Durante significativa parte de
mi infancia, el recorrido habitual y natural para enfilar desde casa hacia la
colonia Guerrero donde moraba la abuela, consistía en recorrer con rumbo norte
esa avenida que a la postre terminó siendo el Eje Central Lázaro Cárdenas, pero
que en los más tempranos desvanes de mi memoria iniciaba llamándose Niño
Perdido para convertirse luego en San Juan de Letrán.
Aquello de Niño Perdido
estimulaba grandemente mi masoquista favor infantil por las angustias
gratuitas. Sobre todo a la hora del regreso, cuando ya bajo las sombras de la
noche remontábamos en trolebús la ruta de regreso a casa. Pegando la nariz a la
ventanilla conjeturaba un niño solitario, condenado a deambular ida y vuelta ante
los portales infranqueables, anegados los ojos de lágrimas, sin alma a la vista
propicia a echarle un lazo, brindarle un consuelo, preguntarle dónde vivía.
Seguro hay alguna leyenda o
algún episodio histórico relacionado con el nombre Niño Perdido, pero ni la
conozco ni me interesa buscarla. Prefiero resguardarme en el limpio masoquismo que
a los cinco, los siete o los nueve años me llevaba a mirar en esa avenida
nocturna un desolado escenario como sacado de un cuadro de Giorgio de Chirico.
El peculiar sentimiento de desolación incubado al amparo del epíteto logró
filtrarse incluso alguna vez al ámbito del sueño, con una pesadilla durante la
cual el niño perdido resultaba ser yo mismo, arrojado a la brutal intemperie
del asfalto, la noche, el concreto. Algo sin duda capaz de generarle un hueco
en el estómago a cualquiera.
Sin embargo, por lo que hace a
huecos en el estómago, durante aquel plazo de infancia la avenida que al cabo
acabaría llamándose Eje Central dispuso para mí como estelar otra prenda
distinta.
Abordado el correspondiente
trolebús y ocupado el correspondiente asiento para encaminarnos rumbo a casa de
la abuela, sin importar la disposición anímica del día, ni la especial
ocupación en turno (mirar por la ventana, conversar, jugar, pelear con alguna
de mis hermanas), llegaba siempre el punto donde venía a imponerse la
conciencia de que estábamos a punto de atravesar el Viaducto. Nosotros nos
habíamos acostumbrado a denominar aquel cruce como El Puente. Durante cosa de
diez o quince segundos, el trolebús alteraba su estable desplazamiento
horizontal para ascender y descender la parábola impuesta por el
correspondiente paso a desnivel. Y no importaba cuánto te hubieras preparado, cuántas
rutinas respiratorias hubieras improvisado, con cuánta anticipación hubieras
cerrado los ojos para esta vez no sentir, cuánta voluntad afanaras en ocuparte
de otra cosa. Inevitablemente, el descenso de la parábola te provocaba un
súbito vacío de vértigo en el vientre.
¿Cuánto tiempo luchamos contra
él mis hermanas y yo? No lo sé. Pero debió tratarse de varios años, durante los
cuales aquel vacío se impuso invicto a todos nuestros afanes por conjurarlo o
siquiera sobrellevarlo.
Sabiéndonos ya en las
inmediaciones del cruce fatal, en prevención de que alguien por despiste no lo
hubiera advertido, solíamos decirnos: “el puente, ahí viene el puente”.
Anunciábamos a coro que esta vez no sucumbiríamos a su influjo, nos prometíamos
en silencio afectar la misma ecuánime indiferencia de nuestros padres y el
resto de los pasajeros, nos resignábamos con alborozado pánico compartido a lo
que se venía: “el puente, ahí viene el puente”. Y el hueco en el estómago, la temida
aun cuando indolora suspensión, sobrevenía con toda puntualidad, acicateada o incluso
—pienso ahora— propiciada por cada tentativa de oposición que improvisáramos.
Creo que la variante más temida
era la de que el vacío consiguiera sorprendernos más acá de toda prevención.
Que por algún motivo aquel día fuéramos cavilando otras cosas, mirando en otras
direcciones, enfrascándonos con especial intensidad en un juego o en un pleito.
Y que lo que nos arrancara de la distracción fuera justo el temido golpe de
vértigo en la panza, especialmente sádico al descubrirnos indefensos, o acaso
más bien irritado al advertir la imperdonable falta de que hubiéramos sido
capaces de olvidarnos de él.
Ignoro en qué momento de mi
vida logré sobreponerme a la inevitabilidad de dicho hueco en la boca del
estómago. Hasta cuándo conseguí que las súbitas bajadas y subidas de un paso a
desnivel puesto en mi camino se incorporaran como detalle anecdótico sin ningún
género de consecuencia extra, pudiendo llegar incluso a pasarme desapercibidas.
En cualquier caso, el aprendizaje, la conquista o la pérdida —según queramos
calificarla— debió verificarse lejos del cruce entre Eje Central y Viaducto.
Primero nos mudamos a un departamento distinto, desde el cual había que abordar
el metro y no el trolebús para trasladarnos hasta casa de la abuela. Después
abandonamos la ciudad de mi infancia y nos instalamos en Morelia. Me parece
recordar que alguna visita adulta a la capital me restituyó casualmente cierto
día el viejo recorrido, arrancándome una sonrisa triste al advertir que el
correspondiente sube y baja no provocaba ya efecto alguno en mí; pero seguro
distorsiono y manipulo, como hace siempre sin remedio toda evocación al
articularse testimonio.
La cuestión es que, llegado
determinado punto en el tránsito de la vida, las pendientes provocadas por los
pasos a desnivel dejaron de provocarme aquel golpe de suspensión en el estómago,
dentro de cuya pausa a la vez brevísima e infinita el universo entero daba en
pasmarse con una fisonomía muy parecida al susto, sin que por ello cupiera
asimilarla íntegramente al susto. Como no soy aficionado a los juegos mecánicos,
ni menos aún a los entretenimientos extremos que gustan llevar hasta su más
exacerbado límite este tipo de
sobresaltos, aquella prenda de mi remota infancia sólo llego a recobrarla muy
raramente. Quiero decir, en términos físicos. Los metafísicos son otro cantar.
No podría explicar por qué,
pero dicho vértigo ha terminado por quedar asociado en mí con los puntos
suspensivos: esos tres puntitos ocasionalmente alineados a ras de renglón. Al aparecer en un texto, este signo representa siempre el
espacio de una pausa. No la pausa habitual, cotidiana, carne y espíritu de la
respiración y el habla, que cristaliza en la coma, sino otra pausa distinta,
acentuada por lo excepcional. Excepción que abarca en su caso no sólo cuanto no
puede decirse o cuanto no quiere decirse, sino también ese peculiar énfasis a
menudo exigido por cuanto justo está a punto de decirse.
Igual que todos los signos
gramaticales, también ellos poseen su propio esoterismo. Y es que a través suyo
el punto, inequívoca expresión de lo
concluyente, no se reafirma al triplicarse, sino que se transmuta en su propio
vilo. La muerte ensimismada hace brotar de su ensimismamiento—en forma de
sugerencia, inconclusión, promesa o reserva— el hálito mismo de la vida. Tal el
poder de estos puntos suspensivos. Tal el poder de estos puntos capaces de
suspender.
No
disociemos los dos significados básicos del verbo. Suspender es sí, por un
lado, interrumpir temporalmente. Pero por otro también alzar, sostener en alto.
Así pues, ¿qué es lo que este signo suspende? Es decir, ¿qué es lo que este
signo interrumpe temporalmente? O mejor aún: ¿qué es lo que alza y sostiene en
alto?
¿Qué
alzaba y sostenía en alto aquella abismal pausa del paso a desnivel en el cruce
de Eje Central Lázaro Cárdenas y Viaducto durante mis días de infancia? No lo
sé. Sólo sé que hoy me basta evocarla aquí para sentir restituido en la boca del
estómago un hueco bastante parecido, más demorado en eso de instalarse, más
perdurable en eso de arraigarse. Un hueco de imposible. El rastro de un niño
perdido que recorre ya para siempre una avenida llamada igual que él: Niño Perdido.
Instalado en el asiento de un trolebús, a la espera de que voces queridas
vuelvan a anunciarle con el más gozoso de los espantos: “el puente, ahí viene
el puente”.
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