Siendo octubre, aproximándonos ya al cierre de este año de meditación y de exhibición de credenciales a propósito de los modos y significaciones de encarar y acometer las efemérides, no estará de más consagrarle algunos apuntes al llamado Día de la Raza.
Entiendo y censuro, como cualquier latinoamericano pensante, que la fecha se asimilara durante largo tiempo, y se siga asimilando todavía en algunos ámbitos, a una hueca inercia festiva por obra de la cual, durante veinticuatro horas, volvíamos a asumirnos súbditos jubilosos o al menos conformes de la corona española. Como si lo que estuviera celebrándose fueran las hazañas navales, militares, políticas, religiosas y carniceras de Colón, Cortés, Quiroga o Pizarro.
Entiendo y comparto la irritada vehemencia con que muchos latinoamericanos, encabezados por los pueblos indígenas en tanto depositarios directos de la herencia social, política y cultural precolombina, vienen obligándonos a cuestionar desde hace décadas la perspectiva, el sentido y la legitimidad de tal celebración.
Pero disiento radicalmente de cuantos pretenden caracterizar al Día de la Raza como una efeméride deleznable, cuyos contenidos quedan circunscritos al oprobio. Como en todos los vértices culminantes del devenir histórico a partir de los cuales se ha redefinido nuestra opción de ser, el 12 de octubre exige ser discernido del modo más puntual, alejándonos lo mismo de la banalidad conciliatoria que de la impostación rencorosa.
Este continente no terminará de ajustar las cuentas con su pasado mientras no deslinde con absoluta e implacable transparencia las responsabilidades del genocidio y del despojo sobre el que fue erigido. Pero tampoco ganará derecho pleno sobre su presente mientras pretenda circunscribir el reflejo del rostro que es a la medida del espejo de lo que fue.
El Día de la Raza no es el día ni de aquellos vencedores ni de aquellos vencidos, sino el día de esta desgarrada, multiforme, contradictoria y prodigiosa resultante. La infinita gama del mestizaje que se extiende desde la Patagonia hasta saltar la línea del Río Bravo. ¿Mucho de por medio para lamentar, para maldecir, para condenar, para llorar? Sin duda. ¿Mucho para cuestionar, reflexionar, conmemorar, analizar, discernir? Por supuesto.
Pero también, según mi juicio, mucho para celebrar, festejar, cantar, zapatear, corear. No con el tono descafeinado y políticamente correcto de los herederos de nuestras oligarquías criollas, para quienes el alcance de la sangrienta mixtura americana se reduce al chocolate con churros o a los chiles en nogada durante las tertulias de postín, o al huipil de marca a lomos de jaguar high-definition como una estrella más del canal de la familia mexicana; no con la piedad del amo blanco que se jacta de darle a su chacha morena el mismo trato que a sus mejores y más finos perros.
Con el tono de derecho conquistado del comunero de Santa Fe de la Laguna que funde vihuela de por medio armonías andaluces, salmodias purembes y reivindicaciones zapatistas. Con el tono de futuro posible de la mulata ecuatoriana que sopla jugueteando una zampoña mientras la televisión reseña el intento golpista en Guayaquil. Con el tono de esperanza proscrita del negro que en Puerto Príncipe se asoma a la ventana para sentir la brisa y contemplar el cielo sin estrellas. Con el tono de azoro desafiante del rubio adolescente porteño, que cerca de Belgrano le rescata a un bajo eléctrico los acentos de candombe de los mejores tangos. Con el tono de intimidad abierta, de generosa lucidez y de abrazo fraternal con que las páginas de José Martí le hablan sin distingos al mestizo con predominio indígena, al mestizo con predominio africano, al mestizo con predominio ibérico, y al mestizo sin predominio identificable.
Basta ya, carajo. Basta ya de mirar la hora de nacer como la hora de empezar a arrepentirnos por haber nacido.
Viva la raza.