El
padre del padre de mi padre pudo ser un negro que bajó del hondo sur
norteamericano hasta nuestro país, huyendo de campos de algodón en los cuales
la esclavitud no tenía fecha de caducidad, o de sus humeantes versiones
urbanas, donde los atavíos del siglo más vertiginoso de la historia le servían
apenas como disimulo. Un negro consciente de que el sueño había terminado,
muchas décadas antes de que Lennon consiguiera ponerle música a la evidencia.
Historia para contarse al compás de un blues.
La
madre de mi madre nació en el corazón de la Huasteca Potosina, arrullada a
partes iguales por el intacto murmullo de la tiniebla natural y ese memorioso
torrente con que ritman venas las raíces profundas. “India bonita” la bautizaría
poco después, con dientes apretados de concupiscente fervor, alguno de los
callejones que enmarcan la capitalina plaza Garibaldi, en el corazón de otras
tinieblas. Historia para iniciarse a ritmo de huapango y rematarse a ritmo de
danzón.
La
madre de mi padre creció oscilando entre prendas de extraviados oropeles
porfirianos y memorias revolucionarias de telegrafista. El día de su boda
apareció con los ojos tristes en la página de sociales de un importante diario
de la capital, y los años se le consumieron ordenando infinitas columnas de
números para comerciantes a los que Dios prohibía trabajar los sábados.
Historia para acompañarla de principio a fin con los compases tristones de
algún vals de Juventino Rosas.
El
padre de mi madre gustaba pasearse por San Juan de Letrán en gabardina, con el
peinado impecable y los zapatos relucientes. Lo mató la bala perdida de un
amigo al que trató de separar en un pleito de banqueta o cantina, hacia aquella
época en que el país transitaba un tenso paréntesis entre las huelgas ferrocarrileras
y el movimiento estudiantil. Historia que puede llevar de fondo lo mismo un
bolero ranchero de Javier Solís, que alguna temprana balada de Los Beatles.
El
padre de la madre de mi padre eligió a su esposa sin conocerla, contemplando su
retrato en la sala de una casa a la que había ido de visita. Al padre de la
madre de mi madre, chico se le hacía el rato para irse a zapatear a escondidas
de su mujer, si en la distancia distinguía acordes de jarana o melodía de
violín. La madre de la madre de mi padre salía a cambiar por verduras las joyas
de la familia, mientras un nuevo contingente revolucionario tomaba plaza
trayendo su propio montón de billetes y desconociendo los de la semana
anterior. La madre del padre de mi madre era señorita y patrona en el rancho
donde su futuro marido, antes de enamorarla y robársela a caballo, trabajaba
como peón. Historias propicias para que Tito Guízar las cantara, Guty Cárdenas
las arrullara, el trío Tariácuri las festejara o Tata Nacho las bendijera.
Señala
Alejandro Jodorowsky que cada individuo ha de honrar materia mítica su pasado
familiar, a fin no sólo de honrarse concreta realidad soberanamente
configurada, sino de hallarse en condiciones para proyectar sentido humano el
horizonte de su personal existencia. Ello, contra lo que de inicio pudiese
parecer en esta edad de escepticismos reflejos y artificiales prodigios, no
exige ninguna suerte de impostación. Todo pasado es mítico, digno por nuestra
parte de la más fiel de las músicas; unas veces a cegadora luz, otras a
asfixiante sombra. Advertirlo exige apenas afinar la mirada, asumiendo que sólo
en el pozo espiral que los que circunda,
hallan razón y rumbo los espejos.
Imagen: Equilibrista (1923) de Paul Klee.