El año 2010, que debería estar sirviendo como coyuntura para un balance autocrítico de la historia nacional, se ha convertido en un grotesco festín publicitario. Administraciones que, hasta churriguerescos extremos, adornan con membretes alusivos las prendas de su habitual incompetencia; una tecnocracia intelectual, académica y cultural que, sin ningún género de disimulos, manipula ideológicamente el pasado en servil legitimación de las inercias públicas que le dan de comer; las élites de un país camino del escombro, reduciendo la memoria a recurso mediático (espejito, espejito, ¿verdad que somos lo mejor que te ha pasado?).
Se ha puesto de moda escribir novela histórica. En buena medida, alentada por la misma vorágine. Habrá que esperar algunos años para que el tiempo salve las honrosas excepciones y devore con justiciero olvido todo lo demás. Esos kilos de novelas sin alma (y por tanto sin ningún alcance crítico, a despecho de sus promocionales aspavientos de superficie), escritos por encargo. Desconfía, querido lector. Desconfía de tanta narrativa de ocasión prometiéndote el desvelamiento de tu propio rostro. Te ofrezco diez propuestas a contracorriente sobre la Revolución. Sí, de verdad: a contracorriente. Pese a su previsibilidad casi escolar. Acaso de ahí provenga la intacta potencia que poseen. Llevan tanto tiempo diciéndonos con transparencia cosas importantes, que se nos han vuelto habituales y parecen inofensivas. Pero su mirada es tan elocuente y tan perturbadora como si acabaran de ser escritas; porque acaban de ser escritas, porque son permanentemente reescritas. Porque tienen mirada. Y la mirada no transa en pro de la novedad de enfoque; la mirada es el punto de partida del enfoque. Malhaya los novelistas que pretenden enfocar (y escandalizar con el enfoque) sin comprometer mirada. No puede enfocar quien no tiene ojos.
1. “Los de abajo” de Mariano Azuela. Demetrio Macías, interpelado por su mujer respecto a los motivos que lo hacen mantenerse en la lucha, arroja una piedra al barranco y dice “mira esa piedra cómo ya no se para”. A veces me pregunto si este episodio, por su brevedad, su sencillez y su alcance, no será a la literatura mexicana lo que el episodio de Don Quijote y los molinos de viento a la literatura universal.
2. “Cartucho” de Nellie Campobello. Ya puestos a las inútiles pero inevitables comparaciones, habrá que decir que este magistral contrapunto entre voz narrativa infantil y materia narrativa atroz, no le pide nada al poder, la entrañabilidad y la hondura de los relatos bélicos de un Ambrose Bierce o un Isaac Bábel.
3. “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes. El lúcido y siempre oportuno recordatorio de que la ruina presente no es obra de políticos a secas, sino de políticos al servicio de una clase que le debe todo a la revolución, aun cuando despotricar contra la revolución siga siendo su deporte predilecto.
4. “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro. Causa escalofríos el alcance del puro título de esta novela de pretexto cristero, colocado en perspectiva nacional. Qué no será cuando juegas a probar profecía cumplida su conjunto. Nadie es inocente; nadie nunca lo fue jamás.
5. “Los relámpagos de agosto” de Jorge Ibargüengoitia. Gracias a novelas como esta, podemos inferir lo que Aristóteles postulaba en la perdida segunda parte de su Poética: que a la hora de relatar, explorar y glosar la realidad, la comedia posee una estatura idéntica a la de la tragedia. Entiendo porque me río.
6. “El águila y la serpiente” de Martín Luis Guzmán. Nuestra narrativa haciéndose adulta. ¿Crónica, historiografía, biografía, ensayo, proclama, poetización, confidencia? Todo eso. Novela, con mayúsculas. El fresco más completo de las horas culminantes de la insurgencia popular. El muralismo de Orozco traducido en términos literarios.
7. “Pedro Páramo” de Juan Rulfo. No la divinices. Prueba leerla como pura novela de fantasmas (Juan Preciado y su rosario de aparecidos). Prueba leerla como pura novela amorosa (las pasiones de Pedro por Susana). Seguirá siendo el mejor y más sutil relato de la muerte de un país y el nacimiento de otro. Pero lo será a tu modo.
8. “La noche de Ángeles” de Ignacio Solares. Su autor lo expresará mucho mejor que yo: “esta novela surgió más de lo simbólicamente verdadero que de lo históricamente exacto”. Sólo añadiré que, a mi juicio, lo históricamente exacto no es más que el resultado de lo simbólicamente verdadero.
9. “Sombra de la sombra” de Paco Ignacio Taibo II. Si Dashiell Hammett, John Reed, Alejandro Dumas y Luis Villoro se hubieran puesto a trabajar a ocho manos, difícilmente habrían logrado algo equiparable. La mejor novela policiaca que se ha escrito en este país.
10. “Las tierras flacas” de Agustín Yáñez. La voz de la bruja ciega que, al final de la novela, interpela a los modernizadores que acaban de “salvar” al pueblo del cacique rural que los sojuzgaba, sigue retumbando debajo de nuestros pies. Probablemente sea su eco el que está haciendo estremecer y cuartear últimamente esta tierra. La flaca tierra que nos han dado.