sábado, 5 de marzo de 2022

La hermana, el juglar y el llanto.


El mítico clown Ricardo Bell

Dice Ramón López Velarde en unos de sus más célebres versos:


Fuensanta: / dame todas las lágrimas del mar. / Mis ojos están secos y yo sufro  / unas inmensas ganas de llorar.[1]

 

Al que padece —mientras no le sobrevenga aunque sea el más vago resabio de resignación u olvido— las lágrimas vertidas, por muchas que éstas sean, continúan no sólo antojándosele escasas e insuficientes, sino amagándosele nulas, apenas las contrasta con la expectativa de las que habrá aún de verter antes de asomarse a algo que se parezca al sosiego. El poema de López Velarde no habla tanto de un llanto contenido, como de un llanto insuficiente: un llanto cuya medida de suficiencia apenas admite concebirse en escala marina.

 

Yo no sé si estoy triste por el alma / de mis fieles difuntos / o porque nuestros mustios corazones / nunca estarán sobre la tierra juntos.[2]

 

Dentro del marco del poema, esa especificación de que los mustios corazones no podrán estar nunca juntos sobre la tierra, sugiere de forma tan discreta como inequívoca a las aguas; aguas con que al cabo rematará su último verso, a manera de hipnótica opción. Nunca sobre la tierra, pero acaso sí en el fondo del mar. Es decir, en la definitiva sordera de ese infinito de lágrimas, cuyo misterio y magisterio parecieran obrar bajo entera potestad de la hermana.

Las lágrimas adquieren, por elemental metonimia, las propiedades más convencionales de las aguas, remitiéndolas y ajustándolas a su propio universo referencial. Mancha, sed y ahogamiento, representan magnitudes jerárquicas ante las cuales cada quien ha de cotejar su propio dolor. Hay tristezas que del llanto sólo aguardan la sencilla limpidez que les permita ser lavadas; hay tristezas que lo apuran con la aprehensión de un náufrago que descubre una fuente. La tristeza de quien sin grandilocuencias ni aspavientos reclama para sí un océano de llanto, participa de ambas modalidades, proyectándolas hasta su más extremo límite. La mancha es ya la carne, y por tanto la única forma de lavarla consiste en que las aguas la arrebaten y se la lleven con ellas de modo definitivo; el ahogo de la sed sólo será saciado para aquellos dispuestos a de verdad ahogarse.

Fuensanta presumirá ese don en otra emblemática y culminante pieza del corpus velardeano: El sueño de los guantes negros.

 

Soñé que la ciudad estaba dentro / del más bien muerto de los mares muertos.[3]

 

Asomándose por gracia del sueño a la misma ciudad sumergida que el poeta tabasqueño José Carlos Becerra afrontará enigma de la vigilia cuatro décadas más tarde, Ramón López Velarde se reencuentra con su muerta. No necesita sino sugerir sus descarnados huesos bajo los guantes y su imperio sobre aquel universo submarino, para que ambos elementos se perfilen con plena nitidez.

 

Al sujetarme con tus guantes negros / me atrajiste al océano de tu seno, / y nuestras cuatro manos se reunieron / en medio de tu pecho y de mi pecho, / como si fueran los cuatro cimientos / de la fábrica de los universos.[4]

 

¿Ha vuelto a reintegrarse lo disperso en lo hondo de las aguas? ¿Están otra vez juntos los hermanos en esa ensoñación de fantasmas ahogados? No es esa la impresión que el inconcluso poema produce. Apunta al respecto Octavio Paz:

 

Ha cesado la separación pero la verdadera unión, como lo insinúa la prudencia de los guantes negros, es imposible. El poema, más que la consagración de un amor que se consuma, parece ser el presentimiento de una eterna condenación.[5]

 

En cualquier caso, no es con este presentimiento de una eterna condenación, detectado por Paz, que la travesía espiritual propuesta por el conjunto de la obra de Ramón López Velarde remata. Las ansias por un llanto de cataclísmicas proporciones, que permita reunir ahogados al hermano y la hermana, constituye una etapa indispensable, esencial, pero con claro carácter propiciatorio. De manera elocuente y harto significativa, sin importar cuán azarosa, El sueño de los guantes negros quedará inconcluso. El enigma de sus puntos suspensivos en los huecos de aquellas palabras que el poeta no llegó a precisar —tan inquietantes como las manos ocultas de su ultraterrena protagonista— prevalece a manera de recordatorio y guiño: no nos hallamos ante una definitiva sentencia, sino ante una pregunta inagotable. Pregunta para la cual, en cierto punto, a nadie le parece posible sino una única respuesta; y por eso, cada uno a nuestro turno, con diversos acentos, suplicamos:

 

Hermana: / dame todas las lágrimas del mar...[6]

 

Para situar con plena perspectiva los matices que puede adquirir el llamado del océano y del olvido, útil será recurrir a otro de los representantes estelares del modernismo mexicano, Luis G. Urbina, en su también célebre Balada de la vuelta del juglar, de 1913, así como a las inflexiones que a través suyo atisbara.

 

—Dolor: ¡qué callado vienes! / ¿Serás el mismo que un día / se fue y me dejó en rehenes / un joyel de poesía? / ¿Por qué la queja retienes? / ¿Por qué tu melancolía / no trae ornadas las sienes / de rosas de Alejandría?[7]

 

Las rosas de Alejandría, junto con su prestigio perfumístico y cosmetológico, poseen una dilatada historia dentro de la farmacopea, cuyos orígenes se remontan a regiones legendarias y épocas ancestrales; son conocidas sus cualidades laxantes, y su empleo como ingrediente en ciertos purgantes infantiles; signo pues no de ornato sino de terapéutica fluidez. Lo cual refuerza de nueva cuenta aquí la declaración de que no se llora, aun cuando el poema mismo sea puro incontenido llanto. Otra vez la insuficiencia que se identifica inexistencia. La queja se antoja retenida no porque aún esté por emitirse, sino porque proferirla no acarrea alivio alguno.

Pero además la pena pasa aquí a reclamar íntegra para sí la identidad del pesaroso, multiplicando y retrayendo simultáneamente al protagonista desde la aislada individualidad hasta la dualidad y la triada.

El poeta le habla primero al dolor, y el dolor se materializa afligido juglar con quien el poeta se conduele, para delinear enseguida un acompañamiento que en último término sugerirá la más radical de las soledades. Acaso en todo momento no hemos asistido sino a la ensimismada y excluyente intimidad del poeta consigo mismo. Pero esa soledad nos involucra al convertirnos en testigos, y por tanto somos dos (quien escribió y quien lee) quienes habitamos el poema. Y ambas impresiones resultan por completo compatibles con la opción de que el lector es un tercero, el testigo de una estampa donde otros dos, distintos aunque semejantes a él, se acompañan.

Concentrémonos ahora en la caracterización del personaje central de la estampa. Ese que puede ser, indistintamente, el dolor, el doliente individual o duplicado, así como la suma integral que conjuga y sintetiza todos estos elementos.

 

¿Qué te pasa? ¿Ya no tienes  / romances de yoglería, / trovas de amor y desdenes, / cuentos de milagrería? / Dolor: tan callado vienes / que ya no te conocía…[8]

 

La reiteración del motivo, su obvia geometría y su añeja entronización como lugar común, han sido incapaces de menguar la impresión universalmente renovada de que nada ni nadie encarna la tristeza de modo tan cabal como un payaso genuinamente triste. Señala al respecto Hugo Hiriart:

 

En el payaso pintarrajeado y gesticulante la melancolía alcanza su cumbre. ¿Por qué es melancólico el payaso? De entrada porque si hay algo libre, libérrimo, y ajeno a impostación, eso es la risa. Nadie ríe por mandato o decreto. En el disfraz del payaso hay un elemento de risa obligatoria, por eso fracasa siempre en su intento. Y aparece ahí ese otro sentido, más suave, lateral, el del fracaso estrepitoso y esencial. La delicada poesía del fracaso.[9]

 

 “¿Qué te pasa, ya no tienes romances de yoglería?”; ¿ya no te quedan gracejadas, canciones, mohines, chistes, malabares, juegos de palabras? “Dolor, tan callado vienes que ya no te conocía”; por poco y no te reconozco, aquejado de tamaña parquedad, de tan afligido talante (y sin embargo debo aceptar que en él te hallas quizá en tu patria más natural y más propicia).

 

Y él, nada dijo. Callado, / con el jubón empolvado, / y con gesto fosco y duro, / vino a sentarse a mi lado, / en el rincón más obscuro, / frente al fogón apagado.[10]

 

Tal ya apuntábamos, el poema de Urbina juega a mimetizar y a desdoblar la identidad del doliente protagonista. Ora podemos postular que el juglar se encuentra por completo solo, interpelando su dolor. Ora podemos decir que quien se encuentra solo es el poeta, ataviando con galas de payaso al dolor que creía ausente. Ora podemos considerar que los términos de la estampa que se dibuja son los de esa soledad acompañada, propia de los hermanos de la misma pena: esos a quienes no resta más prerrogativa que la de “acompañarse en el sentimiento”.

 

Y tras lento meditar, / como en éxtasis de olvido, / en aquel mudo penar / nos pusimos a llorar / con un llanto sin ruido...[11]

 

El último verso de la balada no hace sino fortalecer semejantes evocaciones.

 

Afuera, sonaba el mar…[12]

 

En su Antología del modernismo de 1970, José Emilio Pacheco, tomando como base una versión distinta a la aparecida en la edición de Lámparas en agonía de 1914 (la que habitualmente suele reproducirse), reúne dicho verso con el precedente en un dístico blanco:

 

con un llanto sin ruido… / Afuera, sonaba el mar…[13]

 

Además de la nueva frase veladamente sugerida por tal disposición (“con un llanto sin ruido afuera sonaba el mar”), la impresión de silencio que el llanto produce por contraste con el estruendo marino resulta aún más nítida. Los que lloran desearían una magnitud sonora como la que estalla afuera para sus propias lamentaciones.

Sólo el mar otorga cabal expresión a la hondura de la tristeza padecida. Sólo confundidos con la indistinta desmesura de las aguas aspirarán los dolientes a en verdad llorarla.


Luis G. Urbina y Ramón López Velarde



[1] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... De La sangre devota. En Poesías completas y El Minutero…

[2] Ibídem.

[3] López Velarde, Ramón. El sueño de los guantes negros. De El son del corazón. Op. cit.

[4] Ibídem.

[5] Paz, Octavio. Cuadrivio.

[6] López Velarde, Ramón. Hermana, hazme llorar... Op. cit.

[7] Urbina G. Luis. Lámparas en agonía. Librería de la Viuda de Ch. Bouret. México, 1914.

[8] Ibídem.

[9] Hiriart, Hugo. Circo callejero. INAH, Era. México, 2002.

[10] Urbina, Luis G. Op. cit.

[11] Ibídem.

[12] Ibídem.

[13] [En] Pacheco, José Emilio. Antología del modernismo (1884-1921) UNAM, Era. México, 1999. 3era edición.