides, optas. Y
aunque cada una de las veces has de hacerte, quieras o no, responsable de ello,
no tiene mayor sentido demorarse en lamentaciones. Nunca llegué pues a
conversar en sentido estricto con Mauricio Rosencof, pese a que hubiera tenido
buena oportunidad para hacerlo. Y sin embargo determinadas palabras de Mauricio
Rosencof, pronunciadas aquella noche de la que me separa ya más de una vida, perduran en mí con la misma transparencia que si las hubiera
escuchado hace sólo un minuto; no las palabras propiamente dichas, sino su eco,
su elocuencia callada, su misterio secreto.
Mauricio Rosencof, además de
escritor, había sido militante tupamaro. Preso político durante más de una
década bajo la dictadura militar uruguaya de los años setenta, vivió su
encarcelamiento en condiciones que no resulta ampuloso ni retórico calificar de
espeluznantes; confinado en una celda insalubre, de estrechísimas dimensiones y
sin ventanas, consiguió obtener cada tanto, de los mismos hombres que lo
custodiaban y trasladaban a la sala de torturas, cigarrillos y un repuesto de
bolígrafo, a cambio de componerles acrósticos para sus novias y madres. Mauricio
Rosencof se habituó entonces a vaciar el tabaco de los cigarrillos, y a
escribir poemas en el pequeño papel con que cada uno de ellos venía liado, para
luego disimularlos en las costuras de la ropa que le permitían enviar a lavar
de vez en vez con su familia.
Pienso en Mauricio Rosencof. Y
un sabor a dignidad, a vergüenza y a fraterna ternura me inunda de inmediato la
boca. Porque ese hombre empecinándose en escribir justo ahí donde nadie se
atrevería a reprocharle que hubiera dejado de hacerlo, que desde semejante
empecinamiento y semejante esmero reivindicaba para sí —y acaso para todos
nosotros— el esencial sentido de humanidad que sus captores pretendían
arrebatarle, me hace dimensionar en su justa medida las responsabilidades
implícitas en mi propia voluntad de escritura, las prerrogativas puntualizadas
dibujo y forma tanto por el espacio como por el tiempo desde los cuales
escribo. Un tiempo y un espacio que no pude elegir, como no puede elegirlos
nadie, pero que delimitan el perímetro dentro del cual quedo obligado a
elegirme, a elegir lo que quiero escribir, a ser elegido por lo que debo
escribir, a entre la condición y el deseo trazarme escritura como legítima
realidad posible.
Sólo quien se haya planteado
verosímil hipótesis la efectiva opción de hacerse escritor podrá entender el
empecinamiento de Mauricio Rosencof por escribir donde, al pie de la letra, no
existía ninguna posibilidad para hacerlo. Pero sólo quien al final de las
invisibles cuentas en verdad lo sea podrá comprender e identificar, como espejo
de la suya propia, esa aplicada disciplina ejercida para que aquellos poemas
escritos en papel de cigarro hayan llegado hasta la página impresa, dando forma
a un libro de sonetos que se titula La
Margarita.
De ninguna manera pretendería
que lo hasta aquí dicho fuera interpretado en los ramplones términos al uso,
según los cuales siempre se puede estar peor y hay por ello que agradecer y
proteger con neurótica usura lo poco o lo mucho que se tiene (lo poco o lo
mucho que se cree que se tiene). O en los de esa insostenible certeza, tan
hondamente arraigada sin embargo, de que al final te va a ir muy bien si eres
bueno y te va a ir muy mal si no, de que la suerte les sonreirá con un giro a
favor de última instancia a todos los virtuosos y con un aleccionador giro en
contra de última instancia a todos los malvados. Pensar, por ejemplo, las obras
de Mauricio Rosencof publicadas por Alfaguara como el predestinado corolario
que sus esfuerzos ya anticipaban (y quién sabe si desde el principio buscaban):
el remate obligado y lógico para la vida y la obra de uno que nunca renunció a
la condición de triunfador.
Debíamos habernos hartado ya de
esa imbécil inercia empecinada en resumirnos lo real como un vertical y
monótono vaivén entre triunfadores y perdedores. Ponerse a debatir si Héctor,
Aquiles, Odiseo, Eneas, Rosencof, García Lorca o Camus son ganadores o
perdedores, constituye desde mi punto de vista no sólo la más árida de las
charadas, sino sobre todo una asaz desatenta falta de respeto. Su entereza para
asumirse elección en medio de una circunstancialidad que no eligieron, nos
confronta con territorios que bajo ningún concepto corresponden a la dicotomía
victoria-derrota: nos remiten al correspondiente plazo de nuestro respectivo,
inexcusable albedrío. Todo aquello que hemos elegido, todo aquello en lo que
nos hemos elegido.
Hasta rehusarse a elegir ha
sido siempre una forma de elección. “Hoy la casualidad debe terminar” dice
Marion hacia el final de El cielo sobre Berlín, esa obra maestra de Wim
Wenders grotescamente frivolizada por Hollywood en su insípido remake Un
ángel enamorado. No es que aquella inolvidable funámbula de circo suburbial
considere viable, concebible o deseable conjurar los vientos del azar, con la
complacencia de quienes predican que la convicción voluntariosa todo lo puede
(just do it); es que comprende hasta qué punto solemos consentirnos elegir con
los ojos cerrados, excusándonos de toda responsabilidad respecto de nuestros
propios actos.
Hoy la casualidad debe
terminar, no más allá de mi decisión, sino en el acto mismo de mi decisión. No
puedo continuar decidiendo como si diera igual, como si no importara, como si
no fuera conmigo. No puedo seguir delegando el contenido de lo que sólo a mí me
es dado significar con mi elección, en manos del irresponsable presupuesto
optimista de que todo va a terminar bien o del irresponsable presupuesto
pesimista de que todo va a terminar mal. No sé cómo vaya a terminar: nadie
tiene ni ha tenido jamás manera de saberlo. Pero puedo preguntarme cómo querría
que terminara, y responderme cuánto puedo y cuánto estoy dispuesto a acometer
desde el reducto de mis condiciones y posibilidades para procurar encaminar en
aquella dirección el trecho de agua de río que pasa junto a mí.
No puedo garantizar que aquello
que amo me ame, pero puedo garantizar la elección soberana de mi amor, o el
soberano acatamiento de la irremediable fatalidad de mi amor. No puedo
garantizar que alguien reciba, acepte y lea algún día el mensaje guardado en mi
botella, y lanzado a las corrientes de altamar. Pero puedo escribir el mensaje,
tapar la boca de la botella con el cuidado necesario para que el agua no vaya a
filtrarse y correr la tinta, y arrojar con toda la fuerza de mi brazo la
botella al agua. Y estrechar enteros, mientras la contemplo alejándose entre
las olas y entre las demás botellas, todo mi desolado derecho a la incertidumbre
y la duda, todo mi irredento (y trabajado a pulso) derecho a la esperanza.
Imagen: Peter Falk en la cinta de Wim Wenders
El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987),
más conocida como "Las alas del deseo".