Héctor Aguilar Camín no es una
figura pública que me agrade. Su servil cercanía de décadas con el poder
político neoliberal, vuelve por completo legítimas todas las desconfianzas de
que se ha hecho merecedor junto a la franja de comentaristas e intelectuales a
que pertenece.
Nada de lo cual desdice el
hecho de que sea autor de una de las más magistrales piezas literarias de temática
criminal que se han escrito en este país. Morir
en el Golfo (1986) constituye, por derecho propio, una de nuestras mejores
novelas históricas, una de nuestras mejores novelas políticas, una de nuestras
mejores novelas a secas. Y para mí, por encima de todo, una de nuestras mejores
novelas policiacas.
Estos
días, donde la virtual quiebra de PEMEX —así como el mediático proceso judicial
emprendido contra su ominoso ex director Emilio Lozoya— acapara significativo
interés dentro de la agenda pública nacional, resultan ideales para darse una
vuelta por sus páginas, conocer a sus magistrales y emblemáticos personajes; y seguir
paso por paso, en sostenido crescendo, su logradísima trama, plena de intrigas,
crímenes, pasiones y pertinentes frescos históricos..
Claro que desde el México y la
industria petrolera que la novela retrata, hasta el escenario de grotesca
devastación a que hoy nos asomamos, median ya muchas décadas; así como las
sucesivas etapas de un poder político primero tecnócrata, y al cabo francamente
empresarial. Pero Aguilar Camín nos ofrece, desde una privilegiada perspectiva,
justo el contexto originario donde tales etapas hubieron de asentar sus raíces.
Estamos entre los últimos meses
del sexenio de Luis Echeverría y los primeros años del sexenio de José López
Portillo. Es decir, cuando el Estado de la Revolución Mexicana, ya asumida la
fecha de caducidad que el movimiento estudiantil de 1968 le hubiera oportunamente
revelado, se apresta para experimentar un giro radical con el arribo de la
tecnocracia a los sitios claves de la administración pública.
Dentro de ese contexto, la
lucha de quienes siguen aferrándose al antiguo modelo (los viejos usos y
costumbres de lo que en su momento Mario Vargas Llosa atinó lúcidamente a
denominar como “la dictadura perfecta”) queda emblematizada por el
enfrentamiento entre dos personajes específicos: un ambicioso político local
veracruzano, y un omnipotente cacique petrolero. El eje narrativo y la médula pasional
que gobiernan la novela, están dados a su vez por el columnista estrella de un
importante diario de la capital, y por su amor imposible: una hermosa mujer de
armas tomar, que fue su compañera en los idealistas años universitarios y que
terminó casada con el político ambicioso.
A partir de tales coordenadas,
Aguilar Camín nos asoma con implacable vértigo a los íntimos mecanismos de
funcionamiento del poder, pero sobre todo a los complejos equilibrios establecidos
por la Revolución institucionalizada entre cálculo político, servicios de
inteligencia interior, ejercicio periodístico y administración gubernamental
del monopolio de la violencia.
Al momento de su publicación,
parecía importante (parecía lo más importante)
apresurarse a puntualizar nombres: explicando que el cacique petrolero era La Quina, que el columnista estrella era
Manuel Buendía, y que la mano que mueve los hilos tras bambalinas era el
Secretario de Gobernación Fernando Gutiérrez Barrios. Hoy, cuando el mexicano
promedio ha olvidado ya por completo dichos nombres, cuando la
circunstancialidad inmediata y la memoria ciudadana de corto plazo los han visto
sucesivamente reemplazados tantas veces en los titulares, Morir en el Golfo sigue gozando de tan buena salud como el primer
día. A diferencia de lo que sucedió con La
guerra de Galio (la siguiente novela de Aguilar Camín, publicada en 1991),
no ha envejecido en lo más mínimo. Y es que sus méritos esenciales no
correspondieron nunca al oportunismo con que procediera a ventilar determinados
sensacionalismos coyunturalmente candentes, sino antes bien a aquella potestad
que Carlos Fuentes gustó siempre reivindicar prioritaria para el género
novelístico: imaginar el pasado, recordar el futuro.