sábado, 30 de abril de 2022

¿Quién mató de verdad a Ágatha Christie?

 

Dashiell Hammett es reconocido universalmente como el más definitivo disruptor dentro de la literatura policiaca, en oposición al modelo clásico a la inglesa.  Es decir aquella en la que, fuera de toda directa pretensión sociológica y de denuncia, así como de aspiraciones literarias más allá de las que exija el correcto y claro desarrollo del relato, el misterio se plantea ante todo como un desafío lógico para la sagacidad del lector, a quien corresponderá descubrir la solución del caso propuesto antes de que el escritor —normalmente por boca de su investigador protagonista— proceda a explicársela.

Al imponerse un verismo contextual más próximo al de sus lectores y de sí mismo, al apelar a un conocimiento más preciso de los procedimientos criminalísticos y judiciales, y al exigirse rigores estilísticos, formales y de contenido hasta entonces más bien anómalos dentro del género, Hammett apadrinó desde las páginas de las pulp fiction el origen de la escuela hard-boiled, la novela policial dura norteamericana; rebautizada como novela negra durante la posguerra por la industria editorial francesa. Terminado su ciclo narrativo a través de cinco novelas y más de medio centenar de relatos, entraría al relevo su más adelantado discípulo: Raymond Chandler.

Sin embargo, la distancia que separa a Hammett y a Chandler de la novela policial clásica ha tendido a exagerarse en demasía. Es cierto que a partir de ambos la literatura sobre crímenes experimenta radicales transformaciones, sin las cuales resultarían inexplicables la mayor parte de las tentativas que en el último siglo le han otorgado sus mejores intuiciones literarias, éticas, poéticas, políticas y morales. Pero el entusiasmo que suelen provocar los caminos divergentes explorados con maestría por numerosos narradores a partir suyo, tiende a obviar el hecho de que esos dos referentes modélicos implementaron sus aportes e innovaciones sobre una siempre inalterada premisa básica: continuar escribiendo relatos donde el esclarecimiento del misterio significara un reto de lógica para la perspicacia del lector.

El tradicional aficionado al modelo clásico, incondicional consumidor de las obras de Agatha Christie, Gilbert Keith Chesterton, Van Dine o Ellery Queen, y poco dado tanto a sutiles refinamientos literarios como a comprometidos imperativos de denuncia o violentas exaltaciones de lo truculento, siempre ha podido incorporar a su repertorio de predilecciones El halcón maltés o La dama del lago [1], mientras que autores como Horace McCoy o David Goodis ya tienden a resultarle distantes, extraños, ajenos. Los sobreentendidos al uso suelen dictaminar que ello obedece a la creciente sobrecarga de violencia y realismo en la llamada novela negra; pero no da la impresión de que las narraciones de Hammett y Chandler sean en sus mejores ejemplos menos violentas que las de McCoy o menos realistas que las de Goodis (por mucho que, en sus respectivas escrituras, Horace y David hayan abrazado una militancia testimonial infinitamente más directa que la de Raymond y Dashiell). Las razones quizá correspondan más bien a otro orden. Y es que para Horace McCoy y David Goodis el enigma pasa a volverse en efecto un elemento secundario, cuando no a desaparecer en definitiva, como ejemplifican respectivamente sus emblemáticas ¿Acaso no matan a los caballos? y La víctima[2]. No obstante, incluso en el autor clave encargado de llevar hasta su extremo esta radical corriente de ruptura, el inigualable Jim Thompson, solemos hallar minuciosas armazones lógicas sustentando argumentalmente, con hábiles señuelos de intriga y equívoca apariencia de casualidad, las más caóticas estridencias contextuales. La efectiva renuncia al esclarecimiento del misterio planteado, propia de una obra por ello tan central y tan decisiva como Un ciego con una pistola[3] de Chester Himes, continúa representando todavía una rareza, más tentadora para tránsfugas y advenedizos del género que para quienes lo cultivan de manera asidua, sea leyéndolo o escribiéndolo.

En las cinco novelas de Dashiell Hammett, así como en la mayor parte de sus relatos breves (lo mismo que en significativa parte de cuanto en pleno siglo XXI continúa escribiéndose bajo la etiqueta de “novela policiaca”), descubrir quién es el asesino representa un elemento de central importancia, que se plantea y se resuelve siempre obedeciendo a la estructura tradicional, originalmente propuesta por Poe, Collins, Conan Doyle y compañía; es decir, se comete un delito, se ofrecen pistas a lo largo del desarrollo de la trama, a fin de que quien está leyendo se halle en condiciones de generar hipótesis a propósito de qué fue lo que sucedió y a quién o quiénes hay que responsabilizar por ello, y al final el personaje protagónico esclarece a detalle una y otra cosa. Si en el caso de Hammett sólo El hombre delgado[4] cumple con absoluto apego a la escuela inglesa la comparecencia final de sospechosos frente al brillantísimo detective —aun cuando echando mano de una abierta ironía paródica—, obsérvese que el mismo ritual, no importa cuán camuflado, se respeta por igual en los sucesivos desenlaces de Cosecha roja, La maldición de los Dain, El halcón maltés y La llave de cristal[5].

El mérito de Hammett no consiste en haber roto la estructura convencional del género (pues no lo hizo), sino en haberla llevado a terrenos que acaso sin él le habrían resultado inaccesibles. Celebradas hasta el cliché, frases de Raymond Chandler tales como “Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón”[6] o “en caso de duda, hay que hacer que un hombre aparezca en la puerta con una pistola en la mano”[7], no digamos ya que han distorsionado tanto su propia filiación como la de su reconocido maestro, sino obviado el contenido completo de los párrafos de que fueron arrancadas, así como el sentido original con que en su momento se les enunció. Si de apelar a Chandler se trata, basta leer con atención de cabo a rabo sus ensayos The Simple Art of Murder (1944) y Casual Notes on the Mystery Novel (1949) para advertir hasta qué punto él y Hammett se asumen herederos directos de la tradición británica que los antecedió, por más que en varios aspectos cruciales se muestren acerbamente críticos hacia ella:

 

Desbordar los límites de una fórmula sin destruirla es el sueño de todos los que escriben en revistas y no son caballos de tiro sin esperanzas de curación.[8]

 

Desbordaron y respetaron la fórmula del enigma lógico a resolver, apelando principalmente a una nueva convención: la de la verosimilitud realista, respaldada por un más documentado sustento en materia de procedimientos de indagación y persecución del crimen. Tal vez los rasgos de la vieja escuela que más irritaran a los autores hard-boiled, con Hammett y Chandler (y James M. Cain) a la cabeza, fueran por un lado su inclinación hacia el crimen imposible, suerte de acto de prestidigitación, cuyo talante sobrenatural simula inhabilitar de entrada todo tipo de explicaciones; y por otro la cadena de amaneramientos que semejante inclinación tiende casi en automático a provocar: desde la aristocrática excepcionalidad de los investigadores, hasta la recurrencia exótica en las acciones criminales y la pedante competencia erudita como indispensable requisito para el esclarecimiento del misterio. En el policial americano duro no suelen haber crímenes cometidos como por arte de mágicas potencias:

 

Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente usaban para tales fines.

Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un lenguaje que no se suponía capaz de refinamientos. Pensaron que estaban recibiendo un buen melodrama carnal, en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos.[9]

 

Pronto, con multitudinaria profusión, cíclicos booms y pingües réditos editoriales hasta la fecha, fueron legión quienes se pusieron a escribir pensando en ofrecer justamente eso: un buen melodrama carnal, en el tipo de jerga que creían hablar ellos mismos. Lo más cómico (o lo más trágico, según se vea) resulta que en su mayoría lo hicieran y lo hagan convencidos de estar siguiendo a pie juntillas los pasos de Hammett.



Imagen: Dashiell Hammet y Raymond Chandler.

[1] The Maltese Falcon (Hammett, 1930), The Lady in the Lake (Chandler, 1943).

[2] They Shoot Horses, Don't They? (McCoy, 1935). Somebody's Done For (Goodis, 1967).

[3] Blind Man with a Pistol, (Himes, 1969).

[4] The Thin Man (Hammett, 1934).

[5] Red Harvest (Hammett, 1929), The Dain Curse (Hammett, 1929), The Glass Key (Hammett, 1931).

[6] Chandler, Raymond. El simple arte de matar. Bruguera. Barcelona, 1979.

[7] Ídem. Introducción.

[8] Ibídem.

[9] Ídem.

domingo, 10 de abril de 2022

La interrogación.

 

 I

 Estaría yo en cuarto de primaria cuando cierta mañana vino a visitarnos al salón una dama pálida, rolliza y dulce, con el fin de invitarnos a tomar clases vespertinas de inglés. La cuota a pagar por ello era tan ínfima que, cuando volvió a los dos días, tras haber dado tiempo para que los padres de familia recibieran la información, tuvo que extenderle registros de inscripción a la inmensa mayoría del grupo.

 La maestra iba mencionando nuestros nombres por orden de lista. Nosotros nos limitábamos a responder "sí" o "no". En caso de una respuesta afirmativa, debía hacerse un alto para que La Señora del Inglés (como de modo previsible había sido bautizada) se ocupara del registro correspondiente. En caso de una respuesta negativa, se seguía adelante sin mayor inquisición. Hasta que el recuento llegó a mí. Pertenecía a un núcleo de estudiantes por quienes la maestra manifestaba especial aprecio y en los cuales tenía cifradas ambiciosas esperanzas académicas dentro del corto y el mediano plazo; cada integrante de ese núcleo nombrado hasta entonces habían respondido invariablemente "sí". Yo respondí “no”. La maestra levantó los ojos de la lista y me miró con gesto de extrañeza. “¿No?”. No. Valorando la posibilidad de que, a pesar del exiguo costo, mis padres no estuviesen en condiciones de sufragar ese decisivo pilar formativo, la maestra procuró penetrar ahí mismo en las razones de mi respuesta. Yo, el pecho henchido de fervor patrio, escuchando tras de mí el eco de todos los cañones con que no había podido contar el General Anaya durante la guerra de 1847, materializadas ante mis ojos las tropas de la expedición punitiva, resucitada en mi pulso la osadía villista de Columbus, miré no a la maestra, sino a La Señora del Inglés, y repuse: “porque no quiero”. Ambas mujeres me dedicaron un gesto mitad intriga y mitad estupor, para luego encogerse de hombros (o algo parecido) y proseguir con el resto de la lista. Más tarde, ya sin La Señora del Inglés presente, la maestra me llamó a su escritorio, haciendo lo posible por conseguir una explicación más específica; dado que yo consideraba que mi actitud se explicaba por sí sola, no llegamos muy lejos.

 La verdad es que en casa no había pronunciado media palabra ni sobre La Señora del Inglés ni sobre el monto de sus cuotas. No lo hice sino hasta esa misma tarde, confiando en que la elocuencia misma de los hechos me granjearía un beso, un elogio o al menos una sonrisa cómplice. Cuando mi madre, no sólo sorprendida sino francamente irritada, me preguntó cómo era posible que hubiera dejado pasar una oportunidad como ésa, empecé a considerar la posibilidad de que el gesto perplejo de la maestra estuviese justificado, y de que mis motivos no fuesen tan explícitos como a mí me parecía.

 Recibí el regaño en silencio. No podía explicar nada. No creí que fuese necesario explicar nada. ¿Cómo podían pedirme que hablara yo ese idioma? ¿No nos habían robado medio territorio? ¿No nos habían invadido? ¿No se tambaleaban el peso y sus caninas guardias frente al dólar (se me escapaba el significado de esas quejas cotidianas, pero sonaba grave)? ¿No acababa Tonmy Hearnst de noquear a nuestro invencible campeón Pipino Cuevas?

 El azar le dio giro de fábula a toda aquella historia. Un par de semanas más tarde, la mujer pálida, rolliza y dulce, había desaparecido con el dinero de las inscripciones. Dinero que, en conjunto, sumando a toda la escuela, ya no resultaba tan exiguo. Estaba buscándola la policía. El instituto donde iban a impartirse las clases de inglés nunca había existido.

 Como parte de la privilegiada minoría a salvo de la estafa, me convencí de que, esencialmente, los hechos acababan de concederle la razón a mi difuso pero intransigente sentido de resistencia.

 

 II

 Ese tipo de convicciones siguieron marcando mi trato con la lengua inglesa durante todavía algún tiempo. Cuando, hacia el inicio de la secundaria, supe que para aquella sólo existe el signo que cierra una pregunta, mas no así el que en español sirve para abrirla, fui asaltado por una serie de sentimientos encontrados. Por un lado, con la doble suficiencia del nacionalismo y de la pubertad, creí ver en el hecho una prueba más de la prepotente inferioridad espiritual norteamericana. Por otro, sin errar del todo, presentí una amenaza potencial para nuestro idioma, al que la importación irreflexiva de usos y formas ajenos podía depredar más allá de todo arreglo (hoy se ha vuelto una costumbre no abrir la interrogación). Pero por otro, me maravillaba la temeridad de definir el sentido de una frase hasta su término. ¿Cómo podían hacer eso?

 En algún momento, el juicio me hizo recalar por fin en la evidencia de que si el inglés se llamaba así era porque había comenzado a tejer su urdimbre muchos siglos antes del nacimiento de George Washington y del General Pershing. Luego, aunque nunca he hablado otro idioma que el castellano, Shakespeare vino a hacer añicos mis últimos escrúpulos. Y todavía después, Poe, Chandler, Cummings, Miller, Faulkner, Mccullers, Charyn, Dylan y un inagotable etcétera, con un aliento que no puede ser más que estadunidense, acabaron por teñir el recuerdo de mis tempranos arrebatos bajo un velo de sonrojo.

 Al cabo, he terminado además por comprender algunos matices que en inglés permiten omitir el primer signo de interrogación, un signo para nosotros en cambio imprescindible. Y creo que desde ellos bien puede acometerse su defensa.

 No es que en inglés el sentido interrogativo de una oración se vuelva explícito hasta el último instante. Al igual que en español, este sentido también se manifiesta de inicio. Lo que ocurre es que ahí la apertura está dada por una palabra y no por un signo. La disposición misma de los vocablos indica desde el comienzo si se trata de una declaración, una afirmación o una interrogación.

 En castellano las cosas no funcionan así. Las palabras que por sí mismas son capaces de otorgar carácter interrogativo (cuándo, dónde, por qué, etc.) abarcan una parte sumamente reducida del espectro de preguntas formulables. Ya los términos "cuánto, qué, cómo", se abren con ambigüedad hacia la exclamación. Pero además, por si esto fuese poco, cualquier palabra puede convertirse en el inicio de una pregunta. Cualquiera. Y una misma oración, sin alterar el orden de sus vocablos, puede adquirir significados disímiles con la sola aparición de un signo.

 La distancia entre "estás muerto" y "¿estás muerto?", es dada en su totalidad por los signos de interrogación, mientras entre "you are dead" y "are you dead?" lo es por la estructura de la frase. En cualquiera de ambos casos, no obstante la brevedad de la expresión, su carácter se determina desde el comienzo. El signo de cierre no alcanzaría a determinar la entonación correcta con que deben formularse. Es necesario un elemento de apertura. Como en nuestra lengua éste no puede darlo una palabra, el primer signo de interrogación ocupa un sitio irremplazable.

 Por otro lado, estas líneas sinuosas de las que hemos aprendido a valernos para expresar la medida exacta de la duda, acaso sean las más bellas de cuantas tenemos a nuestro afortunado alcance. Lejos de sumarnos al tácito exterminio del signo que abre la interrogación por un prurito de pragmatismo y avaricia —prurito que, contradictoriamente, a nivel práctico generaría infinidad de problemas sin resolver ninguno— yo sugiero más bien lo contrario: invitar al universo de habla inglesa para que inicie una campaña con el fin de adoptarlo. Ya sé que no lo requiere, que en términos estrictamente utilitarios le sale sobrando. Pero, tomando en cuenta que estamos hablando de una lengua que nos ha regalado a Conrad, Carroll, Dickens o Joyce, me parece una lástima que por meros tecnicismos deba verse privada del deleite siquiera visual de tan hermosa figura.