El mítico mal de la página en blanco (el escritor parcial, transitoria o definitivamente derrotado por la sequía creadora), pareciera corresponder sobre todo a la esfera narrativa, y de modo específico a la novela. No porque poetas, cuentistas, ensayistas y dramaturgos sean impermeables a él, sino quizá porque es en el novelista donde sus prendas se decantan de modo más literario hacia el melodrama y la tragedia. Hasta cierto punto, puede decirse que las diversas formas en que los novelistas se vuelven de pronto incapaces de escribir han terminado por configurar su propio género autónomo.
En el horizonte del quehacer novelístico, quedarse sin novelas para escribir es una aterradora posibilidad siempre latente, una condición irrecusable para ejercer, un sello de identidad consustancial al oficio. Acaso tenga que ver con las específicas magnitudes de la disciplina, o con los sobreentendidos culturales a través de los cuales la edad moderna pasó a convertirla en estanco estelar del decir literario; lo cierto es que el miedo a que la obra recién terminada pueda ser la última, jamás acechará en los terrenos de la poesía con la aterradora sugerencia de norma potencial que adquiere en la novela.
El silencio del poeta o del cuentista siempre tiene algo de íntimamente virtuoso. Lúcida aceptación y valeroso acatamiento de la supremacía de lo indecible; esmerado y paciente destilar de recursos expresivos en pos de frutos estilísticamente inapelables (la perfección formal como sinónimo o al menos privilegiada vía de acceso a la plenitud espiritual); contención intencionada, ruta de trabajo, conquista totalizadora del decir a través de los alcances del callar.
Sin embargo, lo que en Torri o Gorostiza constituye una ganancia inapelable, en Rulfo sabe a premio de consolación. Cuando elogiamos el magro cuentagotas expresivo del cuentista o del poeta, lo hacemos contrastando hipótesis y conjeturas sobre la desventajosa evidencia de lo que escribieron. Cuando hacemos lo propio con el novelista, no logramos quitarnos de la cabeza las novelas que hubiera podido llegar a escribir.
Y daría la impresión de que semejante estado de cosas no se limita a mera ilusión óptica por parte del lector. Las meditaciones de Julio Torri en torno a los motivos, los sentidos y los efectos que alientan la parquedad de su obra, jamás lindan con la preocupación —no digamos ya con el lamento— sino antes bien con la jactancia. Las explicaciones de José Gorostiza o Alí Chumacero respecto a los amplios espacios de silencio que enmarcan su poesía, están dictadas por el llano sentido común de quien conoce a fondo las peculiares exigencias materiales y temporales de su oficio. Por el contrario, así sea de manera susurrada y marginal, hay algo de inocultable amargura en los escasos apuntes personales que Juan Rulfo consagró al tema de su sequía creadora tras la aparición de Pedro Páramo; nada que ver con la controlada ecuanimidad de su mutismo ante la prensa y los colegas.
El novelista que no continúa escribiendo adquiere toda la traza de un infractor, y vive como en falta, como incumpliendo una responsabilidad. Poco importa que esgrima o le esgriman a modo de argumentación precautoria el catálogo bastante más nutrido de aquellos escritores que después de la novela maestra (o las novelas maestras) hubiera sido tal vez deseable que no volvieran a escribir nada más. Comulguemos o no con la especial perspectiva de sus travesías mayores, nos sentimos más tentados a la indulgencia con las penosas adendas de un Carlos Fuentes o un Fernando del Paso, que con el inmanejable silencio del autor de El Llano en Llamas.
Una excepción mayor (las menores abundan) a la implacable norma pareció sostenerla durante décadas Josefina Vicens con “El Libro Vacío”, de 1959. Más de dos décadas de inmaculado silencio novelístico tras una obra perfecta, hasta que en 1984 la publicación de “Los años falsos” vino a replantear, para los interesados en el tema, la incómoda realidad creadora del paréntesis. El contrastante tema de ambas obras viene a ser en este caso lo de menos; la estatura de clásico de la primera y el tono de obra menor de la segunda también. Leyendo “Los años falsos”, cualquiera que haya transitado con voluntad de hacedor las estancias del género novela, descubre entrelíneas el febril empeño de una hermana de sangre por sustraerse a la monstruosa estirpe de los que no pudieron escribir nada más.
Tal vez ahí esté el término clave. Pueden haber poetas y cuentistas que no quisieron escribir nada más. Para el novelista, no escribir más significa no haber sabido escribir nada más.
No niego que sea posible agrupar ejemplos en sentido inverso. Novelistas copiosos hasta el despilfarro o conformes con su escasez, poetas atormentados por haber enmudecido o perseguidos por el fantasma de la obra cumbre que nunca volverán a ser capaces de escribir. Pero presiento que no anda demasiado desencaminada del silencio por un lado como valor poético y cuentístico, y por otro como desvalor novelístico.
A nadie que haya escrito una novela lo deja dormir el fantasma de la novela que no ha escrito todavía.
En el horizonte del quehacer novelístico, quedarse sin novelas para escribir es una aterradora posibilidad siempre latente, una condición irrecusable para ejercer, un sello de identidad consustancial al oficio. Acaso tenga que ver con las específicas magnitudes de la disciplina, o con los sobreentendidos culturales a través de los cuales la edad moderna pasó a convertirla en estanco estelar del decir literario; lo cierto es que el miedo a que la obra recién terminada pueda ser la última, jamás acechará en los terrenos de la poesía con la aterradora sugerencia de norma potencial que adquiere en la novela.
El silencio del poeta o del cuentista siempre tiene algo de íntimamente virtuoso. Lúcida aceptación y valeroso acatamiento de la supremacía de lo indecible; esmerado y paciente destilar de recursos expresivos en pos de frutos estilísticamente inapelables (la perfección formal como sinónimo o al menos privilegiada vía de acceso a la plenitud espiritual); contención intencionada, ruta de trabajo, conquista totalizadora del decir a través de los alcances del callar.
Sin embargo, lo que en Torri o Gorostiza constituye una ganancia inapelable, en Rulfo sabe a premio de consolación. Cuando elogiamos el magro cuentagotas expresivo del cuentista o del poeta, lo hacemos contrastando hipótesis y conjeturas sobre la desventajosa evidencia de lo que escribieron. Cuando hacemos lo propio con el novelista, no logramos quitarnos de la cabeza las novelas que hubiera podido llegar a escribir.
Y daría la impresión de que semejante estado de cosas no se limita a mera ilusión óptica por parte del lector. Las meditaciones de Julio Torri en torno a los motivos, los sentidos y los efectos que alientan la parquedad de su obra, jamás lindan con la preocupación —no digamos ya con el lamento— sino antes bien con la jactancia. Las explicaciones de José Gorostiza o Alí Chumacero respecto a los amplios espacios de silencio que enmarcan su poesía, están dictadas por el llano sentido común de quien conoce a fondo las peculiares exigencias materiales y temporales de su oficio. Por el contrario, así sea de manera susurrada y marginal, hay algo de inocultable amargura en los escasos apuntes personales que Juan Rulfo consagró al tema de su sequía creadora tras la aparición de Pedro Páramo; nada que ver con la controlada ecuanimidad de su mutismo ante la prensa y los colegas.
El novelista que no continúa escribiendo adquiere toda la traza de un infractor, y vive como en falta, como incumpliendo una responsabilidad. Poco importa que esgrima o le esgriman a modo de argumentación precautoria el catálogo bastante más nutrido de aquellos escritores que después de la novela maestra (o las novelas maestras) hubiera sido tal vez deseable que no volvieran a escribir nada más. Comulguemos o no con la especial perspectiva de sus travesías mayores, nos sentimos más tentados a la indulgencia con las penosas adendas de un Carlos Fuentes o un Fernando del Paso, que con el inmanejable silencio del autor de El Llano en Llamas.
Una excepción mayor (las menores abundan) a la implacable norma pareció sostenerla durante décadas Josefina Vicens con “El Libro Vacío”, de 1959. Más de dos décadas de inmaculado silencio novelístico tras una obra perfecta, hasta que en 1984 la publicación de “Los años falsos” vino a replantear, para los interesados en el tema, la incómoda realidad creadora del paréntesis. El contrastante tema de ambas obras viene a ser en este caso lo de menos; la estatura de clásico de la primera y el tono de obra menor de la segunda también. Leyendo “Los años falsos”, cualquiera que haya transitado con voluntad de hacedor las estancias del género novela, descubre entrelíneas el febril empeño de una hermana de sangre por sustraerse a la monstruosa estirpe de los que no pudieron escribir nada más.
Tal vez ahí esté el término clave. Pueden haber poetas y cuentistas que no quisieron escribir nada más. Para el novelista, no escribir más significa no haber sabido escribir nada más.
No niego que sea posible agrupar ejemplos en sentido inverso. Novelistas copiosos hasta el despilfarro o conformes con su escasez, poetas atormentados por haber enmudecido o perseguidos por el fantasma de la obra cumbre que nunca volverán a ser capaces de escribir. Pero presiento que no anda demasiado desencaminada del silencio por un lado como valor poético y cuentístico, y por otro como desvalor novelístico.
A nadie que haya escrito una novela lo deja dormir el fantasma de la novela que no ha escrito todavía.