domingo, 22 de noviembre de 2020

El vacío y el libro.

Veces hay que la voz se resigna sumisa al balbuceo.

Puede entonces perorar con abundancia, simular que bifurca tejido las argumentaciones, y sin embargo ella entiende perfectamente que no está sino balbuceando, emitiendo infantiles onomatopeyas para no aceptar llana y lisa que se ha quedado sin nada que decir; quizá sólo de momento, pero quizá también para siempre.

¿Dónde la soberanía? ¿En el silencio? ¿En la página que acepta permanecer en blanco, sea por vía de la obsesa y remilgosa depuración, sea por anticipada fatiga ante la presunción de fracaso? ¿O antes bien en la vociferación tenaz, en la obcecación por no callarnos e imponerle a nuestra garganta las palabras como torrente, esperanzados porque llegado determinado momento el agua así desatada se transparente por sí sola sentido y ruta? ¿O mejor aún, equidistantes de ambos extremos en la precaria medida que tal equilibrio resulta concebible, oscilando febriles entre la pecaminosa vociferación y el virtuoso mutismo?

El aprendiz de escritor que paga su primer peaje de negligencia y abulia, gusta ilusionarse pensando que es ya escribir el tumulto de borradores que se atropellan en su cabeza. Y va feliz de interlocutor en interlocutor, cual moscardón de clavel en clavel, relatando las apasionantes tramas y los ingeniosos diseños de textos que nunca llegarán a existir. Se ilusiona imaginando que sólo le falta lo más sencillo; que, a fuerza de rumiar a solas y compartir en cuanta tertulia sea menester sus intuiciones, estas se volverán en algún momento tan claras que bastará con sentarse a plasmarlas por escrito como quien toma un dictado. Ignorante feliz o infeliz de que en literatura lo que no es letra no existe, muchas veces abortará la vocación ensimismado en sus hipótesis, contemplando cómo el implacable transcurrir del tiempo transforma “los textos que uno de estos días escribiré” en “los textos que un día pude escribir”; y se consolará o justificará responsabilizando a terceros (la vida, los padres, el matrimonio, los hijos, las envidias, la mala suerte y las malas compañías, los funcionarios y los consagrados que no apoyaron su evidente talento) por el hecho de que aquella idea de novela tan potencialmente exitosa, o aquel conjunto de poemas cuya inminencia tanto entusiasmó en su oportunidad a los amigos, no llegaran al final de las cuentas a ser nada. Si se ha dejado contaminar por la vileza, incluso denostará con acritud a quienes, buenas o malas, sí consiguieron transmutar materiales páginas sus respectivos atisbos, aseverando categórico que en caso de que él se hubiera decidido sus textos habrían sido infinitamente superiores.

Por el contrario, todo aquel que ha conseguido pergeñar renglón escrito determinada intuición, sabe cuán poco se parece la efectiva letra a aquello que durante el instante previo suponíamos tener en la cabeza. Y no es cosa de buenos o malos escritores, de aprendices o expertos, de advenedizos o reincidentes. Se trata de una regla de juego consustancial a cuantos deciden incursionar en el oficio, sea con mayor o menor perdurabilidad, sea con mayor o menor fortuna. Lo decible es siempre apenas un tenue arañazo aproximativo a lo indecible. Como remata Efraín Bartolomé uno de sus poemas más hermosos:

 

Y uno se queda solo / con su dolor     sus dudas     y el orgullo sangrando // Pero tampoco es esto lo que quería decir // Era tan claro.[1]

 

Tal vez la escritura sólo devenga vocación cuando cada cual se vuelve capaz de armonizar, en demandante ejercicio de lucidez y disciplina, la sostenida distancia que para siempre prevalecerá entre aquello que intuye debería decir, y cuanto efectivamente termina por decir. Armonizarlas, o antes bien sostenerlas dinámica tensión con todas las descompresiones e inestabilidades que ello implica.

¿Será que el pecado de Juan Rulfo, si es que tal nos consentimos llamarlo, consistió no tanto en la magnitud de aquello que medio ultraterrenamente fue capaz de nombrar, sino en su lúcida advertencia de cuánto se habían aproximado esos trabajos y esos días que nosotros llamamos El llano en llamas y Pedro Páramo a la improbable fusión definitiva entre atisbo y enunciamiento? Decir en voz alta el nombre secreto de Dios equivale a ser fulminado en el instante mismo de estarlo enunciando.

¿Pero qué pasa por ejemplo con Mario Vargas Llosa? Más allá de los inocultables y sucesivos envilecimientos acumulados por su itinerario público, doy por sentado que le acompaña a manera de fatal condena una íntima inteligencia de absoluto, sólo propicia a sincerársele durante los momentos de extrema soledad. Esa íntima inteligencia de absoluto que preside, por ejemplo, Conversación en La Catedral. ¿En qué momento se había jodido el Perú? ¿En qué momento se había jodido la esperanza americana? ¿En qué momento se había jodido el otrora legítimo derecho adolescente a la utopía? ¿En qué momento se había jodido su generación? ¿En qué momento se había jodido cada uno de nosotros? ¿En qué momento se había jodido Vargas Llosa? ¿De verdad puede alguien asomarse a todo aquello a lo que rimbaudianamente es menester asomarse para escribir una novela como Conversación en La Catedral, y luego olvidar? No digo olvidarte de que la escribiste, sino de cuanto esa travesía de escritura te permitió entrever.

Quizá la clave de este caso particular, y de otros tantos dentro de su nutridísimo género, se halle también en Arthur Rimbaud: de niño solar a oscuro mercader, de privilegiado demiurgo de la Alta Fantasía a ensimismado peón del colonialismo comercial. A veces Vargas Llosa se me figura un equivalente de ese Arthur tardío, que ya asentado en Abisinia despreciaba sin cortapisas las andanzas, los hallazgos y las obras del poeta que había sido; pero en su caso, a diferencia de Rimbaud (quien jamás negoció la radical impermeabilidad entre los dos términos de su enigma), lo suficientemente inescrupuloso como para usufructuar ese pasado en beneficio de los intereses de aquello en que había pasado a convertirse.

Caso próximo al de Vargas Llosa, aunque diverso en sus matices, me parece el de Carlos Fuentes, viviendo largas décadas en sostenida, claustrofóbica referencia a aquellos libros que jamás podría volver a escribir. Aunque volverlos a escribir carecía en el fondo de cualquier importancia. Los únicos interesados en que Fuentes volviera a escribir con distinto título Aura, La región más transparente o La muerte de Artemio Cruz, fueron siempre los usufructuarios de los réditos garantizados por su asimilación a la maquinaria de la industria cultural y editorial; indiferentes a cuanto aquellas obras pudieran estar inagotablemente develando, y más bien ilusionados con la multiplicación de los beneficios que otras equivalentes a ellas consiguieran propiciarles.

Creo que los más devotos y atentos lectores de la obra de Fuentes: es decir, aquellos que no se dejaron marear nunca por los cíclicos superlativos publicitarios que cada nueva entrega suya inevitablemente propiciaba (“el regreso del autor a todo lo que el viento parecía haberse llevado” y banalidades por el estilo); es decir, aquellos que no prestaban atención ni a los departamentos de marketing, ni a los funcionarios de Conaculta, ni a los articulistas a sueldo, ni a los suplementos culturales contratados para proclamar con carnavalescos acentos que el cielo había vuelto a llover oro cada vez que Fuentes publicaba un nuevo libro; es decir, quienes reconocen poseer habitación propia perdurable en alguno o en todos los relatos de Los días enmascarados; esos lectores, digo, estaban prestos a alborozarse cada vez que cierto pasaje de una nueva novela, o la penetrante digresión de un ensayo, se amagaban eco legítimo de los perfumes aquellos; y dichos lectores se condolían también con sincero bochorno cada vez que Fuentes incurría en el penoso desliz de insinuar con sus declaraciones o con sus silencios, para beneficio de la marca registrada en que había aceptado convertirse, el infundio de que ahora sí había escrito lanuevaura, lanuevarregionmastransparente, lanuevamuertedeartemiocruz.

Ninguno de esos lectores exigió jamás que Carlos Fuentes volviera a escribir Aura, o algo que se le pareciera. Pero se sentían autorizados a aguardar que Carlos Fuentes pudiera volver un día a situarse ante el mundo, ante el país, ante ellos y ante sí mismo, con idéntica disposición de mirada respecto de aquella que a su turno posibilitó que Aura  fuera escrita. Y el hecho de que, una vez obrado el potencial prodigio, el libro obtenido no fuera a resultar equivalente a aquellos otros geniales, se les antojaba por completo anticipable, natural, comprensible: porque múltiples son los factores que intervienen en la irrepetible cristalización de una obra maestra, y significativa parte de ellos escapan tanto a la potestad como al entendimiento del escritor; y eso era algo que en 1969, al publicar Cumpleaños y pasada recién la frontera de los cuarenta, Fuentes parecía todavía saber, sin importar que en 1999, cumplidos los setenta y convertido ya en institución, Los años con Laura Díaz provocara la impresión no sólo de que lo había olvidado por completo, sino de que quizá no lo había sabido nunca.

Me parece fuera de toda discusión que El libro vacío, publicada por Josefina Vicens en 1958, es una obra infinitamente más grande, infinitamente más honda, infinitamente más amplia, universal y perdurable que Los años falsos, la entrega que completa su frugal legado novelístico, y que apareciera de forma sorpresiva en 1982: veinticuatro años después de su predecesora, cuando ya el gremio literario nacional había etiquetado y almacenado a la Vicens como enigmática autora de una única y genial novela. Pero leer o releer primero El libro vacío, y leer o releer enseguida Los años falsos, y hacerlo sin perder de vista el amplio paréntesis de décadas abierto entre ambas obras, es aceptar jugar al alborozado reencuentro con un alma querida; a la que hubieras perdido de vista durante un dilatadísimo plazo de ausencia; quien por tanto hubiera acumulado en el camino numerosas ganancias y pérdidas respecto de lo que tú conociste; pero con la cual puedes retomar la charla experimentando la impresión y ejerciendo la confianza de que no han pasado sino breves minutos. Porque, sin desdoro de las diversas mutaciones experimentadas, queda claro que continuó y continúa todavía, instante tras instante, latido tras latido, mirada tras mirada, plantada ante el mundo, ante ti y ante sí misma, conservando intacta la disposición que en su momento te llevara a amarla incondicionalmente.



[1] [En] Bartolomé, Efraín.  Oficio: arder  (obra poética 1982-1997). UNAM. México, 1999. (“Cuadernos contra el ángel” I, 13).

Imagen: San Pablo escribiendo sus Epístolas (c. 1620). Óleo de Valentin de Boulonge.