Dashiell Hammett es reconocido
universalmente como el más definitivo disruptor dentro de la literatura
policiaca, en oposición al modelo clásico a la inglesa. Es decir aquella en la que, fuera de toda
directa pretensión sociológica y de denuncia, así como de aspiraciones
literarias más allá de las que exija el correcto y claro desarrollo del relato,
el misterio se plantea ante todo como un desafío lógico para la sagacidad del
lector, a quien corresponderá descubrir la solución del caso propuesto antes de
que el escritor —normalmente por boca de su investigador protagonista— proceda
a explicársela.
Al imponerse un verismo
contextual más próximo al de sus lectores y de sí mismo, al apelar a un
conocimiento más preciso de los procedimientos criminalísticos y judiciales, y al
exigirse rigores estilísticos, formales y de contenido hasta entonces más bien
anómalos dentro del género, Hammett apadrinó desde las páginas de las pulp
fiction el origen de la escuela hard-boiled, la novela policial dura
norteamericana; rebautizada como novela negra durante la posguerra por la
industria editorial francesa. Terminado su ciclo narrativo a través de cinco
novelas y más de medio centenar de relatos, entraría al relevo su más
adelantado discípulo: Raymond Chandler.
Sin embargo, la distancia que
separa a Hammett y a Chandler de la novela policial clásica ha tendido a
exagerarse en demasía. Es cierto que a partir de ambos la literatura sobre
crímenes experimenta radicales transformaciones, sin las cuales resultarían
inexplicables la mayor parte de las tentativas que en el último siglo le han
otorgado sus mejores intuiciones literarias, éticas, poéticas, políticas y
morales. Pero el entusiasmo que suelen provocar los caminos divergentes
explorados con maestría por numerosos narradores a partir suyo, tiende a obviar
el hecho de que esos dos referentes modélicos implementaron sus aportes e
innovaciones sobre una siempre inalterada premisa básica: continuar escribiendo
relatos donde el esclarecimiento del misterio significara un reto de lógica
para la perspicacia del lector.
El tradicional aficionado al
modelo clásico, incondicional consumidor de las obras de Agatha Christie,
Gilbert Keith Chesterton, Van Dine o Ellery Queen, y poco dado tanto a sutiles
refinamientos literarios como a comprometidos imperativos de denuncia o
violentas exaltaciones de lo truculento, siempre ha podido incorporar a su
repertorio de predilecciones El halcón maltés o La dama del lago [1],
mientras que autores como Horace McCoy o David Goodis ya tienden a resultarle
distantes, extraños, ajenos. Los sobreentendidos al uso suelen dictaminar que
ello obedece a la creciente sobrecarga de violencia y realismo en la llamada
novela negra; pero no da la impresión de que las narraciones de Hammett y
Chandler sean en sus mejores ejemplos menos violentas que las de McCoy o menos
realistas que las de Goodis (por mucho que, en sus respectivas escrituras,
Horace y David hayan abrazado una militancia testimonial infinitamente más
directa que la de Raymond y Dashiell). Las razones quizá correspondan más bien
a otro orden. Y es que para Horace McCoy y David Goodis el enigma pasa a
volverse en efecto un elemento secundario, cuando no a desaparecer en
definitiva, como ejemplifican respectivamente sus emblemáticas ¿Acaso no
matan a los caballos? y La víctima[2].
No obstante, incluso en el autor clave encargado de llevar hasta su extremo
esta radical corriente de ruptura, el inigualable Jim Thompson, solemos hallar
minuciosas armazones lógicas sustentando argumentalmente, con hábiles señuelos
de intriga y equívoca apariencia de casualidad, las más caóticas estridencias
contextuales. La efectiva renuncia al esclarecimiento del misterio planteado,
propia de una obra por ello tan central y tan decisiva como Un ciego con una
pistola[3]
de Chester Himes, continúa representando todavía una rareza, más tentadora
para tránsfugas y advenedizos del género que para quienes lo cultivan de manera
asidua, sea leyéndolo o escribiéndolo.
En las cinco novelas de
Dashiell Hammett, así como en la mayor parte de sus relatos breves (lo mismo
que en significativa parte de cuanto en pleno siglo XXI continúa escribiéndose
bajo la etiqueta de “novela policiaca”), descubrir quién es el asesino
representa un elemento de central importancia, que se plantea y se resuelve
siempre obedeciendo a la estructura tradicional, originalmente propuesta por
Poe, Collins, Conan Doyle y compañía; es decir, se comete un delito, se ofrecen
pistas a lo largo del desarrollo de la trama, a fin de que quien está leyendo
se halle en condiciones de generar hipótesis a propósito de qué fue lo que
sucedió y a quién o quiénes hay que responsabilizar por ello, y al final el
personaje protagónico esclarece a detalle una y otra cosa. Si en el caso de
Hammett sólo El hombre delgado[4]
cumple con absoluto apego a la escuela inglesa la comparecencia final de
sospechosos frente al brillantísimo detective —aun cuando echando mano de una
abierta ironía paródica—, obsérvese que el mismo ritual, no importa cuán
camuflado, se respeta por igual en los sucesivos desenlaces de Cosecha roja,
La maldición de los Dain, El halcón maltés y La llave de
cristal[5].
El
mérito de Hammett no consiste en haber roto la estructura convencional del
género (pues no lo hizo), sino en haberla llevado a terrenos que acaso sin él
le habrían resultado inaccesibles. Celebradas hasta el cliché, frases de Raymond
Chandler tales como “Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo
depositó en el callejón”[6] o “en
caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en la puerta con una pistola
en la mano”[7],
no digamos ya que han distorsionado tanto su propia filiación como la de su
reconocido maestro, sino obviado el contenido completo de los párrafos de que
fueron arrancadas, así como el sentido original con que en su momento se les
enunció. Si de apelar a Chandler se trata, basta leer con atención de cabo a
rabo sus ensayos The Simple Art of Murder
(1944) y Casual Notes on the Mystery
Novel (1949) para advertir hasta qué punto él y Hammett se asumen herederos
directos de la tradición británica que los antecedió, por más que en varios
aspectos cruciales se muestren acerbamente críticos hacia ella:
Desbordar los límites de una fórmula sin destruirla
es el sueño de todos los que escriben en revistas y no son caballos de tiro sin
esperanzas de curación.[8]
Desbordaron y respetaron la
fórmula del enigma lógico a resolver, apelando principalmente a una nueva
convención: la de la verosimilitud realista, respaldada por un más documentado
sustento en materia de procedimientos de indagación y persecución del crimen.
Tal vez los rasgos de la vieja escuela que más irritaran a los autores hard-boiled,
con Hammett y Chandler (y James M. Cain) a la cabeza, fueran por un lado su
inclinación hacia el crimen imposible, suerte de acto de prestidigitación, cuyo
talante sobrenatural simula inhabilitar de entrada todo tipo de explicaciones;
y por otro la cadena de amaneramientos que semejante inclinación tiende casi en
automático a provocar: desde la aristocrática excepcionalidad de los
investigadores, hasta la recurrencia exótica en las acciones criminales y la
pedante competencia erudita como indispensable requisito para el
esclarecimiento del misterio. En el policial americano duro no suelen haber
crímenes cometidos como por arte de mágicas potencias:
Hammett
devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no
por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían,
y no con pistolas cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a
esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el
lenguaje que habitualmente usaban para tales fines.
Tenía
estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un lenguaje que
no se suponía capaz de refinamientos. Pensaron que estaban recibiendo un buen
melodrama carnal, en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos.[9]
Pronto, con multitudinaria
profusión, cíclicos booms y pingües réditos editoriales hasta la fecha, fueron
legión quienes se pusieron a escribir pensando en ofrecer justamente eso: un
buen melodrama carnal, en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos. Lo
más cómico (o lo más trágico, según se vea) resulta que en su mayoría lo
hicieran y lo hagan convencidos de estar siguiendo a pie juntillas los pasos de
Hammett.
Imagen: Dashiell Hammet y Raymond Chandler.
[1] The
Maltese Falcon (Hammett, 1930), The
Lady in the Lake (Chandler, 1943).
[2] They Shoot Horses, Don't They? (McCoy, 1935). Somebody's Done
For (Goodis, 1967).
[3] Blind Man with a Pistol, (Himes, 1969).
[4] The Thin Man (Hammett, 1934).
[5] Red Harvest (Hammett, 1929), The Dain Curse (Hammett, 1929), The Glass Key (Hammett, 1931).
[6] Chandler, Raymond. El simple arte de matar. Bruguera.
Barcelona, 1979.
[7] Ídem. Introducción.
[8] Ibídem.
[9] Ídem.