Acaban de cumplirse cien años
del nacimiento de Ray Bradbury. Efeméride que según mi juicio debía haber
ameritado las mayores alharacas, las mayores campanas al vuelo, el más lujoso
estallido de fuegos artificiales sobre el firmamento virtual.
Nada menos que el centenario de
uno de los narradores más entrañables que el siglo XX puso al alcance de los
lectores; no sólo de aquellos aficionados a la ciencia ficción, sino de cualquier
devoto de la literatura a secas, al margen de etiquetas y divisiones
subgenéricas. Bradbury fue de esos raros especímenes capaces de ganarse el
favor y el cariño del llamado gran público, sin sacrificar a cambio ni un ápice
de hondura. Si la afrenta de que no le dieran el Nobel a Úrsula K. Le Guin
puedo hasta cierto punto comprenderla (no disculparla), en razón del perfil algo
marginal de esa suprema sacerdotisa taoísta para la fantasía y la anticipación,
la de nunca habérselo concedido a Bradbury sigue sublevándome casi tanto como
la de que jamás lo recibiera Italo Calvino.
Sólo Crónicas marcianas y Farenheit
451 bastarían para asegurarle a Bradbury sitio perdurable en nuestros
ensueños, nuestras preguntas, nuestros azoros, nuestras soledades, nuestras
solidaridades, nuestras pesadillas y nuestro amor por los libros. Qué no decir
cuando dimensionamos lo mucho más que Bradbury es.
En La muerte es un asunto solitario (1986) disfrutamos su —hasta donde sé— única incursión
de madurez dentro del género negro. A través de tres centenares de páginas, el
maestro homenajea por un lado a la cuarteta estelar de la novela policial dura
más canónica: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain y Ross
Macdonald; a ellos corresponde una de las tres dedicatorias de la novela.
Pero además, se trata de un
conmovedor ajuste de cuentas con sus propios años de formación como narrador,
cuando para ganarse unos dólares probaba suerte enviando relatos a diversas pulp fiction de temática criminal, aún
vigentes durante los años cuarenta; y por esa vía, dirige un solidario guiño a
las mocedades formativas de todo aspirante a escritor. Desde el arrebato
escritural que te lleva a pasar la noche en vela en pos del hilo que crees
haber al fin encontrado, hasta la amenaza espectral de la temible página en
blanco, pasando por las zozobras de sentirte alternativamente una nulidad
creativa y un genio incomprendido, o por esa ambigua llaga y acicate que para
el artista en ciernes suele representar un amor ausente. Bradbury dedica una mirada
apenas risueña y enternecida a su propio pasado, así como a cuantos seres
humanos antes y después de él se consintieron abrazar oficio la intuición de
que podían transmutar palabra el universo.
Dentro de un contexto de
sostenida atmósfera chandleriana, Bradbury nos introduce desde el arranque en
su peculiar e inconfundible lirismo, en sus personajes y escenarios, siempre a
la par vívidos y sugerentes: en esa peculiar melancolía suya, que ni ante las
más extremas desolaciones llega a condescender jamás a la desesperanza.
Diversos son los maestros de la
ciencia ficción que entablaron amorosas incursiones en la narrativa policiaca. Unos
de modo esporádico o tangencial. Otros con diversas modalidades de asiduidad. No
constituye ningún secreto la devoción de Isaac Asimov por la intriga
detectivesca, en la cual incursionó más de una vez. Frederick Brown puede ser
reclamado a partes iguales por la ciencia ficción y el policial (su obra más
célebre en este último género es sin duda La
noche a través del espejo, de 1950). Philip K. Dick suele dar la impresión
de que su ejercicio de la ciencia ficción mantuviera el rabillo del ojo mirando
todo el tiempo en dirección a la narrativa negra más aguerrida y virulenta en
términos sociales. Aunque los catálogos registren a la excepcional Carrera de ratas (1959) como la única novela
policiaca escrita por Alfred Bester, en sentido estricto también su obra
maestra El hombre demolido (1952) lo
es.
Sin tratarse en modo alguno de
un clásico del género negro, ni acaso de uno de los libros esenciales de su
autor, La muerte es un asunto solitario
sí que constituye una bella pieza de narrativa criminal, así como un dignísimo
ejemplo de los muchos méritos gracias a los cuales millones de nosotros amamos
a Ray Bradbury como lo amamos.
Bien vale la pena darse una
vuelta por sus páginas para celebrar el centenario del Maestro.