En “Fin ineluctable de Venustiano Carranza”, Martín Luis Guzmán alcanza uno de los momentos más brillantes y depurados no sólo de su vasto, fecundo legado narrativo, sino de la crónica mexicana del siglo XX.
El texto narra el amargo y lastimoso peregrinar final del jefe del constitucionalismo, cercado por los barones de Sonora (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Pablo Gómez), desde su salida de la Ciudad de México hasta su asesinato en el mísero caserío de Tlaxcalantongo. Y resulta notable por razones diversas.
Basta una superficial ojeada a “El águila y la serpiente”, su obra emblemática, para advertir la nula simpatía que Carranza le inspiraba a Luis Guzmán. Su vertical autoritarismo, la subordinación de la causa revolucionaria a la presunta infalibilidad de su propia figura, su debilidad por los aduladores y su ferocidad contra la discrepancia (no se diga ya contra la oposición) serían razones decisivas para el alineamiento del escritor e intelectual con el villismo primero y con los convencionistas después.
“Fin ineluctable de Venustiano Carranza” no oculta jamás hasta qué punto se habían mantenido intactas tales impresiones con el paso de las décadas. Mediado el siglo XX, Luis Guzmán seguía alimentando un profundo y sincero anticarrancismo, en todo caso depurado e incrementado por el desenlace de una revolución para entonces ya contemplable en perspectiva panorámica.
No obstante, sin ocultar en ningún momento su partidismo, sino antes bien convirtiéndolo en otra eficaz herramienta testimonial y crítica, lo que Luis Guzmán termina por consumar a través de su implacable crónica es más que un cuadro humana y lúcidamente condolido; acaba por resultar un recuento francamente compasivo, secretamente solidario. Pintados fuera de contexto, reducidos a prenda anecdótica, ciertos rasgos del primer jefe del constitucionalismo, como su obcecada convicción de que todo estaba bajo control, su imperturbable actitud hasta en los momentos más urgentes y comprometidos, o su escrupuloso cumplimiento de las formas desde el vórtice mismo de la catástrofe, servirían acaso como superficial y despiadada sátira para engordamiento y aderezo de mil lugares comunes. Recuperados sin énfasis ni disimulo sobre el fondo de interesadas esperanzas, desesperadas lealtades, inquebrantables fidelidades y desbandadas traiciones que enmarcó su marcha hacia la muerte, se embebe de transparencia trágica.
Nada de lo cual tendría en sí mismo relevancia, como no fuera para especialistas, biógrafos y curiosos, de no ser por el aleccionador alcance de semejantes virtudes cuando se dimensionan en toda su amplitud nacional, histórica y literaria. El poder y la vigencia de la novela de la revolución son explicables, íntegros, a partir de la lectura de esta breve obra maestra. La contradictoria complejidad de la gesta revolucionaria transversalmente diseccionada a partir del relato de un personaje, un episodio, una travesía, un momento culminante; el impiadoso deslinde de la virtud y la ignominia como prendas imprevisibles e intercambiables en la configuración del destino patrio.
Relatar no suple ciertamente las tareas de deslinde y esclarecimiento reflexivo que sólo método y sistema validan. No tiene por qué hacerlo. Pero existe también el peculiar e incisivo rigor del relato puro, que cuando se ejerce con el talento y el oficio necesarios consigue un alcance proporcional al de la más lúcida y sustentada de las meditaciones analíticas. Iluminando sin simplificar la historia en los más íntimos e intrincados nudos de su contradicción. Articulando memoria compartible la compleja urdimbre de nuestro propio devenir.
Sepamos o no estar a la altura que su ejercicio demanda, narrar sigue atesorando, intactos, le pertinencia y el poder que hace casi tres mil años supo Homero trasvasar del canto al cuento, nunca tan sinónimos como ahí.
Sigue cantando, oh diosa.
El texto narra el amargo y lastimoso peregrinar final del jefe del constitucionalismo, cercado por los barones de Sonora (Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Pablo Gómez), desde su salida de la Ciudad de México hasta su asesinato en el mísero caserío de Tlaxcalantongo. Y resulta notable por razones diversas.
Basta una superficial ojeada a “El águila y la serpiente”, su obra emblemática, para advertir la nula simpatía que Carranza le inspiraba a Luis Guzmán. Su vertical autoritarismo, la subordinación de la causa revolucionaria a la presunta infalibilidad de su propia figura, su debilidad por los aduladores y su ferocidad contra la discrepancia (no se diga ya contra la oposición) serían razones decisivas para el alineamiento del escritor e intelectual con el villismo primero y con los convencionistas después.
“Fin ineluctable de Venustiano Carranza” no oculta jamás hasta qué punto se habían mantenido intactas tales impresiones con el paso de las décadas. Mediado el siglo XX, Luis Guzmán seguía alimentando un profundo y sincero anticarrancismo, en todo caso depurado e incrementado por el desenlace de una revolución para entonces ya contemplable en perspectiva panorámica.
No obstante, sin ocultar en ningún momento su partidismo, sino antes bien convirtiéndolo en otra eficaz herramienta testimonial y crítica, lo que Luis Guzmán termina por consumar a través de su implacable crónica es más que un cuadro humana y lúcidamente condolido; acaba por resultar un recuento francamente compasivo, secretamente solidario. Pintados fuera de contexto, reducidos a prenda anecdótica, ciertos rasgos del primer jefe del constitucionalismo, como su obcecada convicción de que todo estaba bajo control, su imperturbable actitud hasta en los momentos más urgentes y comprometidos, o su escrupuloso cumplimiento de las formas desde el vórtice mismo de la catástrofe, servirían acaso como superficial y despiadada sátira para engordamiento y aderezo de mil lugares comunes. Recuperados sin énfasis ni disimulo sobre el fondo de interesadas esperanzas, desesperadas lealtades, inquebrantables fidelidades y desbandadas traiciones que enmarcó su marcha hacia la muerte, se embebe de transparencia trágica.
Nada de lo cual tendría en sí mismo relevancia, como no fuera para especialistas, biógrafos y curiosos, de no ser por el aleccionador alcance de semejantes virtudes cuando se dimensionan en toda su amplitud nacional, histórica y literaria. El poder y la vigencia de la novela de la revolución son explicables, íntegros, a partir de la lectura de esta breve obra maestra. La contradictoria complejidad de la gesta revolucionaria transversalmente diseccionada a partir del relato de un personaje, un episodio, una travesía, un momento culminante; el impiadoso deslinde de la virtud y la ignominia como prendas imprevisibles e intercambiables en la configuración del destino patrio.
Relatar no suple ciertamente las tareas de deslinde y esclarecimiento reflexivo que sólo método y sistema validan. No tiene por qué hacerlo. Pero existe también el peculiar e incisivo rigor del relato puro, que cuando se ejerce con el talento y el oficio necesarios consigue un alcance proporcional al de la más lúcida y sustentada de las meditaciones analíticas. Iluminando sin simplificar la historia en los más íntimos e intrincados nudos de su contradicción. Articulando memoria compartible la compleja urdimbre de nuestro propio devenir.
Sepamos o no estar a la altura que su ejercicio demanda, narrar sigue atesorando, intactos, le pertinencia y el poder que hace casi tres mil años supo Homero trasvasar del canto al cuento, nunca tan sinónimos como ahí.
Sigue cantando, oh diosa.