I
Estaría yo en cuarto de primaria cuando cierta
mañana vino a visitarnos al salón una dama pálida, rolliza y dulce, con el fin
de invitarnos a tomar clases vespertinas de inglés. La cuota a pagar por ello
era tan ínfima que, cuando volvió a los dos días, tras haber dado tiempo para
que los padres de familia recibieran la información, tuvo que extenderle
registros de inscripción a la inmensa mayoría del grupo.
La maestra iba mencionando nuestros nombres
por orden de lista. Nosotros nos limitábamos a responder "sí" o
"no". En caso de una respuesta afirmativa, debía hacerse un alto para
que La Señora del Inglés (como de modo previsible había sido bautizada) se
ocupara del registro correspondiente. En caso de una respuesta negativa, se
seguía adelante sin mayor inquisición. Hasta que el recuento llegó a mí.
Pertenecía a un núcleo de estudiantes por quienes la maestra manifestaba especial
aprecio y en los cuales tenía cifradas ambiciosas esperanzas académicas dentro
del corto y el mediano plazo; cada integrante de ese núcleo nombrado hasta
entonces habían respondido invariablemente "sí". Yo respondí “no”. La
maestra levantó los ojos de la lista y me miró con gesto de extrañeza. “¿No?”.
No. Valorando la posibilidad de que, a pesar del exiguo costo, mis padres no
estuviesen en condiciones de sufragar ese decisivo pilar formativo, la maestra
procuró penetrar ahí mismo en las razones de mi respuesta. Yo, el pecho
henchido de fervor patrio, escuchando tras de mí el eco de todos los cañones
con que no había podido contar el General Anaya durante la guerra de 1847,
materializadas ante mis ojos las tropas de la expedición punitiva, resucitada
en mi pulso la osadía villista de Columbus, miré no a la maestra, sino a La
Señora del Inglés, y repuse: “porque no quiero”. Ambas mujeres me dedicaron un
gesto mitad intriga y mitad estupor, para luego encogerse de hombros (o algo
parecido) y proseguir con el resto de la lista. Más tarde, ya sin La Señora del
Inglés presente, la maestra me llamó a su escritorio, haciendo lo posible por
conseguir una explicación más específica; dado que yo consideraba que mi
actitud se explicaba por sí sola, no llegamos muy lejos.
La verdad es que en casa no había pronunciado
media palabra ni sobre La Señora del Inglés ni sobre el monto de sus cuotas. No
lo hice sino hasta esa misma tarde, confiando en que la elocuencia misma de los
hechos me granjearía un beso, un elogio o al menos una sonrisa cómplice. Cuando
mi madre, no sólo sorprendida sino francamente irritada, me preguntó cómo era
posible que hubiera dejado pasar una oportunidad como ésa, empecé a considerar
la posibilidad de que el gesto perplejo de la maestra estuviese justificado, y
de que mis motivos no fuesen tan explícitos como a mí me parecía.
Recibí el regaño en silencio. No podía
explicar nada. No creí que fuese necesario explicar nada. ¿Cómo podían pedirme
que hablara yo ese idioma? ¿No nos habían robado medio territorio? ¿No nos
habían invadido? ¿No se tambaleaban el peso y sus caninas guardias frente al
dólar (se me escapaba el significado de esas quejas cotidianas, pero sonaba
grave)? ¿No acababa Tonmy Hearnst de noquear a nuestro invencible campeón
Pipino Cuevas?
El azar le dio giro de fábula a toda aquella
historia. Un par de semanas más tarde, la mujer pálida, rolliza y dulce, había
desaparecido con el dinero de las inscripciones. Dinero que, en conjunto,
sumando a toda la escuela, ya no resultaba tan exiguo. Estaba buscándola la
policía. El instituto donde iban a impartirse las clases de inglés nunca había
existido.
Como parte de la privilegiada minoría a salvo
de la estafa, me convencí de que, esencialmente, los hechos acababan de
concederle la razón a mi difuso pero intransigente sentido de resistencia.
II
Ese tipo de convicciones siguieron marcando mi
trato con la lengua inglesa durante todavía algún tiempo. Cuando, hacia el
inicio de la secundaria, supe que para aquella sólo existe el signo que cierra
una pregunta, mas no así el que en español sirve para abrirla, fui asaltado por
una serie de sentimientos encontrados. Por un lado, con la doble suficiencia
del nacionalismo y de la pubertad, creí ver en el hecho una prueba más de la
prepotente inferioridad espiritual norteamericana. Por otro, sin errar del
todo, presentí una amenaza potencial para nuestro idioma, al que la importación
irreflexiva de usos y formas ajenos podía depredar más allá de todo arreglo
(hoy se ha vuelto una costumbre no abrir la interrogación). Pero por otro, me
maravillaba la temeridad de definir el sentido de una frase hasta su término.
¿Cómo podían hacer eso?
En algún momento, el juicio me hizo recalar
por fin en la evidencia de que si el inglés se llamaba así era porque había
comenzado a tejer su urdimbre muchos siglos antes del nacimiento de George
Washington y del General Pershing. Luego, aunque nunca he hablado otro idioma
que el castellano, Shakespeare vino a hacer añicos mis últimos escrúpulos. Y
todavía después, Poe, Chandler, Cummings, Miller, Faulkner, Mccullers, Charyn,
Dylan y un inagotable etcétera, con un aliento que no puede ser más que
estadunidense, acabaron por teñir el recuerdo de mis tempranos arrebatos bajo
un velo de sonrojo.
Al cabo, he terminado además por comprender
algunos matices que en inglés permiten omitir el primer signo de interrogación,
un signo para nosotros en cambio imprescindible. Y creo que desde ellos bien
puede acometerse su defensa.
No es que en inglés el sentido interrogativo
de una oración se vuelva explícito hasta el último instante. Al igual que en
español, este sentido también se manifiesta de inicio. Lo que ocurre es que ahí
la apertura está dada por una palabra y no por un signo. La disposición misma
de los vocablos indica desde el comienzo si se trata de una declaración, una
afirmación o una interrogación.
En castellano las cosas no funcionan así. Las
palabras que por sí mismas son capaces de otorgar carácter interrogativo
(cuándo, dónde, por qué, etc.) abarcan una parte sumamente reducida del
espectro de preguntas formulables. Ya los términos "cuánto, qué,
cómo", se abren con ambigüedad hacia la exclamación. Pero además, por si
esto fuese poco, cualquier palabra puede convertirse en el inicio de una
pregunta. Cualquiera. Y una misma oración, sin alterar el orden de sus
vocablos, puede adquirir significados disímiles con la sola aparición de un
signo.
La distancia entre "estás muerto" y
"¿estás muerto?", es dada en su totalidad por los signos de
interrogación, mientras entre "you are dead" y "are you
dead?" lo es por la estructura de la frase. En cualquiera de ambos casos,
no obstante la brevedad de la expresión, su carácter se determina desde el
comienzo. El signo de cierre no alcanzaría a determinar la entonación correcta
con que deben formularse. Es necesario un elemento de apertura. Como en nuestra
lengua éste no puede darlo una palabra, el primer signo de interrogación ocupa
un sitio irremplazable.
Por otro lado, estas líneas sinuosas de las que hemos aprendido a valernos para expresar la medida exacta de la duda, acaso sean las más bellas de cuantas tenemos a nuestro afortunado alcance. Lejos de sumarnos al tácito exterminio del signo que abre la interrogación por un prurito de pragmatismo y avaricia —prurito que, contradictoriamente, a nivel práctico generaría infinidad de problemas sin resolver ninguno— yo sugiero más bien lo contrario: invitar al universo de habla inglesa para que inicie una campaña con el fin de adoptarlo. Ya sé que no lo requiere, que en términos estrictamente utilitarios le sale sobrando. Pero, tomando en cuenta que estamos hablando de una lengua que nos ha regalado a Conrad, Carroll, Dickens o Joyce, me parece una lástima que por meros tecnicismos deba verse privada del deleite siquiera visual de tan hermosa figura.