Camino de mi casa están alzando un puente. Un enorme puente, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
Dicen que lo entregarán al finalizar el año. Yo no lo creo. Ningún perito soy en ingeniería ni en infraestructura urbana, pero muchas semanas llevo de cotidiano y atento testigo de la obra. Y contrastando el ritmo de avance sostenido hasta ahora con la amplitud del plazo comprometido, las cuentas, cuando menos a mí, no me cuadran.
Presiento que lo mismo les sucede a los centenares de transeúntes que, como yo, están obligados a pasar todos los días por la zona de combate. La mayor parte de ellos, como yo, tampoco serán peritos en confección de puentes ni en administración de recursos humanos. Pero de seguro, como yo, también opinarán que, en materia de aplicación y de prodigio, a ojo de buen cubero poco hay que reprocharle a las cuadrillas de hombres y de máquinas responsables de la obra.
Me ha tocado, sí, escuchar tres o cuatro comentarios críticos y desfavorables hacia el trabajo en curso, que en mi calidad de absoluto neófito me declaro incapaz de calibrar en su justa dimensión. Que si es mejor alternativa aquel otro sistema, que si las construcciones previas elaboradas en base a este modelo o a este equipo y elenco dejan mucho que desear. Será el sereno. Tales comentarios han salido de boca de algún casual compañero del transporte público, de algún escéptico taxista, de algún aislado amigo. La mayor parte de los seres humanos que desfilan día tras día ante la evolución del puente, dejada de lado la irritación logística de primer plano, componen, como yo, la misma cara de asombro.
Sin embargo, son como siempre los niños quienes atinan a enunciar lo que todos miramos, sospechamos y esperamos, elevándolo así hasta la estatura y la dignidad de lo real. Son ellos quienes elogian en voz alta la belleza y el misterio de la maquinaria que corta, perfora, escarbar, recoge, aplana, levanta. Son ellos quienes enlistan en voz alta novedades y avances. Son ellos quienes en voz alta profieren intriga y maravilla ante los diestros albañiles que pululan por intrincadas telarañas de andamios, o ante el vuelo imposible del alado concreto que se espesa parvada sobre nuestras cabezas. A resguardo de los mezquinos pudores adultos, el niño no disimula cuán vigente, sin importar hasta qué punto amenazada, conservamos en nosotros la opción del entusiasmo.
Es hermosa la obra. Hermosa la consistencia material que adquieren los proyectos, los humanos ensueños, al alzarse de hierro y hormigón, al enturbiar de polvo alborotado el aire. La llamé zona de combate unas líneas arriba. Y eso es. Un abrir de zanjas que parecen trincheras, un delinear de empalizadas imbatibles, una implacable acometida de estruendos. Un avance y repliegue de motores que a feroces mordiscos seducen y transforman el paisaje. Los efectivos de infantería, montando guardia o yendo y viniendo de aquí para allá; empuñando pergaminos, marros, banderas, escobillones y flexómetros. Los efectivos de caballería, subidos a horcajadas sobre vigas, con un pie en el abismo mientras rematan el borde de los tramos ya concluidos, marchándose o llegando en bicicleta. Los efectivos de artillería al volante de sus bestias a diesel.
Miro delante mío el apurado paso de las gentes que caminan en pos del crucero próximo. Más rápido a pie que a vuelta de rueda, dadas las circunstancias. Puede ser el principio de la noche o el término da la madrugada; tanto da, la oscuridad es la misma. Hombres mochila al hombro, mujeres con niños, viejos de bufanda, adolescentes conectados al audífono. Una muchacha avanza en equilibrio por el borde de un zanjón; dos perros la contemplan sin ladrar a través de la alambrada de un lote baldío. No es hermosa. No como las paradisiacas playas de los cromos ni como las perfumadas pieles del celuloide virtual. Es fea. Como las yerbas marchitadas por la seca borrasca del asfalto; como los troncos de los árboles cortados para ampliar la avenida; como la grasa que lubrifica el acero, como el tableteo de los engranes.
Como luz de amanecer o atardecer sobre los muros; muros que en esta ciudad, lo mismo que en las otras, en su enorme mayoría no son de cantera. Como el eco de pasos y de voces en las banquetas cercanas cuando, aún inconcluso, vela solitario desde aquí el puente que están alzando camino de mi casa. Ese puente enorme, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
La muchacha prosigue su camino hasta donde no puedo verla. Entre la zanjas, junto a las empalizadas, a través de las trincheras. Osada, anónima desafiante y frágil. Es hermosa.
Dicen que lo entregarán al finalizar el año. Yo no lo creo. Ningún perito soy en ingeniería ni en infraestructura urbana, pero muchas semanas llevo de cotidiano y atento testigo de la obra. Y contrastando el ritmo de avance sostenido hasta ahora con la amplitud del plazo comprometido, las cuentas, cuando menos a mí, no me cuadran.
Presiento que lo mismo les sucede a los centenares de transeúntes que, como yo, están obligados a pasar todos los días por la zona de combate. La mayor parte de ellos, como yo, tampoco serán peritos en confección de puentes ni en administración de recursos humanos. Pero de seguro, como yo, también opinarán que, en materia de aplicación y de prodigio, a ojo de buen cubero poco hay que reprocharle a las cuadrillas de hombres y de máquinas responsables de la obra.
Me ha tocado, sí, escuchar tres o cuatro comentarios críticos y desfavorables hacia el trabajo en curso, que en mi calidad de absoluto neófito me declaro incapaz de calibrar en su justa dimensión. Que si es mejor alternativa aquel otro sistema, que si las construcciones previas elaboradas en base a este modelo o a este equipo y elenco dejan mucho que desear. Será el sereno. Tales comentarios han salido de boca de algún casual compañero del transporte público, de algún escéptico taxista, de algún aislado amigo. La mayor parte de los seres humanos que desfilan día tras día ante la evolución del puente, dejada de lado la irritación logística de primer plano, componen, como yo, la misma cara de asombro.
Sin embargo, son como siempre los niños quienes atinan a enunciar lo que todos miramos, sospechamos y esperamos, elevándolo así hasta la estatura y la dignidad de lo real. Son ellos quienes elogian en voz alta la belleza y el misterio de la maquinaria que corta, perfora, escarbar, recoge, aplana, levanta. Son ellos quienes enlistan en voz alta novedades y avances. Son ellos quienes en voz alta profieren intriga y maravilla ante los diestros albañiles que pululan por intrincadas telarañas de andamios, o ante el vuelo imposible del alado concreto que se espesa parvada sobre nuestras cabezas. A resguardo de los mezquinos pudores adultos, el niño no disimula cuán vigente, sin importar hasta qué punto amenazada, conservamos en nosotros la opción del entusiasmo.
Es hermosa la obra. Hermosa la consistencia material que adquieren los proyectos, los humanos ensueños, al alzarse de hierro y hormigón, al enturbiar de polvo alborotado el aire. La llamé zona de combate unas líneas arriba. Y eso es. Un abrir de zanjas que parecen trincheras, un delinear de empalizadas imbatibles, una implacable acometida de estruendos. Un avance y repliegue de motores que a feroces mordiscos seducen y transforman el paisaje. Los efectivos de infantería, montando guardia o yendo y viniendo de aquí para allá; empuñando pergaminos, marros, banderas, escobillones y flexómetros. Los efectivos de caballería, subidos a horcajadas sobre vigas, con un pie en el abismo mientras rematan el borde de los tramos ya concluidos, marchándose o llegando en bicicleta. Los efectivos de artillería al volante de sus bestias a diesel.
Miro delante mío el apurado paso de las gentes que caminan en pos del crucero próximo. Más rápido a pie que a vuelta de rueda, dadas las circunstancias. Puede ser el principio de la noche o el término da la madrugada; tanto da, la oscuridad es la misma. Hombres mochila al hombro, mujeres con niños, viejos de bufanda, adolescentes conectados al audífono. Una muchacha avanza en equilibrio por el borde de un zanjón; dos perros la contemplan sin ladrar a través de la alambrada de un lote baldío. No es hermosa. No como las paradisiacas playas de los cromos ni como las perfumadas pieles del celuloide virtual. Es fea. Como las yerbas marchitadas por la seca borrasca del asfalto; como los troncos de los árboles cortados para ampliar la avenida; como la grasa que lubrifica el acero, como el tableteo de los engranes.
Como luz de amanecer o atardecer sobre los muros; muros que en esta ciudad, lo mismo que en las otras, en su enorme mayoría no son de cantera. Como el eco de pasos y de voces en las banquetas cercanas cuando, aún inconcluso, vela solitario desde aquí el puente que están alzando camino de mi casa. Ese puente enorme, de los que hace veinte años en esta ciudad ni se soñaban.
La muchacha prosigue su camino hasta donde no puedo verla. Entre la zanjas, junto a las empalizadas, a través de las trincheras. Osada, anónima desafiante y frágil. Es hermosa.