“La
letra con sangre entra” reza cierta máxima popular, hoy en franco descrédito
mediático pese a su sorprendente (y soterrada) vigencia práctica. No es mi
intención debatir sobre los equívocos que siguen enlazando entre nosotros
enseñanza escolarizada e inquisición medieval, hoy de manera acaso menos
espectacular pero infinitamente más implacable. Mi inquietud tiene forma de
pregunta.
Un
concéntrico minuto nocturno ronda los entretelones de mi capacidad evocativa,
sin hallarse circunscrito a ningún período biográfico específico; se trata de
un minuto capaz de ceñir a las prendas de su nomenclatura, férreo y sutil,
cualquier edad contada a partir de los seis años (edad que, como a tantos
otros, me inició en la decodificación de los arcanos del alfabeto).
Cabe
situarlo en las últimas horas de ayer, cuando ceñido ya por el reposo del
cuerpo amado, se confabularon para prodigarme monocordes sobresaltos el libro
que entre los dedos se me torcía y los lentes que nariz abajo se me deslizaban,
obligándome de último a abandonarlos juntos sobre el buró. Cabe situarlo en una
remota velada de la época en que cursaba tercer año de primaria, y durante la
cual los juegos vespertinos, tan faltos de escrúpulo como olvidados de la
intransigencia de la autoridad paterna en asuntos semejantes, prefirieron
diferir el cumplimiento del deber escolar.
Sé
que se trata de un minuto, porque bien en el solícito compás de mi pulso, bien
en la pared de enfrente, bien sobre el buró, bien en mi muñeca, asisto siempre
que de su invocación se trata al cansino desplazarse de un segundero que no
termina de completar la órbita, que avanza sin cesar y no obstante parece,
quizá por ello mismo, aquejado de cósmica quietud.
Ese
minuto me abre delante una página que es siempre distinta y es siempre la
misma, y que he de leer de inmediato, por obligación, por empecinamiento, por
disciplina, por ansia, por sentido de responsabilidad, por curiosidad llana.
Sólo que una implacable somnolencia abate mis párpados y una infranqueable
línea escrita se difumina grano a grano ante mis ojos, como si el universo
empezara a descomponerse en sus más elementales corpúsculos. No los átomos,
sino las letras.
En
algunas versiones de este minuto idéntico, mi frente se abate contra el libro
desplegado sobre la mesa. En otras, es el libro el que se abate contra mi
pecho. En todas, mis afanes por discernir lo que estoy leyendo, lo que acabo de
leer, resultan inútiles. Vuelvo al inicio de una frase sobre la cual he
demorado cansinamente la vista, pero que no ha dejado impresión alguna en mi
interior. De modo oscuro sé que esa incapacidad de hollarme nada tiene que ver
con solidez conceptual, poética hondura o retórica urdimbre. La barrera
infranqueable que esa frase me opone es independiente de su significado. O más
bien debiera decir que pertenece y me devuelve, por obra de la fatiga, a cierta
significación incomprensible que toda frase atesora por el sólo hecho de serlo.
A partir suyo, la totalidad íntegra de cuanto hasta ese momento he leído se ve
transmutada informe masa sensitiva, extraviado esbozo de materia primordial.
Cada previa articulación del pensamiento parece descoyuntarse en mí, desde mí,
a través mío.
La
somnolencia no me permite continuar leyendo. Trato de hacerlo, conservar unidad
la idea en su transcurrir de un signo a otro, mas la dispersión nos vence. A la
idea y a mí. Sólo queda el signo inescrutable, sucediéndose con progresiva
autonomía en los ires y venires que la mirada traza sobre el mismo sendero.
Leer es, como mínimo, enhebrar palabras. Y yo apenas si estoy mirando letras.
De
modo que vuelvo a no saber leer. Reintegradas a la condición de partículas
independientes, sin cohesión posible, las letras retroceden hacia su sonoridad
más básica, y al punto ya no son sino la misteriosa elocuencia visual de los
primeros días, cuando conservaban cerrado el umbral de la abstracción y se
ofrecían mero dibujo, sugerente enlace de perímetros con los que cabía
establecer filias y fobias según propendieran los sentidos a ciertas figuras
concretas. Sólo de cuando en cuando logra abrirse paso entre el oleaje del
sopor una mínima correspondencia entre articulación y figura, entre sonido y
forma, volviendo la F un remanso de voluptuosas sugerencias afelpadas, la O un
abismo constelado de ecos, la Z fascinación atávica por la serpiente cuando
silba. La mayor parte del tiempo, E resulta apenas el perfil de un hombre que
sonríe malicioso, R un paso de dama levemente bailarín, M un ave en cuclillas,
J un calcetín colgado.
Sólo
que ese pensamiento que la somnolencia transfigura, más allá de caricaturescas
licencias, sabe de modo secreto, como lo sabía mi pensamiento iletrado antes de
los seis años, que tales trazos pertenecen a un plano de realidad distinto,
irreductible a la representación visual. Nadie podrá arrojarse jamás desde el
pretil de la H y será en vano organizar expediciones para echarle el guante a
una X sorprendida en flagrante exhibición de corporeidad manifiesta.
Aun
cuando sea posible enternecerse imaginando desfiles de vocales, y hasta
aprovechar la puesta en escena como pretexto de memorización, habitar un
sentido configurado por letras, exige asumirlo totalidad abstracta. Más allá,
ser capaz de configurar un sentido inédito a partir de las letras, implica
entrever los vínculos secretos que enlazan, distinguen y ensanchan el horizonte
de lo enunciado y lo enunciable. De ahí que el hecho de que una sociedad haya
sido alfabetizada, por sí mismo nada revele sobre su capacidad efectiva para
nombrar y nombrarse.
Quien
no sabe leer, reconoce, a menudo con mayor transparencia que quien sabe
hacerlo, la absoluta potestad que a las letras les confiere sobre este mundo el
hecho de no pertenecer a este mundo. La administración y la ingeniería
aplicadas al pensamiento, por el contrario, reducen el misterio del nombre, y
con él la sustancia de sus componentes más elementales, a simple herramienta,
sin valor propio.
Cada
vez que el sueño viene fugazmente a devolverme la ignorancia originaria de
quien tiene todo por ser dicho, instalándome en el mismo concéntrico minuto,
ante la misma línea incomprensible, a la atmósfera general de desatino viene a
sobreponerse en algún punto (quizá en el centro donde sus extravíos se
ensimisman) un tenue vórtice. Sé que se trata de un segundo porque la manecilla
o su ausencia lo signan con un solo gesto de reverente parsimonia, análoga a la
del latido. En él, la letra no es en exclusiva una figura plena de plásticas sugerencias,
ni la representación visual de un sonido específico, ni la unidad básica a
partir de la cual se articula testimonio el pensamiento. Lo es todo a la vez.
Fugazmente sostenido en equilibrio sobre el filo que distingue y enlaza
vigilia, sueño y deseo, la lectura, lejos de otorgarme la comprensión de lo
escrito o el discernimiento cabal del camino que ha debido recorrer cada letra
antes de ir a agruparse ante mis ojos, me otorga algo infinitamente más
poderoso: la intuición simultánea de ambas cosas. Jugueteando con los abstrusos
vínculos entre sonoridad y signo, así como con las sugerencias materiales de
que tales vínculos provienen, sé sin embargo que lo que estoy tratando de leer
dice algo que puede ser leído. Aunque yo por ahora no disponga de capacidad
para leerlo. Nuestro entendimiento no agota la verdad, aunque la funde.
Vuelvo
a la popular máxima del inicio, para concederle absoluta razón: La letra entra
con sangre. Sí, pero con la sangre que fluye del corazón al sueño.
Imagen: Buster Keaton en el cortometraje "The Love Nest" (1923), dirigido por él mismo