Dice mi madre que siendo muy
pequeño, antes incluso de poder hablar, me entusiasmaba sobremanera apenas los
acordes de la 1812 de Tchaikovski alcanzaban en el tocadiscos sus instancias
culminantes. Puede que sí, aunque siendo honestos —a pesar de mi anómala
retentiva para recuerdos de tempranas épocas— no consigo evocar ningún rastro
que corresponda a la estampa. Por lo demás, después de aquello, la referida
obertura tchaikovskiana siempre ha tendido a provocarme más bien indiferencia.
Recuerdo en cambio, con enorme
nitidez, los fundacionales cosquilleos que otros territorios musicales me
proveyeron durante épocas apenas posteriores a esa, digamos hacia los cuatro
años. Serrat rematando su musicalización de Llanto de las virtudes y coplas
por la muerte de don Guido de Antonio Machado, con algo que para mis oídos
quedaba entre el reclamo y la admiración jubilosa (“¡tan formal! / el caballero
andaluz”); Óscar Chávez entonando La Ixhuateca, esa inspirada pieza
donde los fúnebres acentos de la voz que la Catrina le dio hallan uno de sus
más plenos y propicios marcos (“yo andaba buscando la muerte / cuando me
encontré contigo”). Se trata de prendas para mí tan entrañables como
perdurables, a las que puedo rescatar intactas, sin que su sabor o su perfume
hayan envejecido en lo más mínimo, cada vez que vuelvo a escuchar una y otra
canción.
Pero no quiero referirme en
esta oportunidad ni a Serrat ni a Óscar Chávez. Tampoco a aquel álbum de
estampas que ilustraba las canciones de Cri Cri, y delante del cual mi madre, a
veces a capela y a veces con el respaldo de Gabilondo Soler y su orquesta
brotando de la bocina, arrulló durante alguna temporada mis ensueños previos a
la hora de dormir.
De lo que quiero hablar es de
mi descubrimiento del rock. No el descubrimiento informativo y referencial,
sino el otro. El que comparto con decenas de millones de personas, sea que lo
hayan experimentado hace apenas unos minutos o hacia comienzos de la década de
1950. En cada caso con una anécdota distinta de por medio; en cada caso con un
tema personalmente inolvidable como detonante y puntal; con cada caso
ensanchando al infinito una atestada lista de nombres (bandas, álbumes,
vocalistas, guitarristas, estribillos, bateristas, solos, coros). Pero
consignando siempre el mismo telúrico estremecimiento en las vísceras y en
todas las terminales nerviosas; el mismo relámpago de intraducible lucidez que
a la vez abraza, abrasa y hiere; el mismo eléctrico escalofrío que te lo explica todo
sin necesidad (ni posibilidad) de explicar nada.
Aquellos discos de Joan Manuel
Serrat (Dedicado a Antonio Machado, poeta) y de Óscar Chávez (La
Llorona) pertenecían a mi padrino, quien fue el indisputable héroe de carne
y hueso de mi infancia. Luego tuvimos en casa los nuestros propios de uno y
otro cantautor, pero durante aquella temprana etapa a la que estoy refiriéndome
era necesario, para oírlos, que los tuviéramos en transitorio préstamo o que
hubiéramos ido a visitarlo él.
Mi padrino fue en su juventud
uno de esos curiosos especímenes solitarios, que de manera por completo
autodidacta, ecléctica y personal, se proveen una formación cultural
confeccionada mediante la mixtura de variopintas materias primas: suplementos y
revistas culturales al lado de manuales de inglés y de electrónica; la
bibliografía básica de Rius al lado de textos de astronomía y programas de
divulgación científica; lo mejor de la literatura mexicana del siglo XX y de
los clásicos de la ciencia ficción al lado de pilas de historietas; manuales de
ajedrez al lado de una cantimplora y un radio de onda corta; extenuantes paseos
por la megalópolis infinita al lado de recurrentes excursiones en el monte;
cálida cercanía y permanente presencia al lado de silencios insondables y
prolongadas ausencias.
De acuerdo con mi madre, la
colección de discos que su hermano reunió durante la primera mitad de los años
setenta llegó a ser más que nutrida. Y aunque Serrat y Óscar Chávez figuraban
en ella con suficiencia, autonomía y derecho propio, no dejaban de resultar
ante todo elementos complementarios. Pues la mayor parte de los ejemplares que
integraron aquella colección —después perdida de modo irreparable— eran discos
de rock. Exageraría sin embargo al aseverar que todos o siquiera la mayoría de
mis primeros atisbos rocanroleros se los adeudo a él. La radio, tal consigna la
accidentada historia del género en México, había declarado inexistente
prácticamente toda producción vernácula, pero en cambio no había mayor problema
para tropezarte en algún punto del cuadrante con Rolling Stones, Doors o
Credence. Sé que a mi padrino y a su colección les adeudo, sin lugar a dudas,
mi temprana lealtad hacia Cream y hacia John Mayall; pero les adeudo sobre todo
mi relámpago primigenio dentro de esa específica parcela del universo musical:
les adeudo The House of the Rising Sun.
Llegamos pues a la parte
complicada del presente texto. La parte donde yo procuro asediar con
explicaciones algo que dada su misma condición resulta inexplicable.
Sería inútil que tratara de
fechar, siquiera aproximativamente, la primera oportunidad en que escuché cómo
Erick Burdon escupía “there is a house in New Orleans...”. Pero sé bien que ese
día preciso, extraviado entre la ventolera de los calendarios, antes incluso de
que la inolvidable voz de Burdon comenzara a escupir (ladrar, arrullar, aullar,
orar o lo que sea que está haciendo), ya el arpegio introductorio de la
guitarra de Hilton Valentine me había erizado la nuca, tensando una desconocida
urdimbre de cables entre mi estómago, mis omóplatos y mi bajo vientre.
Mencioné antes que Llanto y
coplas y La Ixhuateca han prevalecido a lo largo de mi vida como
prendas a la vez amadas y perennes, susceptibles de remontar íntegro —sin
ningún género de obstáculos, y al menor pase de prestidigitación— el río de los
años transcurridos, para recobrar así todas sus originarias potestades. The
House of the Rising Sun pertenece a ese mismo exacto linaje, pero al propio
tiempo se trata de algo por completo distinto. Si tuviera que emplear una
metáfora aproximativa, diría que tanto a La Ixhuateca como a Llanto y
coplas cabe referirlas y representarlas bajo la modalidad de una tibia y
acogedora caricia, donde hasta la mordedura de la nostalgia lastimaría no digo
yo que de forma menos punzante, pero sí con una suerte de retraído
ensimismamiento; The House of the Rising Sun, por el contrario, se
parece más bien a un saludable duchazo de agua fría.
Bajo ninguna circunstancia me
permitiría aseverar que esa fulminante descarga de absoluto, que a mí me fue
revelada por el mítico tema de The Animals hacia los cuatro años, le
corresponda al rock como excluyente feudo o como coto privado. Pero sí
considero que, durante las últimas siete décadas, quien con mayor
transparencia, honestidad y amplitud ha permitido a significativa parte de la
humanidad acceder (o asomarse siquiera) hacia ella, ha sido sin duda el rock.
Admito que semejante planteamiento lleva implícitos toda suerte de claroscuros
y contradicciones, pero ello no me parece suficiente para considerarlo erróneo.
Y difícilmente cabría tratar de ser aquí más claro con las explicaciones, a
riesgo de banalizar hasta términos de esquema y moraleja lo que en buena medida
nació como indómita oposición a todo esquematismo y toda moralina. Hasta hoy,
no he encontrado mejor tentativa de definición para el multiforme, potente, generoso
e inaprehensible espíritu rocanrolero, que aquellas palabras de Pete Townshend
utilizadas por Charly García como epígrafe para su primer álbum solista (Yendo
de la cama al living):
Si
grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que
no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero
no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll.
Tampoco pretendería
caracterizarme de manera cómicamente improbable como rockero. O siquiera
sugerir que mi primera formación musical haya gozado de algún espectacular
privilegio respecto a lo que correspondió al mexicano urbano promedio dentro de
mi generación. La dotación de discos en el núcleo familiar durante mi infancia
incluyó lo mismo a Antonio Vivaldi que a Richard Clayderman, a los Beatles con Help
que a José José con La nave del olvido, a Rocío Durcal interpretando a
Juan Gabriel que a Mercedes Sosa interpretando a Atahualpa Yupanqui, a Village
People que a Los Hermanos Rincón. Y mi repertorio evocativo conserva como parte
irremediable suya una vergonzante cantidad de letras y melodías compuestas (o
plagiadas) por José María Napoleón, así como quién sabe qué regusto a lusitana
saudade asociado con los temas de Los ángeles negros y Los pasteles
verdes que solían escucharse durante las fiestas barriales.
Pero hay memorias que no sólo
nos eligen, sino en las cuales nos elegimos. Es a este último género de
memorias a la que pertenecen en mi caso La Ixhuateca, Llanto y coplas
y The House of the Rising Sun; con, como ya decía, un peculiar y
significativo matiz en el caso de esta última. Bastaba distinguir sus primeros
acordes en el tocadiscos o en la radio, para sentir que el torrente de una
invertida catarata daba en treparme por la columna vertebral. Y no había manera
de que supiera yo que para entonces, a poco más de una década de su
lanzamiento, se había convertido ya en un clásico. Durante años, mi única
información añadida a la que me proporcionaban el áspero timbre de la voz de Burdon,
la batería, las guitarras, y en especial ese órgano en una suerte de
concéntrico y crispado crescendo, era que el primer vinilo en que la había
escuchado pertenecía a mi padrino.
Incluso pasó muchísimo tiempo
antes de enterarme qué era lo que decía la letra. Debió ser hacia mis veinte
años o algo así. Nunca aprendí inglés, el supermercado de la información
quedaba entonces bastante más allá de un link y un click, y la verdad es que
jamás me había hecho falta saber el significado de aquellas palabras
vociferadas por Burdon, aun cuando al verlas por fin traducidas procediera a
maldecirme por haber sido capaz de tan dilatadamente habitar esa canción, o
dejarme habitar por ella, prescindiendo del entendimiento de su texto (a partir
de ahí por supuesto imprescindible). En todo caso, podría decir que la
traducción literaria ahondó significativamente, pero jamás modificó en esencia,
lo que el tema venía diciéndome desde tres lustros atrás.
No hará falta aclarar que no
soy ningún erudito ni teórico de rock. Ni se me ocurriría pasar por tal. Sólo
me gustaría confiar en que un guiño de complicidad consiga devolver los ojos de
cada potencial lector hacia el tema o los temas de su íntima predilección, que
hayan desempeñado dentro de su respectiva biografía (musical y no) el papel que
en la mía desempeñó esta casa de sol naciente: esta casa en que nace el sol. Y
que comprendieran a qué me refiero cuando, más acá de toda boba intención
autoritaria o grandilocuente, me consiento afirmar que la historia entera del
rock —y de todo lo demás— cabe en aquella pausa dilatada grito por Erick Burdon
hacia el final de The House of the Rising Sun, cuando aúlla: “Well, I
got one foot on the platform. / The other foot on the train”.
Hacia los cuatro años, aun
cuando no pudiera (ni necesitara) discernirlo o enunciarlo, entendí que de eso
se trataba. Que de eso se trataría ya para siempre.
Con uno de los pies en el andén
/ y el otro pie en el tren.
Imagen: Eric Burdon, John Mayall, Jimy Hendrix, Steve Winwood y Carl Wayne, en Suiza, durante mayo de 1968 (ahí nomás). Fotógrafo no identificado.