Suele insistirse en el hecho de
que, tratándose de su emblemático detective Lew Archer, y apenas consolidar una
identidad propia como escritor, capaz de ponerlo a salvo de su entusiasta
admiración por Raymond Chandler, Ross Macdonald en realidad no escribió sino
una única novela. O, mejor dicho, se consagró a reelaborar diversamente una única
trama, donde varían los personajes, las circunstancias, las locaciones y las
peripecias tanto investigativas como criminales, pero donde a final de cuentas
lo que tenemos es siempre el mismo obsesivo esquema base: un héroe con más
traza de psicoterapeuta que de investigador privado, sumergiéndose de modo colateral
y progresivo en las miserias ocultas de un adinerado clan familiar, y un
escabroso enigma cuyo origen hay que rastrear un par de generaciones atrás.
Quienes no aprecian a Ross
Macdonald suelen sentirse estafados, considerando por demás tediosa esa
recurrencia cíclica. Quienes amamos a Ross Macdonald, no cesaremos jamás de
celebrar la inigualable capacidad del maestro para ahondar y renovar
inagotablemente, durante más de dos décadas, su sistemático leitmotiv.
Si en 1949, con la primera
entrega de la saga (El blanco móvil),
Lew Archer salta a escena como devota
calca de Phillip Marlowe, para 1976, con El
martillo azul (última de las dieciocho novelas que protagoniza), se despide
poseedor de un carácter y un estilo tan singular como inconfundible. Más
reflexivo, sosegado, melancólico e intimista. Sin esos deslices de ingenio y
comicidad que su predecesor chandleriano convirtiera en sello distintivo.
En sus mejores ejemplos (entre
los cuales siempre he sentido especial predilección por El otro lado del dólar de 1965) la producción de Ross Macdonald se
me antoja tremendamente próxima al cine de Ingmar Bergman. La atormentada
psique de la sociedad burguesa contemporánea, desbordándose por los quicios de
las más respetables fachadas con una fuerza que a menudo pareciera prolongarse
—adquiriendo proporciones catastróficas— hasta al propio paisaje, como en el
incendio forestal de El hombre enterrado (1971)
o en el derrame petrolero de La bella
durmiente (1973).
Pero un factor decisivo en
estas novelas, sobre el cual me parece no se ha insistido lo bastante, es la
voluntad de comprensión inter-generacional a que el escritor y su detective se
consagran. Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con los años 60’s.
Dudo que Philip Marlowe hubiera podido lidiar con las revueltas juveniles, la
liberación sexual, la cultura del rock, los movimientos de estudiantes, la
reivindicación razonada del uso de las drogas, el new age y los mass media
de la tercera revolución industrial. Demasiado modelo antiguo, demasiado viejo,
y ya demasiado cascarrabias para interesarse en tamaña catarata de novedades.
Se desilusionará quien ingrese
a las novelas de Ross Macdonald buscando reivindicaciones contraculturales,
entusiasmos psicodélicos o pronunciamientos pro-revolucionarios. Lew Archer es
tan modelo antiguo como Marlowe. Pero, a diferencia suya, se encuentra en plena
disposición y condiciones para manifestar en todo momento una honda solidaridad
hacia esos jóvenes que no comprende, y para consagrar significativa parte de su
tiempo, sus pensamientos y sus esfuerzos a tratar de entenderlos… aunque acaso
termine por nunca conseguirlo. En medio de las telúricas patologías sociales y
psicológicas que presiden los casos que investiga, suele haber siempre una
muchacha, un muchacho o una juvenil pareja a la que hay que poner a salvo de
las venenosas oleadas de su propio pasado familiar e histórico.
Esas muchachas y muchachos
acaso puedan parecer a estas alturas lo menos sesentero del mundo. Pero
expresan la honesta voluntad de Macdonald, así como de significativa parte de
su generación, por sostener la lucidez y la generosidad no sólo ante sus
propios hijos, sino sobre todo ante un mundo que se les escapaba de las manos.
Para que los vientos sesenteros
propiamente dichos pasaran a apropiarse del enfoque narrativo, el sentido ético
y los escenarios californianos correspondientes a Archer y Marlowe, haría falta
la llegada de Roger L. Simon y su detective Moses Wine.